?Adi¨®s, mi viejo amigo...!
En mitad del verano, cuando las grandes ciudades est¨¢n pr¨¢cticamente vac¨ªas y todos escapamos a nuestro mundo habitual, en un ritual aturdimiento que nos protege como coraza de amnesias, Jos¨¦ Mar¨ªa Castro y Calvo se march¨® de este mundo, con tal discreci¨®n y silencio que nadie se enter¨®. Muri¨® en su domicilio de Barcelona, durante el sue?o de la tarde: sin duda, Dios tuvo en cuenta su obsesivo temor a una penosa agon¨ªa y el tr¨¢nsito de la vida a la muerte le lleg¨® de forma imperceptible.Compleja personalidad la de Castro y Calvo. Nacido en Zaragoza -hace m¨¢s de 80 a?os-, de hildaga familia ribagorzana; vinculado a la carrera de Medicina por imposici¨®n de su padre, m¨¦dico bien conocido en el alto Arag¨®n de comienzos de siglo, y a la carrera de Letras por vocaci¨®n personal¨ªsima e irrenunciable; catedr¨¢tico de la universidad de Barcelona a partir de la d¨¦cada de los cuarenta; largos a?os decano de aquella facultad de Filosof¨ªa y Letras, y luego -¨¦poca ministerial de Ruiz-Gim¨¦nez-, vicerrector durante el rectorado del ilustre doctor Buscarons; acad¨¦mico de Buenas Letras y correspondinete de las academias madrile?as de la Lengua y de la Historia, sorprende el silencio absoluto que ha acompa?ado a su desaparici¨®n. Creo que Castro y Calvo, que "cultiv¨®" la solter¨ªa de por vida, fue uno de los casos -frecuentes- de amor "no correspondido" a Catalu?a, y concretamente a Barcelona. Y, sin embargo, ¨¦l era a medias aragon¨¦s y a medias catal¨¢n. No s¨®lo hablaba correctamente el idioma de mos¨¦n Cinto, sino que era capaz de escribir a la perfecci¨®n en el curioso dialecto ribagorzano.
Peculiar profesor que entend¨ªa la ense?anza como una apertura de sensibilidad al mensaje de la literatura, en un c¨ªrculo universitario en el que privaba la erudici¨®n a secas; fin¨ªsimo ensayista ¨¦l mismo, mucho m¨¢s que investigador -aunque haya dejado un manual de historia de la literatura espa?ola y tres buenas ediciones de cl¨¢sicos decimon¨®nicos: Fern¨¢n Caballero, Gertrudis G¨®mez de Avellaneda y Adelardo L¨®pez de Ayala, en la Biblioteca de Autores Espa?oles-, Castro y Calvo nunca fue justamente valorado por sus propios colegas. Cuando le conoc¨ª, reci¨¦n llegado yo a la Ciudad Condal, me brind¨®, como a todos cuantos arrib¨¢bamos al no siempre acogedor ¨¢mbito universitario barcelon¨¦s, su generosa amistad y apoyo. En los primeros pasos -hosquedad y aislamiento-, desde mi ilusionada y reci¨¦n estrenada c¨¢tedra, cont¨¦ en Barcelona, al menos, con dos amigos nuevos, de impagable cordialidad cuando la cordialidad resultaba m¨¢s rara y m¨¢s estimable: Castro y Calvo, entre los viejos maestros -no llegaba a¨²n a los 60, sin embargo-, y Juan Vernet entre los j¨®venes -de mi generaci¨®n exactamente- Castro ten¨ªa numerosas amistades, y hac¨ªa una vida social activa, lo cual supon¨ªa una especie de compensaci¨®n, o escape, al tormento de su soledad espiritual cada vez m¨¢s dolorosa. Era el caso m¨¢s evidente de hipocondr¨ªa que yo haya conocido, y en los momentos, cada vez m¨¢s frecuentes, en que esa hipocondr¨ªa hac¨ªa crisis, resultaba un suplicio para su interlocutor la imposibilidad de sacarle del mundo de angustiosas sombras en que ¨¦l mismo se sum¨ªa. Pero cuando superaba esas depresiones era a veces delicioso el chispear de su ingenio, desplegando un irisado juego de an¨¦cdotas y vivencias m¨¢s o menos lejanas, m¨¢s o menos reales.
Desde muy pronto comprend¨ª que Castro hab¨ªa nacido para escribir m¨¢s que para ense?ar, y que su libro mejor hab¨ªa de ser un libro de memorias. Creo que en buena parte a mi insistencia se debi¨® que ese libro llegara a convertirse en realidad, y por eso, cuando al fin se public¨®, el propio Castro me rog¨® que yo lo prologara. Aparecido en una editor¨ªal zaragozana con escasa proyecci¨®n nacional, Mi gente y mi tiempo, que tal es su t¨ªtulo, no ha alcanzado la difusi¨®n que merecen sus calidades literarias, tocadas un poco de dos select¨ªsimas influencias: la de Azor¨ªn, su maestro m¨¢s admirado, y la de Proust, con cuya obsesi¨®n por el tiempo pasado ten¨ªa afinidades evidentes. No voy a analizar aqu¨ª el aspecto literario de las memorias de Castro y Calvo, pero s¨ª me referir¨¦ muy brevemente a su valor como testimonio hist¨®rico, ya que, al fin y al cabo, no otra cosa que modest¨ªsimo historiador es el que estos comentarios escribe.
He mencionado antes a Proust, y vuelvo sobre ¨¦l porque -aun hall¨¢ndose muy distantes en la concepci¨®n estil¨ªstica y, por supuesto, en la ¨ªntima contextura humana- hay un indudable paralelismo en el empe?o de recreaci¨®n de lo vivido que a uno y otro
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Viene de la p¨¢gina 13obsesionaba. Tanto Proust como Castro, pese a su designio de constante profundizaci¨®n en el recuerdo, efectuaron al escribir una reconstrucci¨®n est¨¦tica en la que la visi¨®n a distancia enriquece y magnifica el objeto o los objetos evocados. Y al recuperar -con una p¨¢tina sublimadora- un mundo que ya no ten¨ªa vigencia, uno y otro se sintieron tan identificados con ¨¦l, que prefirieron encerrarse en la cris¨¢lida de la nostalgia y reducir al m¨ªnimo la vida real de su hoy. En ambos casos, la carencia de familia y de posteridad propias rompi¨® de hecho las ataduras con el presente y obtur¨® la proyecci¨®n ilusionada hacia el futuro y, en ambos casos, tambi¨¦n el ensimismamiento se transmut¨® en frutos de alta calidad literaria.
Yo se?alar¨ªa tres aspectos muy concretos en que se hace sumamente ¨²til para la historia ¨ªntegra la obra nost¨¢lgica de Castro y Calvo: la descripci¨®n de ambientes, de modos de vida -siempre evocados con una melancol¨ªa que oscila entre el dolor por lo irremediablemente ido, y la chispa ir¨®nica que pone generosa benevolencia sobre los errores o los agravios que quedaron atr¨¢s-; la galer¨ªa de retratos -de parcelas sociales- que insensiblemente nos sit¨²a en el campo, ahora tan de moda, de la historia de las mentalidades y la salvaci¨®n de an¨¦cdotas -peque?a historia-, que a veces alcanzan un alto valor para la comprensi¨®n de situaciones y personajes. Las tres dimensiones hist¨®ricas se funden pat¨¦ticamente en los pasajes relativos a la guerra civil. Hay un personaje -femenino- en Mi gente y mi tiempo que siempre ejerci¨® sobre m¨ª una extra?a sugesti¨®n: el de do?a Concha Abad¨ªa, t¨ªa de Castro y Calvo, rica hembra de Almunia, con resabios feudales vinculados al feo reverso de la Restauraci¨®n, -ese reverso social que el le¨®n de Graus fulmin¨® en su encuesta famosa sobre oligarqu¨ªa y caciquismo-. La peripecia personal de esta do?a Concha, arrastrada por el fatal torbellino de la revoluci¨®n sanguinaria en el estallido de 1936, permite evocar al otro lado de la escala social el mundo ¨ªnfimo de los jornaleros, los trabajadores del campo, que asumir¨¢n s¨²bitamente, en un momento de locura colectiva, la oscura y ciega venganza de ancestrales injusticias trasmutadas en exarcebados odios de clase. Los aspectos m¨¢s tr¨¢gicos y m¨¢s feroces de la guerra civil se traducen en estas terribles liquidaciones de retaguardia. Castro -que en ning¨²n caso pretende erigirse en juez condenador de situaciones o de conductas- nos da simplemente el registro de lo vivido durante los horrores de 1936: as¨ª, el cuadro impresionante de la revoluci¨®n en Monz¨®n, o el relato del linchamiento de mos¨¦n Federico Ribera, cura de Alins del Monte, inocente y humilde sacerdote convertido por la pasi¨®n de sus enemigos en absurdo reo de las presuntas culpas de la Iglesia. Episodio ¨¦ste que merece contrastarse con el que Sender perge?¨® -en apunte igualmente impresionante- en su R¨¦quiem por un campesino espa?ol (y a?adir¨¦ que, desde el punto de vista del an¨¢lisis sociol¨®gico, requieren menci¨®n especial las distintas versiones de la cura de almas en los sacerdotes rurales que aparecen evocados, de mano maestra, en uno de los cap¨ªtulos de Mi gente y mi tiempo).
El relato alcanza especial valor testimonial cuando es el propio autor su protagonista. Situado entre la vida y la muerte -en el azar incierto por el que pasar¨ªan tantos espa?oles de uno y otro lado de las trincheras, sumidos en la locura de la guerra, de la revoluci¨®n, de las represiones ciegas de ambas retaguardias-, aherrojado en una de las prisiones pr¨®ximas a la l¨ªnea b¨¦lica, en Pina de Ebro, el contacto de Castro y Calvo con dos personajes destacados en el anarquismo combatiente -Durruti y Pedro Camp¨®n- es una verdadera clave ilustradora para comprender el mundo de contrastes de la terrible crisis espa?ola. Camp¨®n, un rauchacho fino, idealista luchador en las filas de la acracia, se solidariza con la dimensi¨®n intelectual y literaria del joven prisionero. La conversaci¨®n entre ambos -el miliciano que visita a los presos pol¨ªticos de Pina de Ebro y el joven profesor universitario que nunca ha entendido un comino de pol¨ªtica- es un fragmento antol¨®gico para intuir la complejidad de la revoluci¨®n espa?ola y, sobre todo, el anverso y reverso de la mentalidad anarquista, y halla su contrapunto en la reacci¨®n del todopoderoso Durruti, al que acude Camp¨®n para obtener su aval a favor del se?orito detenido, sospechosamente burgu¨¦s. "Era (Durruti) alto, fornido, con grandes espaldas, como de cargador de muelle -escribe Castro- Llevaba cazadora de cuero y aquella gorra, especie de pasamonta?as, que llevaba su nombre. En el documento que le pusieron a la firma se certificaba que yo era apol¨ªtico, dedicado s¨®lo a la literatura. Se puso las gafas, lo ley¨® y, un poco con sorna, a?adi¨®: 'Literatura, literatura... ?Es necesaria la literatura en la nueva Espa?a?'. Me mir¨® y dijo: 'Bien, que se te pase el susto'. Y firm¨®". Tan curiosa an¨¦cdota se completa con otra no menos desconcertante: la del propio hogar de Camp¨®n en Barcelona -donde nuestro autor hallar¨ªa circunstancial refugio-. All¨ª, la madre y hermanas del empecinado comecuras "rezaban el rosario por la noche: eran de sentimientos tradicionalistas".
Como la vida misma, el relato de Castro y Calvo oscila entre lo fr¨ªvolo y lo extremadamente tr¨¢gico, pero jam¨¢s cae en recriminaciones, porque el autor sabe que culpas y grandezas est¨¢n muy generosamente repartidas. Un tono de generosa comprensi¨®n, matizado de sutil iron¨ªa, garantiza la imparcialidad del enfoque. De haber sido Castro historiador, en ¨¦l se hubieran cumplido a la perfecci¨®n las cualidades que no hace mucho se?alaba yo en estas mismas columnas como imprescindibles para el que escribe y medita sobre el pasado: y sobre todo, esa simpat¨ªa universal, capaz de ampliar el yo, en un af¨¢n de comprender incompatible con la condena. No mucho antes de escribir Mi gente y mi tiempo, recibi¨® Castro en su casa de Barcelona a un grupo de viejos anarquistas -algunos de los que contribuyeron personalmente a su propio calvario de 1936-. ?l se limit¨® a recordar con ellos las vivencias comunes anteriores al estallido. Y una frase suya los aproxim¨® por encima de todos los posibles rescoldos de resentimiento: "?Qu¨¦ viejos estamos ... !".
Pienso que esta inmensa generosidad de Castro y Calvo -y ello es muy com¨²n, por desgracia- no ha hallado correspondencia por parte de los que m¨¢s obligados estaban a ella. Al menos, no me ha llegado noticia de que la Prensa o la universidad de Barcelona se hayan hecho eco del tr¨¢nsito de este delicado escritor, maestro de generaciones enteras que no acertaron a descubrirle nunca, pese a estar ¨¦l siempre tan abierto a todos. Cuando, cada vez que yo viajaba a Barcelona en estos ¨²ltimos a?os, acud¨ªa a visitarle en su piso de la calle de la Diputaci¨®n (perd¨®n, Diputaci¨®), me her¨ªa invariablemente esta soledad suya, en que la ingratitud y el ego¨ªsmo de disc¨ªpulos y colegas le hab¨ªa ido arrinconando. Hab¨ªa perdido en buena parte la vista y, puesto que no pod¨ªa leer, acud¨ªa al tel¨¦fono, que ten¨ªa siempre cerca, para comunicarse con los antiguos amigos de Madrid y Zaragoza: Fernando Solsona, D¨¢maso Alonso, Antonio Rumeu, Joaqu¨ªn Entrambasaguas... Solamente le mantuvo continuado culto admirativo y cordial su vieja y querida patria chica: Zaragoza le rindi¨® simp¨¢tico homenaje cuando cumpli¨® sus 80 a?os, y en el barrio del Arrabal, donde naci¨®, su nombre ha sido vinculado a una de las viejas calles que le vieron ni?o. Ha muerto discreta, calladamente, en pleno verano -finales de julio-, cuando Barcelona se vac¨ªa, como rehuyendo molestar a nadie; como queriendo justificar el silencio y el olvido con que hab¨ªan de acoger la noticia los que m¨¢s obligados estaban a esforzarse por perpetuar su recuerdo.
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