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Tribuna:
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Los domingos del barrio

Desde la ¨¦poca en que Domitila se cas¨®, desde aquellos inmemoriales tiempos en que asfaltaron las ¨²ltimas calles adoquinadas, Manolo sal¨ªa los domingos antes de que amaneciese. Apenas hab¨ªan empezado a calentar cafeteras los bares de desayuno con precio especial hasta las once, y ya Manolo regresaba de hacerle el inventario y balance al barrio. Con los a?os, m¨¢s que detectar alteraciones urban¨ªsticas o comerciales, durante aquellos paseos al amanecer por las calles solitarias picoteaba recuerdos, perd¨ªa la pista de pensamientos vagabundos. El lunes, al recuperar el ritmo de la rutina, contabilizaba escrupulosamente los cambios, acaecidos o anunciados, en las tiendas, los solares y el personal. Manolo, al final de su desva¨ªda adolescencia, se hab¨ªa quedado en el barrio como quien se va de misi¨®n a tierra de infieles.A partir de la invasi¨®n del comercio de material audiovisual e inform¨¢tico (rama que para Manolo constitu¨ªa una in¨²til anticipaci¨®n del futuro) se sent¨ªa menos responsable de la vida colectiva. La desaparici¨®n de una vieja tienda, hasta las v¨ªsceras que al barrio le arrancaban, dejando artificiosas e inacabadas plazas, la desaparici¨®n de las farolas (que luego repusieron por unas de imitaci¨®n), eran atentados que le escoc¨ªan menos de lo que le indignaban. Cuando le lleg¨® la edad de percibir el paso del tiempo, decidi¨® ignorar los cambios y gustar la provisionalidad de lo permanente. Un d¨ªa hab¨ªa pensado que, por mucho que se estuviese acelerando la transformaci¨®n del mundo, a¨²n m¨¢s deprisa cumpl¨ªa ¨¦l a?os. El barrio, siendo otro, todav¨ªa (por desgracia, seg¨²n Rosa) continuaba siendo el mismo en el que hab¨ªa nacido, y aunque era ya un garaje atestado, ser¨ªa reconocible hasta bastante despu¨¦s de que ¨¦l muriera.

Ahora que sus dos sobrinas llevaban la mercer¨ªa, bajo su relajada supervisi¨®n, se hab¨ªa hecho a la idea de que no tardar¨ªan en convertirla en una elegante ropavejer¨ªa para gente cruda. Tambi¨¦n ¨¦l, al morir su madre, hab¨ªa ido suplantando en la tienda, quiz¨¢ con mayores miramientos, a su padre. Tambi¨¦n su padre (pero Manolo rehu¨ªa aquellos recuerdos) se hab¨ªa ido aficionando a la desocupaci¨®n, a las man¨ªas, a la enfermedad. Despu¨¦s, Manolo lleg¨® a estar convencido de que se casar¨ªa con Domitila, tuvo lugar el sanguinario crimen de la calle de Cordeleros, Cayetano traspas¨® la taberna, y en el barrio se abri¨® la primera cafeter¨ªa a la americana.

A pesar de que Rosa, a aquellas horas tempranas, sol¨ªa tener adusto el ¨¢nimo, Manolo la telefoneaba, e invariablemente recib¨ªa la respuesta de que a la tarde ya sobrar¨ªa tiempo para chichisbeos. Si no le apetec¨ªa entretenerse con alguna chapuza casera, sal¨ªa para misa. Si no se quedaba traspuesto durante el serm¨®n, a la mitad del sacrificio se sal¨ªa al atrio a esperar al concejal del distrito para preguntarle si la autoridad municipal era consciente de la mamarrachada de festejos con los que intentaba provocar, a la usanza de las aut¨¦nticas verbenas, la participaci¨®n del vecindario. Pero frecuentemente la ma?ana se le pasaba en un suspiro, con la llave inglesa entre las manos o con el misal en un bolsillo de la chaqueta.

Demasiados parientes y amigos, desde que Manolo sirvi¨® en ?frica, hab¨ªan escapado a otros barrios de la ciudad, a otras ciudades, incluso a otros pa¨ªses. Pocos se dejaban caer cada tanto de visita. Alg¨²n chico, hijo de los que se casaron pronto, hab¨ªa regresado a donde nunca, o apenas, vivi¨®, aunque eleg¨ªan siempre una de aquellas casas levantadas sobre los solares de la especulaci¨®n, con una hip¨®crita fachada que, como fingiendo que no le hab¨ªan partido la cara al barrio, presum¨ªa de conservar la fisonom¨ªa tradicional. Con todo, al mediod¨ªa, Manolo encontraba por las concurridas calles suficientes rostros a los que devolver el saludo, y excepto los domingos de agosto, rara vez los de su edad ten¨ªan que completar la partida con un joven.

Antes de darle al naipe, y aun sabiendo que ella alegar¨ªa tener bastante con la cocina para dedicarse al aperitivo, Manolo telefoneaba a Rosa y le invitaba a un verm¨² con aceitunas. Si tras el tercero beb¨ªa un cuarto, la euforia le quitaba el hambre y, sin pasar al comedor del fondo, se largaba hacia el Suroeste, hasta los confines del barrio. All¨ª todav¨ªa era posible sentarse en un pretil a ver pasar la basura que arrastraba el r¨ªo y no asfixiarse con los escapes de los camiones. Mientras no lloviera, helase o abrasase, lejos de las esquinas diarias el esp¨ªritu se enardec¨ªa y se encabritaban las ilusiones. Parec¨ªa f¨¢cil, como ya cumplido, convencer a Rosa de que ¨¦l era un hombre de car¨¢cter, no de car¨¢cter aparente o hasta jactancioso, como el de tantos, pero s¨ª constante y formal. La prueba era que ¨¦l sab¨ªa sufrir sin que la gente se percatase.

Deb¨ªa reconocer, cuando ya le hab¨ªa de servir para poco, que ¨²ltimamente hab¨ªa aprendido a sufrir menos. O a pensar los sufrimientos, como si fuesen asuntos. A lo que no aprend¨ªa, sino al rev¨¦s, era a desterrar los malos sue?os. ¨²ltimamente, el tercer s¨¢bado del mes, despu¨¦s de haber desfogado con una de confianza, regresaba a medianoche sin remordimientos y sin amargura, contento de no habitar en otra parte de la ciudad. Y, sin embargo, a los pocos d¨ªas, la noche m¨¢s imprevista so?aba de nuevo que, mientras regresaba sosegado y so?oliento, las calles conocidas sucesivamente se mudaban en plazuelas y encrucijadas que nunca hab¨ªa visto, en unos oscilantes lienzos que le desorientaban angustiosamente y que le imped¨ªan entrar en el barrio.

Tanto si se encontraba a la orilla del r¨ªo como si se peinaba ya frente al espejo o se echaba colonia en la pechera de la camisa, Manolo se pon¨ªa en movimiento, utilizaba los pies para desmenuzar la horrorosa pesadilla del laberinto. Era frecuente, por tanto, que se encontrase dando vueltas sin rumbo por las proximidades del bar de su cita dominical con Rosa. Tambi¨¦n era frecuente, en oto?o, que se detuviera a especular con alguien sobre la inminente llegada de los recibos de la contribuci¨®n. En verano no faltaba quien le comunicase que en el cine Olimpo, como en los a?os felices durante los que fue teatro, iban a dar una temporada de zarzuela. Cuando, en invierno, a aquella hora de la tarde, en el cielo s¨®lo quedaban unos hilos descoloridos, Manolo se deten¨ªa en la plaza de la fuente a contemplar la bulliciosa partida de los autobuses de las pe?as futbol¨ªsticas, la algarab¨ªa de los pitos y de los bombos, las banderas ondeantes, con alternativa monoton¨ªa, de uno y otros colores.

A los unos y a los otros les preguntaba qui¨¦n era el rival y les deseaba la victoria. Curiosamente, ya no se preguntaba a s¨ª mismo (y es que lo hab¨ªa olvidado) cu¨¢ndo y por qu¨¦ hab¨ªa perdido la afici¨®n al f¨²tbol. Le gustaba o¨ªr las discusiones de los forofos, informarse de los premios millonarios de las apuestas y, eso s¨ª, se alegraba cuando ganaba Espa?a. De repente, el tiempo que estaba perdiendo se le echaba encima y, en ocasiones, al entrar Manolo en el bar, Rosa hab¨ªa pedido ya las tazas de chocolate y los mojicones.

Luego, con el primer sorbo a su copa de aguardiente, a Rosa se le desataba la lengua, y Manolo, grave y complacido, escuchaba el torrente de sucedidos de la semana, sus derivaciones a los sucedidos de la semana anterior, del mes anterior, a los acontecimientos de d¨¦cadas perdidas en la bruma. Manolo s¨®lo tem¨ªa que Rosa, mientras hablaba, pegase la hebra con alguna conocida de las mesas vecinas. Intensificaba su expresi¨®n atenta, intercalaba gestos o monos¨ªlabos, encargaba otra ronda de aguardiente cuando las frases de Rosa se espaciaban. El silencio ca¨ªa bruscamente, y Manolo, carraspeando, se estrujaba el cerebro, porque, efectivamente, a los pocos segundos Rosa ya le instaba a que ¨¦l contase lo que tuviese que contar. Pero, por lo general, nada m¨¢s empezar a hablar Manolo, Rosa le interrump¨ªa, puesto que eso mismo ya se lo hab¨ªa dicho el martes, cuando la telefone¨® a la hora de la cena, o en la mercer¨ªa el mi¨¦rcoles, o el viernes, justo frente al ambulatorio. Y es que, como Rosa ten¨ªa archicomprobado, ¨¦l, Manolo, llevaba una ¨¦poca con la cabeza m¨¢s a pajaros de lo usual, a causa, sin duda alguna, de andar desde la ma?ana a la noche chateando con los amigotes o zascandileando, a saber con qui¨¦n, por las calles c¨¦ntricas.

Manolo se recompon¨ªa, acumulaba valor para expresar la inexpresable verdad de su vida ¨ªntima y, como preludio, le contaba a Rosa que en el Olimpo iban a dar una temporada de zarzuela. Rosa precisaba que a Manolo ¨²nicamente le gustaba la zarzuela arrevistada, por las coristas. Entonces Manolo, sin m¨¢s pre¨¢mbulos, le confesaba que algunas noches so?aba que Domitila mor¨ªa y ¨¦l se quedaba viudo. Pero lo normal era que Rosa, hubiera o no establecido conversaci¨®n con alguna conocida de las mesas vecinas vigilase con ojeadas a la pantalla la marcha de la programaci¨®n, y a veces el propio Manolo acababa hipnotizado por la serpiente de forma rectangular. En todo caso, el momento de la marcha se presagiaba con variable antelaci¨®n, y siempre, en aquella hora de la tarde acabada, Manolo sufr¨ªa una resignada murria, la imprecisa certidumbre de que, a la larga, el car¨¢cter s¨®lo vale para equivocarse m¨¢s.

El aire de la noche le reanimaba, y comenzando la lenta paseata con arreglo siempre a id¨¦ntico itinerario hasta la casa de Rosa, ¨¢speramente, como ella hablaba y quiz¨¢ le gustaba que le hablase, Manolo, bas¨¢ndose en que ya estaba bien, le exig¨ªa que de una pu?etera vez se casaran. Algunos domingos, Rosa escuchaba con la cabeza gacha, se deten¨ªa incluso cuando ¨¦l se paraba, le miraba a los ojos. Otras noches argumentaba que, precisamente por la edad de ambos, pod¨ªan tomar la cosa con calma y sentido com¨²n, sin las urgencias rijosas de la juventud ni la obligada precipitaci¨®n de los viejos. Manolo rejuvenec¨ªa y le arrancaba a Rosa una promesa de pronta aceptaci¨®n. Sin que fuese posible descubrir la causa, no faltaban domingos en que Rosa se negaba en redondo a tratar semejante patochada, y no porque temiese que Manolo le saliera camastr¨®n, ni porque ella tuviese otros planes o, que Dios la librara, se le hubiese metido en la cabeza otro hombre, ni menos porque no le guardase consideraci¨®n o se dejase influir por los muchos defectos que a ¨¦l le acarreaba su falta de car¨¢cter y su chaladura de creerse la conciencia del pr¨®jimo, sino, sencilla y llanamente, porque, si en tiempos ella misma hab¨ªa disuadido a su prima Domi de que se casase con Manolo, mal pod¨ªa, al presente, convencerse a s¨ª misma de lo ¨ªdem. En el portal, d¨¢ndose un apret¨®n de manos de despedida, indefectiblemente Rosa le invitaba a ver la pel¨ªcula mientras cenaban, e indefectiblemente, demostrando que ¨¦l tambi¨¦n sab¨ªa decir no, Manolo declinaba la invitaci¨®n.

Aunque, de pronto, sent¨ªa el cansancio del ajetreo del domingo, a¨²n daba un caprichoso rodeo por calles que, ignorando el motivo, prefer¨ªa desde la infancia. Ahora que determinada zona del barrio sol¨ªa ser cabecera de manifestaciones sindicales, le extra?aba m¨¢s, en tanto se acercaba a su bar habitual, atisbar a los muchachos embadurnando las paredes de pintadas. Manolo pensaba que quiz¨¢ en otro lugar de la Tierra ¨¦l no se habr¨ªa disuelto en el ambiente, pero ¨¦l sab¨ªa, aunque tardase en recordarlo, que en otro lugar no habr¨ªa nacido. En la plaza de la fuente, derrotados o vociferantes, desembarcaban de los autobuses. Las sobrinas, que eran chicas responsables a pesar de sus ideas, hab¨ªan dejado bien cerrada la persiana met¨¢lica de la mercer¨ªa.

Entraba en el bar y olvidaba a Domitila. Luego, ya camino de la cama, el bicarbonato en lucha con los huevos duros, los calamares fritos y el vino de la velada, Manolo, precavi¨¦ndose de la noche y sus fantasmas, se atrev¨ªa a considerar que probablemente ¨¦l, cuando la noche m¨¢s imprevista la so?aba, so?aba al contrario la pesadilla del laberinto.

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