Los angelitos negros
La primera vez que Henri Beyle lleg¨® a Roma, Roma apenas llegaba a contar 130.000 almas. Si llov¨ªa, en el T¨ªber, rompiendo el reflejo de Santangelo, pod¨ªan o¨ªrse con claridad las gotas en el agua, entrechocar de barcas amarradas a la orilla y los pasos de una sombra cruzar aquel ancho puente de la melancol¨ªa y de la incertidumbre. Roma, igual que en Corot, era todav¨ªa una ciudad peque?a, de provincias.Yo he visto siempre que cuando uno piensa en el pasado, por afici¨®n o por a?oranza, se da a s¨ª mismo, como en la obras de teatro, un peque?o papel de protagonista. Esto es absurdo, una quimera.
A los entusiastas de la Edad Media no les cuesta nada transportarse hasta aquella ¨¦poca tenebrosa y verse en se?ores, atrac¨¢ndose de venado y de fais¨¢n, mirando arder el fuego de una gran chimenea. Ahora, representarse sucios, comidos por los par¨¢sitos, con los dientes podridos y esclavos de mil servidumbres tir¨¢nicas y feudales, no lo hace nadie. Uno llega a imaginarse con cierta facilidad la sensualidad fara¨®nica, los crep¨²sculos del Nilo, los estanques con lotos y una punta de hur¨ªes j¨®venes y perfumadas; en cambio, suponer que lo natural, conforme a las estad¨ªsticas, ser¨ªa contarse entre los millones de muertos de hambre que construyeron las pir¨¢mides, parece, para el so?ador, m¨¢s que imposible. Yo creo que uno de s¨ª mismo, aunque sea en sue?os, termina teniendo una buena opini¨®n.
Los que en realidad no pasan de pusil¨¢nimes, en sus imaginaciones fren¨¦ticas se ven en tr¨¢gicos, a lo C¨¦sar y Bruto. Los que en la vida resultan soberbios y petulantes como los malos poetas, sue?an en misticismos, retorcimientos y ayunos, hasta ponerse amarillos y de mal color. Para unos, el ideal es la valent¨ªa, la audacia, el arrojo, porque su existencia no puede dejar de ser ama?ada y dom¨¦stica. Para otros, en cambio, vagamente rom¨¢nticos, el mejor sue?o es no so?ar y as¨ª, persiguiendo esa ecuaci¨®n kantiana, se les ve llevar una vida gris y secreta, apasionante y muda.
Pero siempre es lo mismo. En esas fabulaciones uno, como los actores de post¨ªn, su papel se lo sabe de memoria, lo recita con seguridad y aplomo y cree escuchar al final el griter¨ªo y el aplauso, y encenderse poco a poco las candilejas y buj¨ªas de ese corral de comedias que es la raz¨®n y el sentido com¨²n. Pero en el fondo esto no son sino figuraciones, inclinaciones de la ambici¨®n.
?D¨®nde queda entonces la Roma de Stendhal? ?Las plazas quietas, los palacios asalmonados en esas tardes de marzo que ya empiezan a ser un poco m¨¢s largas, a dorarse, a perfumarse? Una ciudad era algo inm¨®vil para el m¨¢s m¨®vil de los sentimientos humanos, la pasi¨®n. ?Inmortales Brujas, Trieste, Sevilla, Venecia? Para llegar a serlo, antes tuvieron que aprender a ser las grandes ciudades muertas.
Exaltaci¨®n del municipio
Hoy, las ciudades cambian con tal velocidad que la gente encuentra una goller¨ªa ocuparse de la pasi¨®n o de los sentimientos. En cambio, les produce una gran satisfacci¨®n saber que viviendo en Vallecas pueden pasar por vecinos de Harlem o que cortando el c¨¦sped de un chalecito de Pozuelo nadie podr¨ªa demostrarles que lo que siegan no sea la hierba de Londres.
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Los angelitos negros
Viene de la p¨¢gina 9A algunos, la actualidad les produce mucho entusiasmo, pero el pasado les encoge el ¨¢nimo y les ocasiona malestar y desasosiego, de modo que tratan de quitarse de en medio todo lo que aparenta m¨¢s de medio siglo. Empiezan por las ciudades. Cuando llegan a los museos ya han ganado todas las elecciones.
Ser pobre y prudente resulta una empresa f¨¢cil. Ahora, tener dinero y no ser un energ¨²meno, al menos en Espa?a, parece un imposible, una ilusi¨®n. Hasta que Espa?a era pobre de solemnidad, los pueblos pod¨ªan pasar por lo que eran, por lo que hab¨ªan sido. Luego, con algunos ingresos del emigrante, alicataron hasta la torre de la iglesia y los pueblos terminaron pareci¨¦ndose a los mingitorios, a los cuartos de ba?o. Yo creo que esta pasi¨®n por el azulejo la deben encontrar sus habitantes de buen gusto y de mucho tono, porque si no lo dejar¨ªan todo como estaba.
Hace un tiempo, en Madrid, en Puerta Cerrada, donde desemboca la calle de Cuchilleros, alguien pag¨®, no s¨®lo lo permiti¨®, para que se pintaran unos murales mastod¨®nticos.
Esa plaza, hace unos a?os, ten¨ªa unas cuentas casas altas con las paredes traseras blancas, y arrimados a ellas crec¨ªan unos ¨¢rboles finos, acacias algo raqu¨ªticas y negras pero elegantes. Como se ve que los que emprendieron esa obra descomunal eran personas progresistas y amantes de la naturaleza, los talaron todos, colorearon las paredes y las llenaron de frases enigm¨¢ticas del tipo "Fui sobre agua edificada / mis muros de fuego son", que no sabe uno si son un acertijo o un vers¨ªculo del Cantar de los Cantares del rey Salom¨®n, pero que resultan de tal pedanter¨ªa que a uno, cuando las lee, le dejan turulato para un par de calles.
A muchos seguramente esta manifestaci¨®n del genio contempor¨¢neo les llena de entusiasmo y de orgullo por vivir en estos tiempos, pero a otros, en cambio, nos lleva a la melancol¨ªa, al escepticismo y a la desconfianza en la bondad natural del hombre.
Si a Madrid, en ese rinc¨®n de los Austrias, le hab¨ªa costado unos cuantos siglos adquirir esa tonalidad parda, plateada, gris¨¢cea y uniforme, han bastado unas pocas semanas para que, llen¨¢ndolo de colorines, parezca San Francisco, que es la secreta aspiraci¨®n del realismo socialista.
?Qu¨¦ razones tiene una persona para llamar de ese modo la atenci¨®n? ?Cu¨¢l es la causa por la que se cometen esas pinturas? Seguramente los m¨®viles de esos artistas, como los que tuvo el asesino de la emperatriz Sissi, son m¨¢s complejos que salir un d¨ªa en los peri¨®dicos. Debe de tratarse de sinuosidades de gente problem¨¢tica, llena de mala intenci¨®n y que s¨®lo quiere molestar.
Algunos, con no se sabe qu¨¦ seguridad, piensan que estas cosas pueden cambiar, modificarse con el tiempo, pero no. Eso son especulaciones y una aspiraci¨®n c¨®mica.
Yo no creo que haya nadie que se atreva ahora a dar una contraorden y a volver a pintar de blanco lo que estaba de blanco, como tampoco nadie, salvo un terrorismo humanitario que sabemos inexistente, capaz de dinamitar esas esculturas de la plaza de Col¨®n. De modo que uno se ve abocado a la filosof¨ªa judaica de la resignaci¨®n y a aprovechar esos mismos paredones como muros de la lamentaci¨®n y de la fatalidad, hartos de verlos como muros de la verg¨¹enza.
Hay personas que piensan que opinar de este modo es propio del reaccionario, del intolerante, del fan¨¢tico. Yo no lo creo.
Hace alg¨²n tiempo le¨ª que a Jean Paulhan, el secretario de la Nouvelle Revue Fran?aise, cuando viv¨ªa en su casa de campo, ya viejo, solitario, casi en el olvido, le preguntaron los obreros que hab¨ªan parcheado su fachada de qu¨¦ color la quer¨ªa. Paulham, que era una persona long¨¢nima, les dijo que se lo preguntaran al vecino de enfrente, que era en definitiva el que la iba a estar viendo todos los d¨ªas. Ese esp¨ªritu generoso aqu¨ª no se tiene, y el que llega a alcalde no s¨®lo pinta la fachada de su casa del color que se le antoja, sino que obliga a pintar la de los vecinos como le da su real gana y de paso se deja la barba.
Cuando Franco, a esta pol¨ªtica escandalosa se la llamaba caciquismo. Ahora, arte en la calle.
Luz y sonido
Yo no s¨¦ qu¨¦ secreta gl¨¢ndula funciona en la poblaci¨®n cuando escuchan la palabra arte, pues es sabido que les impresiona hondamente, tal vez porque no la entienden, tal vez porque temen no estar a la altura de las circunstancias.
De esa manera, por una equ¨ªvoca y equivocada pol¨ªtica cultural, se llenan los museos de japoneses de colegios y parvularios, de excursionistas y paseantes a los que alguien ha enga?ado.
?Qu¨¦ buscan esos cientos de miles de seres de todo el mundo delante de un cuadro del Bronzino? Seguramente desentra?ar por qu¨¦ vale tantos millones de d¨®lares, mientras notan los pesados latidos en sus pies, hinchados de tanto ir y venir.
Hasta hace no mucho tiempo, uno pod¨ªa ir a un museo. Mirar, como aconsejaba Azor¨ªn, recordando a Lope, con claridad y sosiego. Apenas un murmullo de otros visitantes... Hoy uno, materialmente se va jugando la vida, esquivando colegiales que corren m¨¢s que los faunos de Rubens, mientras un atronador ruido nos impide contemplar en silencio lo que fue creado en silencio, recogimiento y soledad.
Siempre que uno aborda estas cuestiones, sin quererlo termina adoptando un tono hueco, mesi¨¢nico, de conferenciante y agitador, lo que resulta rid¨ªculo. A m¨ª me gustar¨ªa que no fuera as¨ª y que con unas pocas palabras justas quedara todo resuelto.
Secretamente los directores de museo y los restauradores, conocedores como nadie de la destrucci¨®n paulatina por la contaminaci¨®n y afluencia masiva de p¨²blico, desear¨ªan que a los museos fuera ¨²nicamente aquel que tiene un inter¨¦s por el arte, por la pintura. Nada m¨¢s. Pero supongo que plantear unas restricciones de modo conveniente es una cuesti¨®n peliaguda, de absolutismo ilustrado, m¨¢s para gente desinteresada que para pol¨ªticos, que en el siglo XX cada vez son m¨¢s absolutos y menos ilustrados. A otros, sin embargo, de los museos lo que les encanta es llenarlos m¨¢s todav¨ªa y hacen llamadas a los ciudadanos desde cartelones y vallas publicitarias, para que los visiten, como los hunos, en masa.
Les parece a ellos que la cara de Dal¨ª, pasmada y extravagante, de mosquetero, es suficiente para que se vaya despertando la sensibilidad adocenada de los pueblos. Yo creo que eso, de un cinismo grande, de ex jesuita, no se lo cree nadie. Uno entender¨ªa que alguien, dado a la cuquer¨ªa y a la rebati?a, quisiera ganarse alg¨²n dinero de ese modo, con el espect¨¢culo, pero presentarlo como altruismo superior me parece poco sincero. Hace a?os yo escuch¨¦ por televisi¨®n, de un profesor universitario, la teor¨ªa cient¨ªfica de que cuantos m¨¢s supieran escribir facilitaba las cosas para el advenimiento de un nuevo Shakespeare o, qui¨¦n sabe, de otro Cervantes. Lo dijo con tal candor el hombre, que en Espa?a esa noche todos so?aron con dramas secretos y con caballer¨ªas fant¨¢sticas, mecidos por ese principio de tanto rigor anal¨ªtico.
Pues bien, ir¨¢n a los museos y ?qu¨¦ encontrar¨¢n? Un cuadro, Las meninas. Lo han puesto ahora en una sala oscura bajo unos cuantos focos de luz arnarilla y macilenta, como si fuera cosa de variet¨¦s. Comprobar¨¢n con asombro que se parece milagrosamente a todas las reproducciones que han visto antes de ese mismo lienzo. No ver¨¢n la pintura, de tan lejos, aunque s¨ª unos cuantos personajes, como en una representaci¨®n. Esta aparatosidad decimon¨®nica de ver el arte todos la denigran, pero en cuanto se puede, se echa mano de ella, porque no se conoce otra o por inclinaci¨®n y afinidad.
En aquella sala oscura s¨®lo falta, como en las cuevas de estalactitas, algo de m¨²sica para que el espect¨¢culo fuera en verdad luz y sonido. Las ciudades, el arte, son ya, definitivamente, cosas para la fantas¨ªa, asuntos de la imaginaci¨®n y del ensue?o. Roma o Madrid. ?El triunfo de la pasi¨®n, de las plazuelas muertas? Algo mejor. Han pintado las ciudades. Apagaron la luz de los museos, y de ese modo los angelitos de Murillo, m¨¢s populares que nunca, como en la copla de Mach¨ªn, se han vuelto negros. Eso s¨ª, pero todos contentos, de gala, porque a los angelitos negros tambi¨¦n los quiere Dios.
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