La risa de Dios
El hecho de que el premio m¨¢s importante que otorga Israel est¨¦ destinado a la literatura internacional no es, me parece a m¨ª, una consecuencia del azar, sino de una larga tradici¨®n. En efecto, son las grandes personalidades jud¨ªas las que, alejadas de su tierra de origen, educadas por encima de las pasiones nacionalistas, han mostrado siempre una sensibilidad excepcional hacia una Europa supranacional concebida no como territorio, sino como cultura. Si los jud¨ªos, incluso despu¨¦s de haber sido tr¨¢gicamente decepcionados por Europa, han permanecido, sin embargo, fieles a ese cosmopolitismo europeo, Israel, su peque?a patria al fin reencontrada, surge ante mis ojos como el verdadero coraz¨®n de Europa, un extra?o coraz¨®n situado m¨¢s all¨¢ del cuerpo.Con una gran emoci¨®n recibo hoy el premio que lleva el nombre de Jerusal¨¦n y la marca de ese gran esp¨ªritu cosmopolita jud¨ªo. Lo recibo como novelista. Subrayo, novelista; no digo escritor. Novelista es aquel que, seg¨²n Flaubert, desea desaparecer detr¨¢s de su obra. Desaparecer detr¨¢s de su obra: esto quiere decir renunciar al papel de personalidad p¨²blica. Ello no es f¨¢cil en la actualidad, en la que todo lo importante, por poco que sea, debe pasar por la escena insoportablemente iluminada de los mass media; los cuales, contrariamente a la intenci¨®n de Flaubert, hacen desaparecer la obra detr¨¢s de la imagen de su autor. En esta situaci¨®n, a la que nadie puede escapar por entero, la observaci¨®n de Flaubert se me presenta casi como una puesta en guardia: prest¨¢ndose al papel de personalidad p¨²blica, el novelista pone en peligro su obra, que corre el riesgo de ser considerada como un simple ap¨¦ndice de sus gestos, de sus declaraciones, de sus tomas de posici¨®n. Pues bien, el novelista no s¨®lo no es el portavoz de nadie, sino que yo llegar¨ªa a decir que ni siquiera es el portavoz de sus propias ideas. Cuando Tolstoi escribi¨® el primer esbozo de Ana Karenina, Ana era una mujer antip¨¢tica y estaba justificado y se merec¨ªa su fin tr¨¢gico.
La sabidur¨ªa de la novela
La versi¨®n definitiva de la novela es muy diferente. Pero no creo que Tolstoi, de una versi¨®n a otra, cambiara de ideas morales; yo dir¨ªa m¨¢s bien que, mientras la escrib¨ªa, escuchaba una voz distinta de la de su propia convicci¨®n moral. Escuchaba lo que a m¨ª me gustar¨ªa llamar la sabidur¨ªa de la novela. Todos los verdaderos novelistas est¨¢n a la escucha de esa sabidur¨ªa suprapersonal, lo que explica que las grandes novelas sean siempre un poco m¨¢s inteligentes que sus autores. Los novelistas que son m¨¢s inteligentes que sus obras deber¨ªan cambiar de oficio.
Pero ?qu¨¦ es esta sabidur¨ªa, qu¨¦ es la novela? Hay un proverbio jud¨ªo admirable: "El hombre piensa, Dios r¨ªe". Inspirado por esta sentencia, me gusta imaginar que Fran?ois Rabelais oy¨® un d¨ªa la risa de Dios y que fue as¨ª como naci¨® la idea de la primera gran novela europea. Me complazco en pensar que el arte de la novela vino al mundo como el eco de la risa de Dios.
Pero ?por qu¨¦ se r¨ªe Dios contemplando al hombre que piensa? Porque el hombre piensa y la verdad se le escapa. Porque cuanto m¨¢s piensan los hombres, m¨¢s se aleja el pensamiento del uno del pensamiento del otro. En fin, porque el hombre nunca es lo que imagina ser. Es en el alba de los tiempos modernos cuando se revela esta situaci¨®n fundamental del hombre salido de la Edad Media: Don Quijote piensa, Sancho piensa, y no s¨®lo se les escapa la verdad del mundo, sino tambi¨¦n la verdad de su propio yo. Los primeros novelistas europeos vieron y entendieron esta nueva situaci¨®n del hombre, y sobre ella fundaron el arte nuevo, el arte de la novela.
Fran?ois Rabelais invent¨® muchos neologismos que luego entraron a formar parte de la lengua francesa y de otras lenguas, pero una de esas palabras ha permanecido olvidada, y ello es de lamentar. Es la palabra ag¨¦laste; est¨¢ tomada del griego y quiere decir el que no r¨ªe, el que no tiene sentido del humor. Rabelais detestaba a los ag¨¦lastes. Ten¨ªa miedo de ellos. Se quejaba de que fuesen tan atroces con respecto a ¨¦l que a causa de los mismos hab¨ªa estado a punto de dejar de escribir, y para siempre.
No existe paz posible entre el novelista y el ag¨¦laste. No habiendo escuchado nunca la risa de Dios, los ag¨¦lastes est¨¢n persuadidos de que la verdad es clara, de que todos los hombres deben pensar lo mismo y que ellos son exactamente lo que imaginan ser. Pero es precisamente al perder la certidumbre de la verdad y, el consentimiento un¨¢nime de los otros cuando el hombre deviene individuo. La novela es un para¨ªso imaginario de los individuos. Es el territorio donde nadie est¨¢ en posesi¨®n de la verdad, ni Ana ni Karenina. Ha sido en el arte de la novela donde, durante cuatro siglos, se confirmaba, se creaba, se desarrollaba el individualismo europeo.
En el tercer libro de Gargant¨²a y Pantagruel, Panurgo, el primer gran personaje novelesco que ha conocido Europa, est¨¢ atormentado por la pregunta: ?debe casarse o no? Consulta a m¨¦dicos, a videntes, a profesores, a poetas, a fil¨®sofos, quienes a su vez le citan a Hip¨®crates, Arist¨®teles, Homero, Her¨¢clito, Plat¨®n. Pero despu¨¦s de todas esas enormes investigaciones eruditas, que ocupan todo el libro, Panurgo sigue ignorando si debe o no debe casarse. Nosotros, los lectores, tampoco lo sabemos, pero en cambio hemos explorado desde todos los puntos de vista posibles la situaci¨®n, tan c¨®mica como elemental, de aquel que no sabe si debe casarse o no.
La erudici¨®n de Rabelais, tan grande como era, tiene, pues, un sentido distinto que la de Descartes. La sabidur¨ªa de la novela es diferente de la de la filosof¨ªa. La novela no nace del esp¨ªritu te¨®rico, sino del esp¨ªritu del humor. Uno de los fracasos de Europa es el de no haber comprendido nunca el arte m¨¢s europeo: la novela; ni su esp¨ªritu, ni sus inmensos conocimientos y descubrimientos, ni la autonom¨ªa de su historia. El arte inspirado por la risa de Dios es, por esencia, no tributario, sino contradictor de las certezas ideol¨®gicas. A imitaci¨®n de Pen¨¦lope, deshace durante la noche la tapicer¨ªa que los te¨®logos, los fil¨®sofos, los sabios han tejido la v¨ªspera.
El siglo XVIII
En los ¨²ltimos tiempos se ha tomado la costumbre de hablar mal del siglo XVIII, habi¨¦ndose llegado hasta el siguiente t¨®pico: la desdicha del totalitarismo ruso es obra de Europa, de su filosof¨ªa, especialmente del racionalismo ateo del Siglo de las Luces, de su creencia en la omnipotencia de la raz¨®n. No me siento capacitado para polemizar con los que hacen a Voltaire responsable del Gulag. En cambio, s¨ª me siento capacitado para decir: el siglo XVIII no es s¨®lo el de Rousseau, de Voltaire, de Holbach, sino tambi¨¦n (?sino sobre todo!) el de Fielding, de Sterne, de Goethe, de Laclos.
De todas las novelas de esa ¨¦poca, Tristram Shandy, de Laurence Sterne, es mi preferida. Una novela curiosa. Sterne la comienza con la evocaci¨®n de la noche en que fue concebido Tristram; pero apenas empieza a hablar de ello cuando en seguida le seduce otra idea, y esta idea, mediante una libre asociaci¨®n, le recuerda otra reflexi¨®n distinta, luego otra an¨¦cdota diferente, de suerte que una digresi¨®n sigue a la otra y Tristram, el h¨¦roe del libro, se ve olvidado durante un buen centenar de p¨¢ginas. Esta forma extravagante de narrar la novela podr¨ªa aparecer como un simple juego formal. Pero en el arte la forma es siempre algo m¨¢s que una forma. Cada novela, de grado o por fuerza, propone una respuesta a la pregunta ?qu¨¦ es la existencia humana y d¨®nde reside su poes¨ªa? Los contempor¨¢neos de Sterne -Fielding, por ejemplo- supieron sobre todo saborear el extraordinario encanto de la acci¨®n y la aventura. La respuesta que se sobreentiende en la novela de Sterne es diferente: la poes¨ªa, seg¨²n ¨¦l, no reside en la acci¨®n, sino en la interrupci¨®n de la acci¨®n.
Es posible que indirectamente se haya entablado aqu¨ª un gran di¨¢logo entre la novela y la filosof¨ªa. El racionalismo del siglo XVIII se apoya en la famosa frase de Leibniz nihil est sine ratione. Nada de lo que es lo es sin raz¨®n. La ciencia, estimulada por esta convicci¨®n, examina con encarnizamiento el porqu¨¦ de todas las cosas, de manera que todo lo que es parece explicable y, por consiguiente, calculable. El hombre que quiere que su vida tenga un sentido renuncia a cada gesto que no tuviera su causa y su finalidad. Todas las biograf¨ªas est¨¢n escritas as¨ª. La vida aparece como una trayectoria luminosa de causas, efectos, fracasos y ¨¦xitos, y el hombre, fijando su mirada impaciente en el encadenamiento causal. de sus actos, acelera todav¨ªa m¨¢s su loca carrera hacia la muerte.
Frente a esta reducci¨®n del mundo a la sucesi¨®n causal, de acontecimientos, la novela de Sterne, ¨²nicamente con su forma, afirma: la poes¨ªa no est¨¢ en la acci¨®n, sino all¨ª donde la acci¨®n se detiene; all¨ª donde el puente entre una causa y un efecto se ha roto y donde el pensamiento vagabundea en una dulce libertad ociosa. La poes¨ªa de la existencia, dice la novela de Sterne, est¨¢ en la digresi¨®n. Est¨¢ en lo incalculable. Est¨¢ al otro lado de la causalidad. Es una poes¨ªa sine ratione, sin raz¨®n. Est¨¢ al otro lado de la frase de Leibniz.
No se puede, pues, juzgar el esp¨ªritu de un siglo exclusivamente por sus ideas, sus conceptos te¨®ricos, sin tomar en consideraci¨®n el arte y, en particular, la novela. El siglo XIX invent¨® la locomotora, y Hegel estaba seguro de haber aprehendido el esp¨ªritu mismo de la historia universal. Flaubert descubri¨® la necedad. Me atrevo a decir que ¨¦ste es el descubrimiento m¨¢s grande de un siglo tan orgulloso de su raz¨®n cient¨ªfica.
Por supuesto, incluso antes de Flaubert no se dudaba de la existencia de la necedad, pero se la entend¨ªa de manera un poco diferente: estaba considerada corno una simple carencia de conocimientos, un defecto corregible mediante la educaci¨®n. Pues bien, en las novelas de Flaubert, la necedad es una dimensi¨®n inseparable de la existencia humana. Acompa?a a la pobre Emma a trav¨¦s de su vida hasta su lecho de amor y hasta su lecho de muerte, por encima del cual dos ag¨¦lastes famosos, Homais y Bournisien, van a seguir intercambiando largamente sus inepcias como una especie de oraci¨®n f¨²nebre. Pero lo m¨¢s chocante, lo m¨¢s escandaloso en la visi¨®n flaubertiana de la necedad es esto: la necedad no se disipa ante la ciencia, la t¨¦cnica, el progreso, la modernidad; por el contrario, con el progreso, ?ella tambi¨¦n progresa!
Con una pasi¨®n perversa, Flaubert coleccionaba las f¨®rmulas estereotipadas que alrededor de ¨¦l pronunciaban las gentes para parecer inteligentes y demostrar que estaban al d¨ªa. Con ellas compuso un c¨¦lebre Diccionario de las ideas recibidas. Sirv¨¢monos de este t¨ªtulo para decir: la necedad moderna no significa ignorancia, sino falta de reflexi¨®n sobre las ideas recib¨ª das. El descubrimiento de Flaubert es m¨¢s importante para el porvenir del mundo que las m¨¢s inquietantes ideas de Marx o de Freud. Porque es posible imaginar el futuro sin la lucha de clases o sin el psicoan¨¢lisis, pero no sin la irresistible ascensi¨®n de las ideas recibidas, que, inscritas en los ordena dores, propagadas por los mass media, amenazan con llegar pronto a ser una fuerza que aplaste todo el pensamiento original e individual y ahogue as¨ª la esencia misma de la cultura europea de los tiempos modernos.
Enemigo de lo 'kitsch'
Unos 80 a?os despu¨¦s de que Flaubert imaginara su Emina Bovary, en los a?os treinta de nuestro siglo, un gran novelista, el vien¨¦s Hermann Broch, escribir¨ªa: "La novela moderna intenta heroicamente oponerse a la ola kitsch, pero acabar¨¢ por verse abatida por lo kitsch". La palabra kitsch, nacida en Alemania a mediados del siglo pasado, designa la actitud del que quiere agradar a cualquier precio y al mayor n¨²mero posible de personas. Para agradar es necesario confirmar lo que todo el mundo quiere o¨ªr, estar al servicio de las ideas recibidas. Lo kitsch es la traducci¨®n de la necedad de las ideas recibidas al lenguaje de la belleza y de la emoci¨®n. Nos arranca l¨¢grimas de enternecimiento por nosotros mismos, por las trivialidades que pensamos y sentimos. Hoy, despu¨¦s de 50 a?os, la frase de Broch deviene todav¨ªa m¨¢s cierta. Vista la imperativa necesidad de agradar y de obtener as¨ª la atenci¨®n del mayor n¨²mero posible de personas, la est¨¦tica de los mass media es inevitablemente la de lo kitsch; y a medida que los mass media cercan e infiltran nuestra vida, lo kitsch se va convirtiendo en nuestra est¨¦tica y nuestra moral cotidianas. Las personalidades pol¨ªticas son juzgadas por los votos de la popularidad; los libros, por las listas de los best sellers. Hasta una ¨¦poca reciente, el modernismo significaba una rebeli¨®n no conformista contra las ideas recibidas y lo kitsch. Hoy, la modernidad se confunde con la inmensa vitalidad medi¨¢tica, y ser moderno significa un esfuerzo desenfrenado por estar al d¨ªa, por estar conforme, por estar todav¨ªa m¨¢s conforme que los dem¨¢s. La modernidad se ha vestido con la ropa de lo kitsch.
Los ag¨¦lastes, la no-reflexi¨®n de las ideas recibidas, lo kitsch, son el ¨²nico y el mismo enemigo tric¨¦falo del arte nacido como el eco de la risa de Dios, y que ha sabido crear ese fascinante espacio imaginario en el que nadie est¨¢ en posesi¨®n de la verdad y en el que cada uno tiene el derecho de ser comprendido. Este espacio imaginario de la tolerancia naci¨® con la Europa moderna, es la imagen de Europa, o al menos nuestro sue?o de Europa, sue?o traicionado muchas veces, pero, no obstante, lo suficientemente fuerte como para unirnos a todos en la fraternidad que rebasa con mucho el peque?o continente europeo. Pero sabemos que el mundo de la tolerancia (la tolerancia, imaginaria, de la novela y la tolerancia, real, de Europa) es fr¨¢gil y perecedero. Se ven en el horizonte los ej¨¦rcitos de ag¨¦lastes que nos acechan. Y precisamente en estos tiempos de guerra no declarada y perpetua, y en esta ciudad de destino tan dram¨¢tico y cruel, yo me he decidido a no hablar m¨¢s que de la novela. Posiblemente hayan comprendido ustedes que no se trata de una forma de evasi¨®n por mi parte ante las cuestiones llamadas graves. Porque si la cultura europea me parece hoy amenazada, si lo est¨¢ desde el exterior y desde el interior en lo que tiene de m¨¢s valor -su respeto por el individuo, por su pensamiento original y su vida privada-, me parece que esta valiosa esencia del individualismo europeo est¨¢ depositada, como en una caja de plata, en la sabidur¨ªa de la novela. Es a esa sabidur¨ªa a la que quer¨ªa rendir homenaje en este discurso de agradecimiento. Pero ha llegado el momento de detenerme. Estaba olvidando que Dios se r¨ªe cuando me ve pensar.
CopyrightMilan Kundera.
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