Terenci del Atlas / 2
La divina foresta spessa e viva, ch'a Ii occhi temperava il novo giorno... (Purgatorio)
De entre todos los falsos gu¨ªas, Jabil era el ¨²nico que vest¨ªa a la usanza que llamamos occidental. Unos tejanos que dirianse cincelados sobre su cuerpo y una camisa roja, con r¨®tulos gigantescos anunciando la ciudad de Los ?ngeles. No deja de constituir un flagrante atentado contra el tipismo nacional. Pero no es una anomal¨ªa. De hecho, Jabil afirma y niega a la vez esa Medina donde naci¨® y creci¨®, contradici¨¦ndose en sus formas, bebiendo en la experiencia de edades pret¨¦ritas y al mismo tiempo desvi¨¢ndose hacia todos los art¨ªculos de consumo que llegan de fuera, como heraldos de un mundo superior. Quiere guiarme hacia las tiendas t¨ªpicas; quiere que compre a toda costa alfombras, damasquinados, piezas de vulgar marroquiner¨ªa e incluso paquetes de especias; pero ¨¦l se detiene ante las tiendas de tocadiscos, insin¨²a que le regale una casete de Los Beatles -ignora que, con ellos, se fue mi juventud- y le tientan esos puestos bastardos donde las bolsas Adidas alternan con los zapatos de tenis para j¨®venes que nunca jugar¨¢n al tenis.
La negaci¨®n cultural de Jabil resulta m¨¢s grave cuando descubro en su rostro el sombreado de los hombres del desierto. Pero al mismo tiempo, completa el regalo con una total identificaci¨®n con el legado cl¨¢sico. Dir¨ªase un pr¨ªncipe bereber que adopt¨® el perfil de una estatua helen¨ªstica. La propuesta es inquietante. ?Qu¨¦ gota de sangre esquiva, qu¨¦ espermatozoide aventurero parti¨® un d¨ªa de Volubilis, ciudad romana del Norte, y vino a los oasis del Sur para crear la fascinante hibridez de ese rostro? ?Qu¨¦ sustrato rom¨¢ntico ha conseguido conservar Jabil que no se encuentra en sus varios hermanos, tampoco en sus padres ni vecinos, s¨®lo en sus facciones, delicadamente trazadas por un tiral¨ªneas que tuviese vocaci¨®n perfeccionista?
Adem¨¢s, es severo. El aspecto risue?o que le otorg¨® una primera victoria sobre mi voluntad desaparece no bien llegamos a la gran plaza y la cruzamos para ingresar en los zocos. Camina a varios metros delante de mi paso y ni siquiera se vuelve para guiarme. Tomo esta actitud por un orgullo innato, que no me desagrada. No estar¨ªa de m¨¢s que Jabil me despreciase por mis pretensiones de comprador. Y aceptar¨ªa su desprecio, porque he llegado a Marraquech m¨¢s dispuesto a la humillaci¨®n que al halago. Despu¨¦s de todo, un joven principito bereber que lleva los tejanos con tal donaire tiene que derrotar a un catal¨¢n que s¨®lo piensa en tomar defensas. ?Mediocre actitud!
Catalu?a me educ¨® para desconfiar de todos los paisajes distintos, no s¨®lo de Grecia, sino simplemente de Emp¨´ries. Pero yo me deleduqu¨¦ con tanta rapidez que encuentro mi hogar en esas medinas ro?osas, en esos zocos envueltos en laberintos. No necesito otro gu¨ªa que las ansias de escapar a mis or¨ªgenes. As¨ª, cuando avanzo entre los objetos no hago sino sa ludar a mis parientes. Y del mismo modo que los tejanos y la camisa ilustrada de Jabil desconcertaron a mis ansias de fabulaci¨®n, le des concierta a ¨¦l mi familiaridad con la multitud, en esas callejas que por lo estrechas, convierten en multitud a cualquier grupo de transe¨²ntes.
De repente noto que Jabil y yo hemos iniciado un juego basado en la duda constante. Es obvio que no respondo a su modelo de turista: no estoy dispuesto a detenerme en las tiendas donde presumo que ¨¦l obtiene su peque?a comisi¨®n; no me limito a la abstenci¨®n: ni siquiera quiero molestarme en buscar. Posiblemente no sea yo rentable para Jabil. Como m¨¢ximo, intuyo un deseo de comprarle a ¨¦l, no por necesidad sino por la simple obligaci¨®n de destruir. Cien, dhirams a destiempo har¨¢n que su sonrisa deje de ser un hechizo y se convierta en un signo de servilismo.
Naturalmente, me equivoco. En cualquier caso yo ser¨ªa el siervo y Jabil el gran se?or. Debo reconocer que ofrezco el aspecto inequ¨ªvoco de una moneda con patas. Y encima, una moneda a la que ¨¦l se permite dejar atr¨¢s.
?Yo, que no necesitaba gu¨ªa, me siento estafado porque el gu¨ªa que eleg¨ª casi por obligaci¨®n no se digna ser mi acompa?ante, s¨®lo el guardi¨¢n que me precede a varios metros de distancia y ni siquiera se vuelve para recordar que existo! De manera que opto por mi derecho a la queja y recuerdo a Jabil las obligaciones que adquiri¨® al ponerse a mi servicio. Me cuenta entonces una rara historia. Como otros j¨®venes de Marraquech, acaba de alquilarse a alguien en cuya compa?¨ªa no puede ser visto. M¨¢s a¨²n: no puede aparecer junto a m¨ª, o a cualquier europeo, porque entre esas multitudes del zoco, que juzgu¨¦ inofensivas, andan polic¨ªas disfrazados de paisano con la ¨²nica misi¨®n de descubrirle. Para confirmar la veracidad de su historia me muestra unos penales inmaculados y su carn¨¦ de estudiante. Pero el seny catal¨¢n y la ofensiva necesidad de prudencia que decretan los libros de viaje franceses me hacen temer que me encuentro ante un delincuente habitual. ?Para cu¨¢ndo el navajazo en una esquina maloliente, ¨²ltima sorpresa que puede depararme la maravillosa sonrisa de Jabil?
PRINCIPITO ROCKERO
Se delimita el cambio de mundos, y la estampa occidentalizada de Jabil, pyincipito rockero al cabo, no parece tan an¨®mala. Todos los j¨®venes visten a la europea en los caf¨¦s m¨¢s o menos elegantes de Gueliz. Todos los comercios, oficinas, hoteles e incluso palacetes despiden el inequ¨ªvoco perfume de la colonizaci¨®n. Y en uno de los caf¨¦s m¨¢s reputados, La Renaissance, una sociedad eminentemente masculina (?d¨®nde est¨¢n las damas, en qu¨¦ har¨¦n?) deja pasar las horas con apat¨ªa, hojeando la Prensa de Par¨ªs, que algunos adolescentes pregonan entre las mesas, como enviados de los potentes quioscos de la avenida. En ellos, como en las librer¨ªas m¨¢s prestigiosas, el legado franc¨¦s contin¨²a imperando en calidad de fuente de cultura primordial.
Jabil contin¨²a con su juego de escondernos a los ojos del mundo y me lleva al ¨²ltimo piso de La Renaissance, y despu¨¦s, a la m¨¢s alta de sus terrazas. Desde esta atalaya vemos dibujarse las murallas tostadas del Marraquech genuino. Y su envoltorio m¨¢s suntuoso, el palmeral, que se ofrece como una gigantesca boca de verdor dispuesta a engullir parte de la ciudad moderna. Y las sombras livianas, casi so?adas, de las primeras estribaciones del Atlas, anunciando la presencia del mundo ber¨¦ber.
A mi lado, Jabil sonr¨ªe en libertad. En esta altura donde la polic¨ªa tur¨ªstica no podr¨ªa alcanzarle, su juego deriva hacia la ternura, la broma parece por fin permitida, las confidencias se dejan caer con un encanto genuino. Y cuanto m¨¢s me deslumbra su simpat¨ªa, m¨¢s me seduce su hibridez. Porque este doncel que vive con los ojos, puestos en una probable huida al mundo occidental va desnudando para m¨ª un alma que comulga en todos los atavismos, que habla con respeto de sus tradiciones y dicta sentencias llenas de sabidur¨ªa, como si sus 27 a?os estuviesen empapados de las leyes m¨¢s sensatas, dictadas en las mezquitas m¨¢s prestigiosas de Fez.
A partir de este momento, mi relaci¨®n con Jabil est¨¢ hecha de terrazas altas, aisladas del mundo, pero con el mundo a nuestros pies. Tendr¨¦ que conocer los caf¨¦s don de no se le acepta, los rincones de la ciudad vieja donde debemos esconder nuestra amistad. Seguiremos un juego furtivo, acaso un destino fatal que nos obliga a huir de una persecuci¨®n cuyos verdaderos alcances me escapan y de cuya veracidad dudo a cada instante. Pues mi instinto de conservaci¨®n -?maldito sea!- me impide entregarme completamente a los vaivenes que van proponiendo los cambios de humor de Jabil. Mis reservas son de car¨¢cter occidental -barcelon¨¦s, para mayor degradaci¨®n-, pero en los recove cos de Jabil se esconde todo el gusto oriental por la ambig¨¹edad. Y s¨®lo su sonrisa contin¨²a triunfando en ese juego de la huida perpetua, como si Pepe le Moko hubiese accedido en mi nombre a correr el mayor de los peligros s¨®lo por el hecho de salir de su escondite protector, bajo los arcos oscuros de la Casbah.
Jabil me incorpora a su Ramad¨¢n. Ayuno con ¨¦l durante el d¨ªa, y los dos corremos a tomar la sopa ritual cuando la sirena anuncia el fin de todas las penalidades y la ciudad queda completamente desierta. Entramos en cualquier restaurante barato, desde cuyos mostradores mugrientos unas due?as orondas van sirviendo raciones de jarira en cuencos de madera no demasiado propensos a la higiene. Jabil y yo devoramos la sopa sentados en la acera, en cuclillas, absortos en este instante de opulencia despu¨¦s del ayuno, tan solos como si el mundo hubiese terminado con el aullido mec¨¢nico de la sirena. Pero despu¨¦s corremos al hogar paterno y nos tendemos en las alfombrillas de su habitaci¨®n, esperando la primera cena, cuyo camino por el est¨®mago se cuid¨® de preparar la sacra sopa. ?Ah, esas noches calurosas de junio en los patios abiertos de una casa perdida entre infinidad de arcos, murallas, fuentes ycallejas que se cierran a s¨ª mismas dando la espalda a otras mil callejas, invisibles ya! Patios reci¨¦n enjalbegados, con sus cenefas de azulejos que disparan un azul di¨¢fano, la estrella llamada Venus all¨¢ en lo m¨¢s alto de la noche, los geranios sedientos que cuelgan del piso superior, las habitaciones sobre cuyos camastros nos api?amos para fumar el hash (algo que Jabil no osar¨ªa hacer delante de su padre, tan majestuoso en su imprecisa vejez). Patios que van repitiendo su identidad noche tras noche, mientras el aroma del pan que se est¨¢ tostando va a mezclarse con las innumerables fragancias de la tajin, que parece resumir todas las especias de Marraquech...
As¨ª, en la absoluta reserva de la tradici¨®n, en esta peque?a habitaci¨®n donde un viejo p¨®ster de los Rolling alterna con estampas de La Meca y fotos de La Fayuz, Jabil se despoja de su imagen occidental y reaparece seg¨²n la usanza t¨ªpica, con su t¨²nica impecable, sus delicadas babuchas y el orgullo de personificar por un instante a los guerreros que hace siglos Regaron de las monta?as para levantar los muros de Marraquech en medio de un derroche de palmeras.
LA ESCRITURA REGRESA
El dios de estas tierras me ha concedido el milagro que me negaron los santos y v¨ªrgenes de la m¨ªa. ?Vuelvo a escribir! Gracias a Jabil y sus misterios, salgo de la imposi bilidad a que me vi condenado desde cierta cura de sue?o. La pasi¨®n de describir a Jabil en sus ambientes me impulsa a salir de m¨ª mismo, me impulsa a anotar frases dispersas sobre el primer folleto tur¨ªstico que tengo a mano. No importa si se refieren a las calles del zoco o a los jacarand¨¢s que manchan de azul las avenidas de Guilez. No existe la angustia de la hoja en blanco, pues voy escribiendo mis impresiones encima de un alminar de Mekn¨¦s o alrededor de un arco lobulado en alg¨²n palacio de Rabat. Presiento que el mundo entero vuelve a ser una c¨¢rcel de belleza, y los rizos oscuros de Jabil se convierten en la fuente de una inspiraci¨®n que dej¨¦ de sentir. Lentamente voy rompiendo el en cierro en que me dej¨® sumido un muy simple fracaso de amor. Acabo de empezar un nuevo siglo. Y un calendario de la habitaci¨®n de Jabil me recuerda que, gracias a la h¨¦gira, estoy viviendo en 1408. Lo tengo claro. El para¨ªso ser¨¢ para los desplazados y para todos los hu¨¦rfanos de la tempestad.
LOS DOMINIOS DEL TIT?N
Me encuentro en soledad absoluta, en la cumbre m¨¢s alta del Atlas. Todas mis opciones de ayer se han convertido en rechazos. Y en el camino que lleva a Uazarzat me pregunto qu¨¦ es esa ciudad, por qu¨¦ no quiero ir a ella, de qu¨¦ va a servirme. Ante mis ojos, una monta?a cuyo nombre no anoto, resulta ser una r¨¦plica exacta de la Pedrera de Gaud¨ª. La alucinaci¨®n no est¨¢ s¨®lo permitida: es suplicada.
Cuando se llega al otro lado del Atlas, a cualquiera de las subdivisiones que va recibiendo el Atlas, el alma est¨¢ muy lejos de sentirse ge¨®grafa. ?De qu¨¦ podr¨ªan servirle las nomenclaturas si se limita a buscar la huida? El alma se complace en la derrota, y cuando escapa lo hace sin aliados y lo hace sin mapas. Todo lo m¨¢s, atiende a una voz m¨¢s desesperada que las otras, y busca entre los senderos de la memoria aquel que ha de llevarle hacia alguna novela de aventuras, o alg¨²n filme de expedicionarios suicidas. Esto es el Atlas para el alma errante. Todas las subdivisiones -alto, bajo, anti Atlas- quedan resumidas en el ensue?o y acaso en la escultura de aquel tit¨¢n de gran prestigio que sosten¨ªa el mundo sobre sus espaldas. Cada arteria, cada b¨ªcep, cada ¨ªnfimo m¨²sculo de este: brazo gigantesco se dobla en rincones caprichosos, que han de ofrecer al alma solitaria continuas sorpresas, cuando no sobresaltos. Los pectorales del tit¨¢n se contraen para albergar en lo m¨¢s profundo encantadores valles que dir¨ªanse pirenaicos; pero los brazos, al relajarse despu¨¦s del ejercicio, se extienden completamente para sostener una desesperante sucesi¨®n de zonas muertas, espacios bald¨ªos por los que la vista se pierde, el horizonte se vac¨ªa y el alma, lejos de serenarse, encuentra una r¨¦plica adecuada a la soledad que transporto desde Marraquech. Empiezo a entender que para so portarla conviene ser tit¨¢nico como el dios de tronco m¨¢s robusto a¨²n que el mundo. ?Qui¨¦n tuviese fuerza para soportar el mundo interior, siempre m¨¢s siniestro y apocal¨ªptico que todos los desprop¨®sitos de Natural.
Un autom¨®vil de alquiler sustituye, en el siglo, a los pacientes jamelgos de otros tiempos, a las caravanas privadas de otros peregrinajes. Y con la ¨²nica compa?¨ªa de este ente mec¨¢nico y el ejemplar de la Commedia, salgo de Marraquech a toque de alta, dejo atr¨¢s la esplendorosa luminotecnia del palmeral abri¨¦ndose a la primera luz, abandono los ¨²ltimos vestigios de vida en los cultivos de la planicie y avanzo hacia las monta?as del Mito, hacia esos 1.300 metros del Tizin n'Tichka, desde cuyo mirador de vasto alcance me siento con ¨¢nimos para gritar un refr¨¢n famoso en el repertorio cinematogr¨¢fico: "?Madre, estoy en la cima del mundo!". Pero esta exclamaci¨®n, proferida en lo m¨¢s tope de un enorme tanque de petr¨®leo,, cost¨® ya la vida a James Cagney, lanzado al cielo entre estent¨®reos nubarrones de fuego.
La inconsciencia se permite a s¨ª misma notables devaneos. En lo m¨¢s parecido al peligro que el conductor ha podido considerar (¨¦l es, fatalmente, el producto de la conducci¨®n urbana: un hijo de los sem¨¢foros, no de los abismos), llega el descubrimiendo del mundo f¨ªsico, cuya presencia nunca entr¨® en sus planes. La riqueza mineral del Atlas absorbe por completo a esa alma que hasta hoy s¨®lo repar¨® en las piedras si estaban prestigiadas por su ubicaci¨®n en alg¨²n templo antiguo. Todos los estilos amados se derrumban ante este templo gigantesco que es el Atlas en s¨ª mismo y en cualquiera de sus particiones. Laderas polvorientas a las que se a?aden riscos serpenteantes, pelda?os naturales que crean escaleras sin retorno, pe?as escarpadas que vomitan cascajos de lluvia hacia lo m¨¢s profundo de un vientre natural formado por pliegues negros que se resquebrajan para revelar delicadas venas p¨¦treas, ¨²ltimos restos de antiguos monstruos cuyo esqueleto fosilizado decidi¨® elevarse hasta las nubes y dejar constancia de la absurda fugacidad del titanismo. Y entre tantos antojos geol¨®gicos, el brillo verde de las amatistas que los nativos, arrancan del coraz¨®n del Atlas para ofrecerlas a los viajeros. (Aunque es cierto que puede ser una falsificaci¨®n, y no la preciosa piedra que pregonan.)
La soledad del viaje, que es la del alma, va creando s¨ªmiles con cada nuevo abismo que propone la carretera. Esta soledad es elegida, porque promet¨ª a Jabil que me acompa?ar¨ªa en mi viaje al Sur. Y s¨®lo la maldita adopci¨®n de mis defensas occidentales es culpable de que no tenga ahora el consuelo de su sonrisa, y aquella sabidur¨ªa peque?a pero segura que, en las noches de Marraquech, me sirvi¨® de escudo y arma.
La miserable adopci¨®n de mis defensas me convirti¨® en un maleducado. En un ¨²ltimo, mediocre instante tem¨ª transportar al Atlas la ambig¨¹edad de nuestra relaci¨®n, me asust¨® proseguir entre pe?ascos la batalla entre el posible comprador y el posible vendido. A causa de este pavor mezquino -por tanto, ni siquiera pavor- obtengo ahora un castigo ejemplar. Pude haber tenido junto a m¨ª la sonrisa de Jabil, enfrentada por fin a un paisaje que le servir¨ªa de correspondencia. En cambio, tengo continuamente tu rostro pegado al parabrisas, record¨¢ndome toda la agon¨ªa del pasado reciente, poniendo en el paisaje una continua revelaci¨®n del infierno...
?Cu¨¢nto mejor ser¨ªa la pugna constante por adivinar la verdadera identidad de Jabil! Le hab¨ªa dado cita a la puerta del hotel y, en una noche de aut¨¦ntica pesadilla, decid¨ª partir sin ¨¦l, una hora antes de lo acordado. Empiezo a pagar por mi abandono. Le imagino esperando en la esquina, escondiendo por pudor la bolsa de viaje, v¨ªctima de las bromas de sus compa?eros de indigencia. Entre pe?ascos agrestes evoco sus promesas para el momento en que alcanz¨¢semos la libertad, lejos de las murallas de su ciudad natal. Promesas de amor no realizado por el peso que esa ciudad colocaba sobre su esp¨ªritu. Un eterno aplazamiento que desviaba mis intenciones y, al mismo tiempo, las intrigaba. ?Correspond¨ªa a la ficci¨®n esa castidad de que hac¨ªa gala cuando entr¨¢bamos en el cuartucho del misterioso hotel de la Medina? Tal vez fuese el m¨¢s h¨¢bil entre todos los prostituidos del Magreb, pero tambi¨¦n pod¨ªa ser el m¨¢s sincero entre todos los hijos de la mejor familia. Y para rematar la iron¨ªa de mi soledad, era incluso posible que fuese sincero sin reservas.
Me acog¨ª a la filosof¨ªa de la prudencia, que suele ser tan mala consejera. Visto que tom¨¦ a Jabil como acompa?ante fijo, aun sin necesitarle, la corrosi¨®n de la duda entraba en los derechos de mi bolsillo. ?Me respond¨ªa Jabil con un afecto de pago? Algo peor todav¨ªa. Empez¨® a ejercer un af¨¢n de dominio que se posaba en cada uno de mis gestos, que absorb¨ªa cualquier decisi¨®n, cualquier inter¨¦s. La sonrisa que me deslumbr¨® establec¨ªa de repente un almanaque de prohibiciones: desde los lugares que no me conven¨ªa frecuentar a la gente que resultar¨ªa insano tratar. La dictadura del doncel me divirti¨® al principio del d¨ªa, pero hizo nacer un odio intenso al caer la noche. Cada uno de sus avances se me antojaba un paso en falso, que s¨®lo serv¨ªa para ponerme en guardia contra ¨¦l. El peque?o, vulgar dinero para un paquete de tabaco rubio se convert¨ªa en treta de sablista de oficio y atentado contra la libertad de las relaciones. Tan mezquina es mi herencia mental que no calcul¨¦ el valor que para Jabil ten¨ªa el dinero. S¨®lo iba acumulando odio porque tem¨ªa ser, a sus ojos, el t¨ªpico panoli de la opulencia occidental. Y al proseguir el juego entre su ternura y su severidad, mi simpat¨ªa desapareci¨® completamente, porque me sent¨ªa v¨ªctima de la ficci¨®n. ?Tan hundido estoy como para no encontrar en nuestras relaciones todo el encanto de la ambig¨¹edad?
Yo soy un miserable. Mi vileza acaba de aflorar sin barreras que la limiten. Todo mi equipaje mental, fruto de tantas cosechas en los razonables bazares de Barcelona, me ha llevado a dejar atr¨¢s la ¨²nica posibilidad de vida que me quedaba. Soy definitivamente un cerdo lleno de seny. Acabo de vender a mi dulce amigo de las noches de la Medina por una certeza vulgar. ?La tranquilidad antes que la pasi¨®n! Es justo castigo de los genios de esas monta?as que no obtenga ninguna de las dos cosas.
EN LA CUMBRE
En el mirador de la cima, la vida vuelve a revelarse de acuerdo con los caprichos de Natura, y el paisaje deja de ser violento, las rocas dejan de pertenecer a un planeta de muertos. Se anuncia a mis pies un valle delicioso, preludio de una ruta jalonada de experiencias id¨ªlicas. Se produce un despliegue de almendros en flor, cuya armon¨ªa dir¨ªase creada por el colmo de la despreocupaci¨®n, ya que se remonta por las pe?as m¨¢s escarpadas que pudo so?ar un demente, y las va decorando para que parezcan un biombo carmes¨ª. Esos almendros de floraci¨®n tard¨ªa descienden por otras laderas hasta encontrarse con los campos de olivos, rompecabezas de hojas plateadas que dejan asomar, a su vez, testas de palmeras ind¨®mitas, avanzadilla del imperio que este ¨¢rbol ejerce a lo largo del r¨ªo llamado Dra. Su curso se adivina desde el muro divisorio que es la mole del Tizin n'Tichka, y m¨¢s arriba, donde las monta?as vuelven a remontarse hacia las nubes, cuelgan como terrazas de lujuria multitud de cultivos que van formando sinuosos vergeles, en cuyo interior las cosechas forman una inmensa bandera de colores que no sabr¨ªa atribuir a ninguna naci¨®n: el amarillo intenso del trigo y el verdor oscuro de una cebada que acabase de recibir el desag¨¹e de las nieves que se forman en esas cumbres no bien llega el invierno y el Tizin n'Tichka queda encerrado en s¨ª mismo, pr¨®fugo de la atenci¨®n del mundo.
Este aullido de la vegetaci¨®n es un milagro que auspicia al pintoresquismo, desde el m¨¢s banal al m¨¢s selecto. ?Y si la mano del tit¨¢n que sostiene esos montes hubiese cuidado de pulverizar el paisaje entero con un producto de florister¨ªa de los que dan a las plantas un esplendor artificial pero presentable? En cualquier caso, es una frivolidad que atentar¨ªa contra la severa ordenaci¨®n que me est¨¢ aguardando. Cualquiera sea el brillo vegetal que Flora deposit¨® entre las pe?as aguerridas, la diseminaci¨®n de habit¨¢culos bereberes que empiezan a jalonar la carretera aporta un grado de severidad extrema, como una respuesta de la tierra original puesta en manos del hombre para domesticarla. Empieza el dominio de las casbahs, con sus torres altivas evocando un espectacular curr¨ªculo de guerras tribales, luchas de conquista y reconquista, severas reuniones de pr¨®ceres, y hoy, simplemente, almac¨¦n de cosechas.
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