El papel del testigo
El antrop¨®logo brit¨¢nico Juli¨¢n Pitt-Rivers, que conoci¨® a Julio Caro en la sierra de C¨¢diz a finales de 1949, ha recordado que en los dibujos que por entonces hac¨ªa el sobrino de don P¨ªo aparec¨ªa siempre, al fondo de la escena representada, un joven espectador de mirada triste, tocado con boina vasca, en el que no era dif¨ªcil reconocer al propio autor. Como Vel¨¢zquez, como El Bosco, Julio Caro Baroja ha sido siempre consciente de su papel de testigo; la melancol¨ªa de su mirada es la del silencioso observador. El que est¨¢ presente y no lo oculta, pero calla.Serio, sencillo y silencioso. Las tres eses que, seg¨²n P¨ªo Baroja, defin¨ªan al vasco -al menos -al h¨¦roe vasco de sus mejores novelas cuadran bien con la imagen que proyecta el sobrino. El estilo, ya se sabe, es el hombre. "Mis amigos de Vera no eran salvajes; pero tampoco eran civilizados". Esa frase, que figura en el cap¨ªtulo d¨¦cimo de Los Baroja, ?no recuerda el estilo del t¨ªo tanto como la filosof¨ªa esc¨¦ptica del sobrino?
Julio Caro o la ausencia de ret¨®rica. Pero quien haya le¨ªdo su libro de memorias, obra comparable a la trilog¨ªa de Canetti o a Les Mots, de Sartre, ?podr¨¢ negar que, hay en el autor de Las brujas y su mundo una po¨¦tica profundamente personal?
Al t¨ªo le reprocharon los cr¨ªticos y otros gram¨¢ticos su desali?o sint¨¢ctico, su escasa preocupaci¨®n por las cacofon¨ªas, los la¨ªsmos, los anacolutos y otros solecismos. Tambi¨¦n se lo echaron en cara a Flaubert, el m¨¢s grande estilista franc¨¦s del XIX, y hasta, en su d¨ªa, a un tal Cervantes. Al sobrino se le ha reprochado carecer, como antrop¨®logo e historiador social, de hip¨®tesis generales, de un sistema coherente en el que encajar sus descubrimientos. El actual habitante de la casa grande de Itzea respondi¨® en una ocasi¨®n: "Me cuesta encontrar el orden d¨®nde sea". Todo el estilo de don Julio est¨¢ en esa frase, en la que fondo y forma circulan emparejados.
Describir. Como Stendhal, apostado al borde del camino. Pero concediendo al espejo una ligera concavidad: la de la iron¨ªa. El humanismo de Caro, como el de Clar¨ªn, por ejemplo, no se entiende sin el calor, sin la piedad profundamente humana que ti?e de iron¨ªa su mirada de viejo esc¨¦ptico.
El autor de Los vascos ha reconocido su filiaci¨®n heideggeriana en su tratamiento del tiempo a la hora de estudiar sus diferentes culturas, y de ah¨ª su relativismo filos¨®fico. Pero ese relativismo no ha sido incompatible, sino precisamente todo lo contrario, con su insobornable batallar contra toda clase de lugares comunes. Su actitud cr¨ªtica, especialmente en los ¨²ltimos a?os ante las manifestaciones m¨¢s mostrencas del mesianismo abertzale, versi¨®n moderada o g¨¦nero radical, le han hecho sospechoso en la misma medida en que su radical defensa del sentido com¨²n le han convertido en un elemento ins¨®lito, casi subversivo, en una sociedad, patria de Unamuno, que ha hecho de la paradoja una de sus principales se?as de identidad.
Que defender el sentido com¨²n sea hoy en Euskadi la misma cosa que combatir el imperio de los lugares comunes (de las id¨¦es re?ues: Flaubert) constituye justamente una de las m¨¢s sobresalientes paradojas de este pa¨ªs al que Julio Caro Baroja, al igual que su t¨ªo, ha dedicado m¨¢s de media vida y varias decenas de t¨ªtulos.
Babelia
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