Museo del porvenir
Apenas abre el museo sus puertas surjen de la eternidad rostros famosos, ilustres desconocidos, generales cargados de gloria. Nacen cada cual en su lienzo, se asoman a su marco como al de una ventana ante los visitantes que, gu¨ªa en mano, vienen a conocerlos.El portero corre los tremendos cerrojos, el torniquete entona su cantar mon¨®tono, y los reyes, diosas, h¨¦roes comienzan a narrar su historia particular. Ya Ambrosio de Spinola brilla como sus famosas lanzas, y Carlos IV y familia posan para Goya a?os antes de ser prisionero de Napole¨®n.
Es la hora en la que las figuras de El Greco vuelan hacia el cielo de formas, lejos de las de Rubens o la audaz fantas¨ªa de El Bosco.
M¨¢s tarde, a medio d¨ªa, es el momento del comer asc¨¦tico o apresurado, de Isidros internacionales, de parejas que, camino del oto?o, acusan cada d¨ªa el paso de los a?os.
La pintura espa?ola suele ser su favorita: Vel¨¢zquez, retratista de reyes y caballos que nunca lleg¨® a montar tras ser probados por el monarca, mansas jacas de reinas, generosas de alzada o cortas de cuello y ancho pecho. Es tambi¨¦n la de santos de El Greco, de sus retratos que meditan o contemplan el m¨¢s all¨¢ de la lechera de Burdeos que nos mira, vecina de la maja desnuda que en la vestida defiende su desnudo pudor.
El arte y el tiempo
M¨¢s all¨¢ y a su lado, en otros cuadros, la aristocracia, la burgues¨ªa y sobre todo el pueblo de Madrid, se dan cita en el r¨ªo sin saber que a poco tendr¨¢n la guerra all¨ª.
Cuando las puertas del museo se cierran, el frenes¨ª de colores se apaga, quedando las salas en penumbra, rezumando silencio y a veces melancol¨ªa. A esa hora nunca se sabe bien cu¨¢l museo es verdad: si el que el espectador dej¨® pasar ante sus ojos o el mundo que parece dialogar con ¨¦l a lo largo de unas horas. Puede que tal espectador venga a ser Alberti o uno de tantos otros escritores que mojaron su pluma en sus colores, en lo mejor de la pintura espa?ola.
Asegura Eugenio d'Ors que, en ocasiones, el tiempo colabora con el arte; tal sucede en el caso de Ribera, y la cosa no importa demasiado, pues las obras se han de ver como son, lo mismo que las ciudades, creadas por los arquitectos y el tiempo no como quisieron los pintores. Peor es la amenaza que hoy d¨ªa los acecha: el aliento de tanto visitante, el fuego, el tr¨¢fico y sus humos, incluso ese reflejo que a trav¨¦s de las ventanas ti?e de rojo los lienzos de las salas inferiores.
Una historia que empieza
Esa niebla que desde fuera entra no es ciertamente la de Par¨ªs, de un r¨ªo caudaloso que Madrid, ya sabemos, no tiene, ni la de Londres, t¨®pica y literaria, sino tupido tel¨®n que esconde tras los cedros y estatuas que le adornan sus obras perpetuas que perduran en rededor.
Tras ellas duermen los personajes que el doctor Basua someti¨® a lo que hoy llamar¨ªamos un chequeo m¨¦dico, en el que apunt¨® s¨ªntomas y dolencias por los que sabemos que los bufones de Vel¨¢zquez eran hombres normales seg¨²n sus retratos. Solamente Pablillos de Valladolid debi¨® de ser un imb¨¦cil con su vaga mirada, su labio inferior colgante, su barba escasa y su gesto arrogante. Parece mal hecho y, como el mismo museo, a punto de crecer.
Ya se sabe que los museos cuando est¨¢n vivos lo hacen, cambian, menguan o se ampl¨ªan, seg¨²n el gusto de cada ¨¦poca, cuando no de la opini¨®n general. El del Prado no pod¨ªa ser menos: sus obras se eternizaban, detenidas la mayor parte de las veces por falta de caudal. Hoy que el museo recuper¨® su autonom¨ªa, es de esperar que esas obras finalicen, respire otra vez su luz de siempre, no llegue a sus salas el rumor del tr¨¢fico y vuelva a ser lo que fue: una historia que empieza, pero que nunca termina por donde va la vida de tantos espa?oles.
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