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Tribuna:La arboleda perdida
Tribuna
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Entre el clavel y la espada

A finales de 1932 me encontraba en Berl¨ªn, con Mar¨ªa Teresa, pensionado por la Junta de Ampliaci¨®n de Estudios para estudiar los movimientos teatrales europeos. All¨ª conoc¨ª a Erwin Piscator, gran director de escena, a Bertolt Brecht, ambos muy j¨®venes a¨²n, a Ernest Toller, dramaturgo, que se suicid¨® m¨¢s tarde en Nueva York, y a muchos m¨¢s artistas, escritores e intelectuales que el nazismo arroj¨® de Alemania, en donde ya, en aquel final de 1932 no se pod¨ªa vivir. Un tremendo clima de violencia la sacud¨ªa en todas direcciones. El hambre y la desocupaci¨®n andaban por las calles, cruzadas de las escuadras nazis, que pateaban las aceras, salpicando de agua de los charcos a los aterrados transe¨²ntes. Hitler se dispon¨ªa ya, como en un gran gui?ol a instalar sus absurdos bigotes y brazos gesticulantes tras el humo y las llamas del incendio del Reichstag. En ese momento se me ocurri¨® viajar, por primera vez, a la Uni¨®n Sovi¨¦tica, que fue para m¨ª entonces como realizar un viaje del fondo de la noche al centro de la luz. El Gobierno de la rep¨²blica espa?ola no hab¨ªa reconocido a¨²n al Gobierno de los Soviets, y como nuestras relaciones diplom¨¢ticas no exist¨ªan, s¨®lo el visado del pasaporte costaba una fortuna. Y mucho m¨¢s si se ten¨ªa en cuenta que el viajero era un poeta, un desdichado que engarzaba a¨²n sus poes¨ªas bajo la calderilla de la luna del capitalismo espa?ol de aquellos tiempos. Pero... Bueno. El Inturist ruso organizaba, con billete de ida y vuelta, por 160 marcos, para estudiantes y obreros, ocho d¨ªas en Mosc¨², o repartidos entre Mosc¨² y Leningrado. Enrolados a una de esas excursiones, Mar¨ªa Teresa y yo, en el declive de ese a?o, tomamos en Berl¨ªn el expreso de Varsovia, que nos conducir¨ªa a Niegoreloje, primera ciudad fronteriza de la Uni¨®n de Rep¨²blicas Socialistas Sovi¨¦ticas.En un peque?o restor¨¢n de la estaci¨®n, ya en tierra rusa, pedimos t¨¦. En la otra banda del and¨¦n, grande y de v¨ªa m¨¢s ancha, esperaba formado el tren sovi¨¦tico. Nuestro departamento de tercera, limpio y de una dimensi¨®n no vista en otros trenes, estaba compuesto de cuatro camas. Llega el revisor. Es un muchacho, un campesino a¨²n con olor a aldea. Nos pide los billetes. Saca una carterita y un l¨¢piz. Escribe. Hace n¨²meros torpemente. Nos mira serio. Se le cae la cartera. Cuando la coge, ha perdido el l¨¢piz. Lo encuentra en su mismo bolsillo. Vuelve a escribir de nuevo, despacio. Le cuesta tanto, quiere hacerlo tan bien que, al fin, sencillamente, con una naturalidad de animal distra¨ªdo, se sienta entre nosotros y, apoy¨¢ndose el cuadernillo sobre las rodillas, termina de cumplir su obligaci¨®n, llegando casi a dibujar las letras y los n¨²meros, que con seguridad hab¨ªa aprendido hac¨ªa poco. Despu¨¦s, ya se sonr¨ªe alegre. Era, seguramente, una de las innumerables v¨ªctimas rescatadas por el plan quinquenal, que en cuatro a?os intent¨® liquidar en la URSS el analfabetismo.

Tres d¨ªas llev¨¢bamos ya en Mosc¨², cuando la Uni¨®n Internacional de Escritores Revolucionarios (MORP) nos invit¨® a quedarnos con ellos. Teodoro Kelyin -Fedor-, poeta y profesor de castellano en la Universidad, una ma?ana, a las ocho, llam¨® a la puerta de nuestra habitaci¨®n del hotel Novo Moskovskaia. Desde aquel d¨ªa, durante dos meses, con su gorro de astrac¨¢n encasquetado en forma de cucurucho, sus ojos azulados de eslavo pur¨ªsimo, disminuidos por sus gafas, y su vocecita de colegial temeroso, nos acompa?ar¨ªa, habl¨¢ndonos un espa?ol perfecto, por el fr¨ªo -25 o 30 grados bajo cero- de Mosc¨². Con ¨¦l conocimos a los escritores Fadiev, Ivanov, Gladko, ya traducidos entonces en Espa?a, y a los poetas Aseef, Kirsanov, Kamenski, Bezimenski y Pastemak, que fuimos por casi todos ellos invitados a su casa. Una noche, la de Navidad en los otros pa¨ªses, acudimos a la de Lil¨ª Brik, la mujer que fue el m¨¢s largo amor de la vida de Maiakovski. All¨ª encontramos a Louis Aragon, casado con Elsa Triolet, hermana de Lil¨ª. Entre caviar, t¨¦ y raros dulces orientales, se recitaron poes¨ªas. Los poetas sovi¨¦ticos conservan a¨²n cierto sentido juglaresco de la poes¨ªa. M¨¢s que rec¨ªtar, representan. Cada uno a su modo. Sienten -y creo que esto ha cambiado poco- una excesiva predilecci¨®n por la onomatopeya. Kirsanov, por ejemplo, en uno de sus poemas, m¨¢s parec¨ªa una locomotora. Silbaba, se tiraba al suelo, sudaba, jadeando, como subiendo un alto puerto, falt¨¢ndole tan s¨®lo el echar humo. Kamenski relataba una cacer¨ªa de osos, mezclada de ruidos, de lamentos y cantos persas, parecidos al cante jondo. Aseef repet¨ªa, mon¨®tono, con un deje de musiquilla ¨¢rabe, un largo poema escrito en Georgia. Yo tuve que improvisarles una corrida de toros, toreando una silla que hab¨ªa en el centro de la sala. Louis Aragon, en franc¨¦s, y a ¨¦ste ya s¨ª lo entendimos, nos dijo La toma del poder, poema de su ¨²ltimo Ebro: Los comunistas tienen raz¨®n.

All¨ª, en aquella casa de Lil¨ª, que fue la suya, era donde se conservaba m¨¢s latente, ¨ªntimo, el recuerdo de Maiakovski. Uno de sus amigos m¨¢s queridos, Brik, recit¨® el poema que escribi¨® unos d¨ªas antes de suicidarse. Rele¨ªmos la carta que el poeta dej¨® sobre la mesa, poco antes de sonar los disparos. Ped¨ªa, serio, entre otras cosas: "Quisiera que no se hiciesen historias sobre mi muerte y menos de las causas amorosas de mi suicidio". Maiakovski se hab¨ªa enamorado de una joven actriz. Al acabar Brik la lectura del poema y la carta todos los invitados de aquella noche guardamos un emocionado silencio, sintiendo la presencia de Wladimiro Maiakovski, el primero y m¨¢s grande poeta de la Revoluci¨®n de Octubre.

A la noche siguiente -35 grados bajo cero en la calle- est¨¢bamos citados en casa de Aseef para conocer al poeta Svetlov, poeta de Ucrania y cosaco durante la revoluci¨®n y la guerra civil. El primero en llegar fue Aragon con su compa?era Elsa. Despu¨¦s, algo m¨¢s tarde, el pr¨ªncipe Dimitri S. Mirski, que yo hab¨ªa conocido, con Andr¨¦ Gide, en el castillo del poeta Jules Supervielle, en la isla de Port-Cross, al sur de Francia. Era hijo de un general que hab¨ªa sido ministro del Interior, en v¨ªsperas de la revoluci¨®n de 1906. Despu¨¦s de haber combatido en el frente alem¨¢n durante la guerra de 1914, se alist¨® en el ej¨¦rcito blanco de Denikin para luchar contra el ej¨¦rcito rojo, terminando al fin por formar parte de la emigraci¨®n contrarrevolucionaria que se arrastr¨® durante a?os por los cabar¨¦s de Berl¨ªn, Par¨ªs o Londres. Residiendo en esta capital, desempe?ando la c¨¢tedra de literatura rusa en el King's College, recibi¨® de un editor ingl¨¦s el encargo de escribir una vida de Lenin. A medida que se iba adentrando en la lectura de su obra, iba en aumento su admiraci¨®n por la fascinante personalidad del creador de la revoluci¨®n bolchevique. Del conocimiento de Lenin pas¨® a Marx, y despu¨¦s de un estudio profundo del marxismo y un an¨¢lisis de la revoluci¨®n rusa, escribi¨® una Vida de Lenin, con la que obtuvo un resonante ¨¦xito, regresando a su patria y admiti¨¦ndosele en las filas del Partido Comunista Sovi¨¦tico. Y era ese pr¨ªncipe, antes contrarrevolucion ario, el que acababa de llegar a casa de Aseef despu¨¦s de Louis Aragon. Pero a quien esper¨¢bamos con impaciencia era a Svetlov. Cuando pasadas las tres y media nos levantamos para irnos, apareci¨® Svetlov. Un mech¨®n negro de gitano, como batido, le chorreaba por los ojos. Ven¨ªa completamente borracho. Su compa?era, una muchacha rubia, sana, con calcetines rojos y jersei, ri¨¦ndose, lo sosten¨ªa, disculp¨¢ndolo.

-Ha bebido bastante. Volver¨¦ con ¨¦l dentro de una hora. Los camaradas extranjeros lo sabr¨¢n disculpar. Nos dio la mano y se march¨® a dormir. Aqu¨¦l era Svetlov, al que esper¨¢barnos desde las 11 para o¨ªrle decir su poema Granada, popular en toda la Uni¨®n Sovi¨¦tica desde la guerra civil y repetido siempre por Ma¨ªakovski, su gran amigo. Svetlov, cosaco de la estepa, cuando luchaba por liberar a su patria, Ucrania, de los blancos, al ir al asalto de una aldea se imagin¨®, no sab¨ªa ¨¦l por qu¨¦ impulso n¨²sterioso, que corr¨ªa a la toma de Granada para darle la tierra a los campesinos andaluces, mientras iba cantando Manzanita, una fa mosa canci¨®n popular rusa. Lentos cabalg¨¢bamos / hacia los combates / y entre nuestros dientes / iba 'Manzanita'. / Y esa canci¨®n hoy/ permanece y tiembla / en la yerbajo ven, / jade de la estepa. / Pero otra canci¨®n / sobre un pa¨ªs lejano llevaba mi amigo / solo su caballo. Can taba mirando / su pa¨ªs natal: / Granada, Granada,/ Granada m¨ªa!/ Iba repiti¨¦ndola siempre de memoria. / ?D¨®nde hall¨® este mozo / la pena espa?ola? / Amigo, ?de d¨®nde / viene tu canci¨®n? / Siempre iba so?ando. Lenta es su palabra. / Hermano, en un libro encontr¨¦ a Granada. / Su nombre es muy bello, / su gloria es muy alta. / Es una provincia / en el sur de Espa?a. / Me fui a guerrear, / dejando mi casa / para dar la tierra / a los de Granada. / Adi¨®s, mis parientes, / adi¨®s, mi familia... / ?Granada, Granada, / Granada m¨ªa! ?De d¨®nde le vino al cosaco Svetlov aquel canto, aquel romancillo, que recuerda los fronterizos espa?oles, o aquel maravilloso de Don Bueso, que va a tierra de moros en busca de amiga? Solamente el coraz¨®n de aquel guerrillero pudo ponerle delante de los ojos la lejana Granada, ba ti¨¦ndose ilusionado por ella para liberar de los ej¨¦rcitos blancos las aldeas de su pa¨ªs. Pero el poeta Svetlov se encontraba borracho, como tantas veces, y se fue a dormir, sostenido por su bella compa?era, quedando siempre en m¨ª, desde aquella helada y hoy lejan¨ªsima noche moscovita, el estribillo de su canci¨®n.

Cuando regres¨¦ a Berl¨ªn, en la Unter den Linden era la primavera y los tilos se alzaban radiantes de verdes y aguaceros, y Adolfo Hitler ya hab¨ªa escalado el poder y una legi¨®n de hombres sin trabajo disfrazaban el hambre por las principales calles y avenidas de Berl¨ªn, ofreciendo m¨ªnimas mercanc¨ªas, comprables por un precio equivalente a las m¨¢s m¨ªnimas limosnas. Ni?os, muchachos, j¨®venes y viejos, a lo largo de las aceras, en la linde de las terrazas y los caf¨¦s, ofrec¨ªan l¨¢pices, cordones para los zapatos, cajetillas de f¨®sforos, tafet¨¢n, algod¨®n, cosas a veces invendibles, pero que siempre hay que tomar para justificar este comercio y sobre todo para que los enormes guardias alemanes no se llevasen a la c¨¢rcel al pobre vendedor que aceptara la miseria de unos cuantos pfenning sin entrega de lo vendido. Estudiantes, profesores llenos de dignidad, ra¨ªdos los trajes, ped¨ªan disimuladamente una limosna. Se arrastraba, silenciosa y triste, una enorme miseria p¨²blica, pero a¨²n de apariencia serena. La universidad estaba invadida de la violencia nazi antisemita. La tarde en que iba yo a dar all¨ª una conferencia sobre La poes¨ªa popular en la l¨ªrica contempor¨¢nea espa?ola no pude hacerlo porque las botas con clavos de los estudiantes nazis hab¨ªan pateado la cabeza de una joven estudiante jud¨ªa. Pero hab¨ªa mucho miedo, pues la calle, Berl¨ªn todo, estaban tomados por las escuadras hitlerianas. Mas hubo una noche en que se levantaron ante m¨ª, surgidos de no s¨¦ d¨®nde, el odio, la ira, la sangre hecha protesta, la locura, la fiebre, todas las desesperaciones y dolores del globo, congestionados, resumidos en la cara descompuesta de un hombre. Desgarr¨¢ndoselos, volc¨® a tirones los forros de sus bolsillos: de su chaleco, su pantal¨®n, su chaqueta. Insult¨¢ndome, casi salt¨¢ndosele las venas de los pu?os, me grit¨® que le diese algo. Le di.

- Esto hago yo con su limosna. Esto.

Y escupi¨® sobre ella 8 o 10 veces. Despu¨¦s se lo trag¨® la calle. Hab¨ªa flores en la terraza del caf¨¦, flores de primavera, que se agrandaron y enrojecieron, llenas de saliva.

No se pod¨ªa continuar en Berl¨ªn. Por dos veces, a altas horas de la noche, mientras dorm¨ªamos, se abrieron las puertas del cuarto de la pensi¨®n en que nos hosped¨¢bamos y una bestia polic¨ªa alemana, enfoc¨¢ndonos una linterna contra los ojos cerrados, nos pidi¨® la documentaci¨®n. Recuerdo ahora que la siempre bella y enamorada escritora Rosa Chacel viv¨ªa en aquel Berl¨ªn de la ignominia con nosotros.

Pero, por fin, lleg¨® lo m¨¢s terrible. Una ma?ana salimos a Victoria Platz para mirar la humareda que sub¨ªa de las techumbres del Reichstag. El propio Hitler le hab¨ªa prendido fuego, atribuy¨¦ndolo a la mano comunista del b¨²lgaro Dimitrov.

Era de llorar, de arrancarse los ojos. Y ahora, a tanta distancia en que recuerdo esto, me canta en la memoria el estribillo del romance que no pude escuchar al propio Svetlov porque se fue a dormir, tambi¨¦n aquella noche, mecido por el vodka: ?Granada, Granada, Granada m¨ªa!

La guerra (que vendr¨ªa despu¨¦s) a¨²n no hab¨ªa descuajado en Berl¨ªn los tilos de la Unter den Linden, aunque yo hab¨ªa ya comenzado a vivir para siempre entre el clavel y la espada.

Copyright Rafael Alberti.

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