La 'hormiguita' y otras hojas perdidas
Vuelvo de nuevo a Par¨ªs, ahora con casi 83 a?os de edad. Ten¨ªa a¨²n 29 la primera vez que fui. He venido para la presentaci¨®n, por la editorial Gallimard, de mis tres primeros libros de poes¨ªas, en versi¨®n francesa. Ha entrado ya el oto?o, pero con la piel seca y fr¨ªa del invierno. No vine preparado. Y me abrigo con cuatro chalecos de lana, que me veo obligado a quitar, por lo menos dos, en cualquier lugar cerrado que visite. Y el primero fue el Caf¨¦ de Flore, en donde muy melanc¨®licamente, y ahora entre feos turistas desconocidos, escrib¨ª, para consolarme, estos breves poemas: Caf¨¦ de Flore. Aqu¨ª/ conoc¨ª yo a Picasso. Y conoc¨ª / a Braque, a Laurens y, / cerca, en Les Deux Magots, / a Andr¨¦ Breton, ya sin Dal¨ª. / Ahora, yo solo, aqu¨ª, con 83 a?os, en Par¨ªs. / ?Oh L'?cole de Par¨ªs! / Y de cuando en cuando, Aragon, / ensalzando siempre a Matisse. / Un cementerio, ahora, s¨ª, / la Francia que m¨¢s amo. / Si¨¦ntate aqu¨ª a mi lado, / Baudelaire. / Un pobre marinero / llora a Tristan Corbi¨¨re, / mientras Manolo Angeles Ortiz / canta a mi vera y muero. / Fin de siglo. ?Dios m¨ªo! / Y veo desde los puentes del Sena, / solo y muerto de pena, /mi coraz¨®n bajando por el r¨ªo. El segundo y min¨²sculo poema lo escrib¨ª, asombrado' y contento de que me dejasen andar por las calles sin interrupci¨®n, y no como me sucede por donde quiera que voy en Espa?a. Hoy, sin firmar aut¨®grafos, / la ciudad es m¨¢s m¨ªa, / sus largas, prolongadas perspectivas. Hoy puedo / mirar barrer las hojas del oto?o / en la ma?ana neblinosa y fr¨ªa / de Par¨ªs, / libre, desconocido y, al fin, solo. S¨ª, solo por esta vez. Me he sentado tambi¨¦n en el Caf¨¦ L'Escurial, en donde me reun¨ªa, hace ya mucho tiempo, con To?o Salazar, el gran caricaturista salvadore?o. Este caf¨¦ se encuentra en la esquina del Boulevard Saint Germain y al inicio, creo, de la Rue du Bac. Yo s¨¦ que por aqu¨ª se va a la Rue de Varennes, en donde yo viv¨ª alguna temporada en casa de los amigos Salzman, que alquilaron unas habitaciones a Delia del Carril y a nosotros. Delia era nuestra querid¨ªsima hormiga, la hormiguita -as¨ª llamada por todos dado su silencioso tes¨®n, su menuda manera de llegar a las cosas-, que acompa?¨® a Pablo Neruda durante tantos- luminosos y tambi¨¦n dif¨ªciles a?os. A Delia -ya lo dije y escrib¨ª m¨¢s de una vez- se la present¨¦ yo a Pablo en mi terraza madrile?a de la calle Marqu¨¦s de Urquijo, en los d¨ªas en que el poeta chileno encontr¨® a Niebla, aquella perra enloquecida y silvestre que me acompa?¨® durante toda la guerra civil y que se perdi¨® -siendo seguramente fusilada por las tropas de Francoal tener que ser evacuada, con la familia de Mar¨ªa Teresa, de Castell¨®n de la Plana a Valencia.A Delia yo la hab¨ªa conocido, por casualidad, una tarde que fui a saludar, en un barrio elegante de Par¨ªs, a Victoria Ocampo, la gran admirada de don Jos¨¦ Ortega y Gasset, creadora y, directora de la revista argentina Sur. No estaba. Me lo dijo una preciosa, elegante y encantadora mujer que me abri¨® la puerta, en el mismo instante en que iba a salir.
-Yo vivo aqu¨ª con Victoria. Me llamo Delia del Carril, y soy su gran amiga.
Y en un momento supe por ella misma que estaba emparentada con la familia de G¨¹iralde, el ya famoso autor de la novela Don Segundo Sombra, y que era la ex mujer del millonario escritor de vanguardia Ad¨¢n Dihel, propietario del suntuoso hotel Formentor, uno de los m¨¢s bellos en la -isla de Mallorca. Dimos juntos una vuelta por Par¨ªs, y nos vimos tambi¨¦n en d¨ªas sucesivos. Delia pertenec¨ªa a una de esas ricas familias argentinas que hac¨ªan sus viajes a Europa llevando consigo una vaca, pues se consideraba que la leche en este viejo continente no era de la misma calidad que la que fabricaban en sus ubres las vacas argentinas.
Pero Delia quer¨ªa marcharse de Par¨ªs, pues andaba muy escasa de dinero, y no sab¨ªa ad¨®nde ir. Yo le dije que tal vez en Espa?a, reci¨¦n llegada la Rep¨²blica, la vida ser¨ªa para ella menos cara.
-?T¨² lo crees, mi hijito? Ando muy mal de plata...
-Ver¨¢s como s¨ª- le asegur¨¦.
Y a los pocos d¨ªas apareci¨® Delia en Madrid, instal¨¢ndose en no s¨¦ qu¨¦ barrio lejano. Delia era ' pintora, cuando pod¨ªa. Disc¨ªpula de Andr¨¦ Lothe, en Par¨ªs, y gran amiga de Fernand Leger. Muy distra¨ªda y ¨¢gil como un grumete marineando por un m¨¢stil. Ador¨® en seguida a Pablo, penetrando, con su delgada voz de tiple, pues cantaba maravillosamente, en el c¨ªrculo noct¨¢mbulo del poeta, en el que se rend¨ªa el m¨¢s fervoroso culto al tinto, al chinch¨®n y al whisky, mezclado con las bromas, relatos y escenas teatrales, representadas sobre todo por Federico Garc¨ªa Lorca y Acario Cotapos, un genial compositor chileno, quien accionaba, m¨¢s que escrib¨ªa, su m¨²sica, un verdadero juglar innovador, divertid¨ªsimo y lleno de sorprendentes ocurrencias. Federico y ¨¦l eran los contertulios principales que se hac¨ªan los due?os de la noche. Esas hoy tan distantes noches nerudianas las llenaban adem¨¢s el pintor Manolo ?ngeles Ortiz, Luis Rosales, Maruja Mallo, Ra¨²l Gonz¨¢lez Tu?¨®n, el escultor Alberto, Pepe Caballero y el reci¨¦n llegado de Alicante Miguel Hern¨¢ndez. En tre todas las bromas y divertimentos, el peor era el de llamar por te l¨¦fono a Juan Ram¨®n Jim¨¦nez ha ciendo burlas de su Platero y ridiculizando la repetida multitud de malvas, violetas, rosados y amarillos con que rellena acuarelando su poes¨ªa. Era el momento en que Pablo cre¨® e impuls¨® la revista Caballo verde para la poes¨ªa, mientras nosotros, otro grupo entre los que se encontraba entonces hasta Luis Cernuda, lanz¨¢bamos la muy comprometida revista Octubre. Pero cuando, de pronto, revent¨® la sublevaci¨®n militar del 18 de julio, Neruda...
Despu¨¦s de la guerra civil espa?ola y de la expedici¨®n, organizada por Pablo, del Winnipeg, nave que transport¨® a m¨¢s de 3.000 soldados, casi todos especializados en la pesca, sacados de los campos de concentraci¨®n franceses, ya el camino directo de Pablo Neruda hacia el partido comunista se le aclar¨® y precipit¨® hasta ingresar en ¨¦l, culminando su entrega total en el llegar a ser elegido senador por dicho partido. Entonces ya era Delia reconocida por todos como la Hormiguita, alcanzando por su fervor pol¨ªtico, su claridad, dinamismo y gran entusiasmo a merecer ser llamado cari?osamente El ojo de Molotov o, m¨¢s abreviadamente, El ojo de Molo. Acompa?¨® siempre a Pablo en todos los viajes, y en su largo exilio interior, cuando fue perseguido por el presidente de Chile, aquel que hab¨ªa sido su gran amigo, Gabriel Gonz¨¢lez Videla.
Pero siempre recordar¨¦ a Delia dentro de sus grandes distracciones, su cabeza aparentemente en las nubes, hasta llegar un d¨ªa, como aquel de Par¨ªs, cuando viv¨ªamos juntos en el Muelle del Reloj, en que se puso alrededor de los ojos, en vez de rimmel, una especie de antifaz blanco hecho con la pasta de dientes. S¨ª, Delia era graciosa, divertida y a¨¦rea. Pero cuando le sobrevino su gran cat¨¢strofe sentimental, ella, tan fr¨¢gil y delicada, se trasform¨® en la Hormiguita fuerte y valerosa, y¨¦ndose de Chile, atravesando de noche la cordillera de los Andes en el auto de un amigo, present¨¢ndose en la ciudad fronteriza de Mendoza, adonde fui yo a recogerla, para tra¨¦rmela, en tren, a Buenos Aires.
Jam¨¢s protest¨®, siempre fue callada y comprensiva en su tragedia. Pas¨® con nosotros aquella temporada en Par¨ªs para reafirmar su decidida, aunque dispersa vocaci¨®n pict¨®rica, partiendo luego para Chile, continuando en aquella casa, que era suya -Los Guindos-, que plenamente comparti¨® con Pablo y en donde vive a¨²n, con m¨¢s de 100 a?os, como una antigua y rara flor de los bosques, pintando y dibujando sobre todo unos inmensos caballos pampeanos, esos mismos que al fin la tomar¨¢n un d¨ªa entre sus crines y la transportar¨¢n al m¨¢s extenso de los cielos, fij¨¢ndola como una de las estrellas m¨¢s brillantes en alguna constelaci¨®n no muy lejana de la Cruz del Sur. Para una de sus exposiciones en Buenos Aires le mand¨¦ este peque?o poema: Delia, Delia en los d¨ªas m¨¢s felices de Espa?a, / Delia en los tristes y claros de la guerra, / Delia tocada siempre de la gracia, Delia tan bella siempre, / esbelta Delia y flor de ¨²nico tallo siempre indoblegable. / Delia ayer. / Delia hoy / en nuestro coraz¨®n ante el asombro / del viento juvenil de tus caballos / que te levantan, Delia, oh Delia, a cumbres, / llevados por el soplo / de tu segura mano arrebatada. Simult¨¢neamente a esa ¨¦poca, yo viv¨ªa exiliado en Argentina, a¨²n sin pasaporte espa?ol, pudiendo viajar ¨²nicamente al Uruguay, a Punta del Este, en - donde tuve por unos pocos a?os una casa cerca de la playa de Cantegril, adem¨¢s de una bicicleta. Yo no fui de chico ning¨²n buen ciclista, porque cuando estudiaba en el colegio de El Puerto apenas si aprend¨ª a montar en ella, pues la que pod¨ªa usar siempre era prestada y por pocas horas. Luego, por fin, much¨ªsimo m¨¢s tarde, tuve una bicicleta, y esa enteramente m¨ªa que -no era ni una Bianchi y mucho menos una Peugeot, sino una Colomb, tal vez un¨ªa marca menos conocida-, que me regal¨® un grande y ya fallecido amigo, culto y entusiasta hispanista argentino, Luis Peralta Ramos. Nunca he sido un poeta- m¨¢s enloquecido y feliz que entonces,jam¨¢s escrib¨ª m¨¢s din¨¢micos y fugaces poemas por los caminos y las playas. La cant¨¦ en uno que se llama: La bicicleta con alas, y la bautic¨¦ con nombres sorprendentes: Carlanco de los bosques. Estrella voladora de las hadas. Telara?a encendida de los silfos. Margarita bicorne de los prados, etc¨¦tera. Cuando tuve una casa ,de madera, que llam¨¦ La Arboleda Perdida, en los bosques de Castelar, a 40 kil¨®metros de Buenos Aires, siempre sal¨ªa, seguido de mis dos perros vagabundos, el Alano y la Diana, a comprar mis provisiones en unos almacenes distantes, deteni¨¦ndome, como siempre, a escribir nuevos poemas, sugeridos por su carrera alada y arcang¨¦lica, ciclista yo abstra¨ªdo, cortando el aire de tan tupidos y callados bosques como aquellos de Castelar. Todos mis versos sueltos de la serie Ari¨®n, de mi libro Pleamar, se los debo a m¨ª bicicleta. Nada ni nadie hab¨ªa como ella ni persona m¨¢s joven y dichosa que yo, y eso que ya mi edad pasaba de los 50 a?os. Despu¨¦s de haberme ca¨ªdo y fracturado un pie por una monta?a de Rumania, pens¨¦ que ya mi bicicleta no me llevar¨ªa m¨¢s por los bosques y litorales como antes. Pero no fue as¨ª. El pie se mp recompuso y pude recorrer nuevamente los paisajes que tanto am¨¦ en el Uruguay lo mismo que en la Rep¨²blica Argentina. Quiz¨¢ ser¨ªa mejor -?qui¨¦n sabe!- que desapareciese yo alg¨²n d¨ªa, m¨¢s que en un avi¨®n, remontando en aquella luminosa y alada de mi poema. Pero, no. Cuando tuve que dejar mi R¨ªo de la Plata, le dije entonces, casi llorando, a mi bicicleta: ?C¨®mo te voy a llevar a Roma, y sobre todo despu¨¦s de saber que, adem¨¢s del Papa, tiene siete colinas muy altas y empinadas para mis pies, que hoy ya van a cumplir 63 a?os?
M atilde. Urrutia, la segunda gran compa?era de Neruda y tambi¨¦n al fin una querid¨ªsima amiga m¨ªa, muri¨® de un c¨¢ncer, no hace mucho, en Santiago. Albertina, la de los Veinte poemas de amor y una canci¨®n desesperada, vive a¨²n, casada con un conocido poeta, vendiendo y publicando las juveniles cartas amorosas de Pablo. S¨®lo Delia del Carril, la Hormiguita, sigue sola all¨ª, en Los Guindos, pintando siempre sus caballos.
Copyright Rafael Alberti
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