He aqu¨ª el oto?o
Veo correr, como locos ni?os amarillos, las hojas del oto?o, esta ma?ana holandesa de Utrecht. Se siente, detr¨¢s de los cristales contra los que mi frente est¨¢ pegada, que un viento aterido pone bufandas y gabanes en los precipitados transe¨²ntes que pasan. Yo dir¨ªa que estoy algo triste. Voici I'automne (Baudelaire). Cuando, no hace demasiados d¨ªas, apareci¨® en Bruselas la adorada estaci¨®n, todav¨ªa las hojas resonaban como suaves cascabeles dorados, prendidos en los ¨¢rboles de los jardines, plazas y avenidas. Solamente en Par¨ªs vi, una semana despu¨¦s, que las hojas ca¨ªdas por el Boulevard Saint Germain eran barridas ya, mientras que en los ¨¢rboles conservaban un verde mar a¨²n de primavera. Automne malade el ador¨¦...Oto?o enfermo y adorado, cantaba Apollinaire. Adorado, como la estaci¨®n m¨¢s lujosa, alegre y melanc¨®lica del a?o. Esto ve¨ªa all¨ª, mientras que al mismo tiempo yo paseaba en Roma por las largas riberas del Tevere, recre¨¢ndome en los profundos reflejos de los ¨¢rboles metidos en las aguas removidas y pocas veces azuladas del r¨ªo. Maravilloso era contemplar tambi¨¦n, como en aquel otro Par¨ªs, nuestra guerra civil ya terminada, desde el balc¨®n de la casa de Delia y Pablo Neruda, resbalar por el Sena las peniches, esas casas fluviales, moviendo los prolongados ¨¢rboles inversos de las orillas, ya despoblados de sus hojas, aquellas que al inicio del oto?o no est¨¢n a¨²n llovidas ni pisoteadas, y corren, igual que las de Utrecht, como min¨²sculos colegiales, regocijo del viento. Despu¨¦s, cuando ya toman ese tinte quemado, reseco y moribundo, entonces es cuando se barren y amontonan -lo dije ya en alg¨²n poema de mi ¨¦poca de Sobre los ¨¢ngeles- como los huesos que no adquirieron en la vida la propiedad de una tumba, oy¨¦ndose, distante, en ese momento de su agon¨ªa, hablar, como en Gustavo Adolfo Becquer, el melanc¨®lico lenguaje de la separaci¨®n. S¨ª, y recordamos al punto a Baudelaire, sintiendo el rebotar de la le?a cortada sobre las losas de los patios: he aqu¨ª el oto?o. Ese ruido misterioso suena como una despedida.Nos vamos, es cierto, nos vamos, y los ¨¢rboles nos miran ya como altos esqueletos, mientras vuelo en mi bicicleta, aplastando las hojas estampadas sobre el asfalto de las calles y la tierra de los caminos.
Cuando viv¨ªa desterrado en el hemisferio austral, ten¨ªa cambiadas las estaciones. En mi peque?a casa de madera -que llam¨¦ La Arboleda Perdida-, en los bosques de Castelar, sent¨ªa que el 21 de marzo entraba el oto?o, el mismo d¨ªa que aqu¨ª se?alaba el inicio de la primavera. Y yo pod¨ªa pensar, con el poema de Rub¨¦n Dar¨ªo -Primavera en oto?o-, que mi juventud -"divino tesoro"- se hab¨ªa marchado ya -para siempre, pero que a¨²n segu¨ªa viviendo en m¨ª gracias a esas dos estaciones reales, una lejos y otra presente, que estaban en mi vida.
El paisaje que me acompa?aba alrededor de mi casa en el otro hemisferio era distinto. En mi jard¨ªn ten¨ªa plantados kinotos, un arbolito japon¨¦s de anaranjados frutos agridulces, y entre m¨¢s de 20 viejos cipreses se alzaban los grandes ¨¢lamos carolinos que me cubr¨ªan todo el jard¨ªn a la ca¨ªda de las hojas. Ten¨ªa, adem¨¢s, una cerca de alambre, toda enredada de frambuesas, y los jardines vecinos, tan cercanos, como de mi propiedad, me ofrec¨ªan sus redondas dalias, sus variadas rosas, granados y limoneros, y el mareante aroma de los jazmines paraguayos, que yo tambi¨¦n ten¨ªa abrazando las delgadas columnas del porche de mi casa. El oto?o avanzaba con neblinas, ya hondas o ligeras, que me envolv¨ªan como en un sudario plateado, que al finromp¨ªa el sol de las doce. No olvidar¨¢ mis largos y solitarios oto?os en aquellos bosques de Castelar, acompa?ado de mis dos perros espont¨¢neos, que aparecieron un d¨ªa, una noche, eligi¨¦ndome como su due?o. El m¨¢s grande, fin¨ªsimo de raza, era un alano alem¨¢n, y ese nombre le puse: Alano. El otro era una perra, de indeciso linaje, lista y arrebatada de fidelidad, a la que bautic¨¦ con el nombre de Diana.
El Alano hab¨ªa aparecido en una noche de verano. Grande y color canela, como esos bellos perros que Vel¨¢zquez retrata al lado de los pr¨ªncipes cazadores. Se ve¨ªa que el bosque le era desconocido. Parec¨ªa un perro, m¨¢s que perdido, abandonado por esas gentes que acampaban entre los ¨¢rboles para pasar la vacaci¨®n del domingo. Al principio, nos inspiraba temor, sobre todo a Aitana. Aunque no recelaba de nosotros, se quedaba a la puerta. No quer¨ªa entrar, hasta que una tarde en que yo estaba solo, le dije: "Pasa. Est¨¢ oscureciendo. A pesar de tu rostro severo, pareces un buen muchacho. Ya sabes, desde ahora, que aqu¨ª tienes tu hogar y un plato lleno siempre para ti". Y pas¨®. Se portaba bien. De cuando en cuando, desaparec¨ªa. Seguro de que andaba enamorado. En ¨¦l ard¨ªa la juventud. Un d¨ªa lleg¨® con una oreja desgarrada; otro, con un gran navajazo en las ingles. Pero lo cur¨¦. Y recuper¨® toda su belleza y locura, continuando siempre a mi lado, fiel guardi¨¢n de La Arboleda Perdida. Pero algunos quinteros de las fincas vecinas odiaban a los perros. En las noches oscuras se o¨ªan disparos de escopeta, que a veces daban en el blanco. Y as¨ª me mataron, primero, al Alano, al que se llevaron muerto, para confundirme, a un camino lejano, adonde fui a buscarlo, y encontr¨¦ arropado de hojas en la cuneta. Me lo traje en una carretilla, en terr¨¢ndolo al pie del ¨¢lamo m¨¢s grande y vistoso del jard¨ªn, clavando su hermoso collar alrededor del tronco, en el que grab¨¦ a punta de navaja su nombre, sobre el que cayeron tantas lluvias como roc¨ªos. Poco m¨¢s tarde, me asesinaron tambi¨¦n a la Diana, que apareci¨® tendida en una acequia cerca de mi casa. Le di tambi¨¦n abrigo en la misma tierra del Alano, cerca de un vetusto cipr¨¦s, que espero -?qui¨¦n sabe!- a¨²n vigilar¨¢ mi pobre sue?o. Ambos asesinatos de mis perros sucedieron en oto?o.
Pero todav¨ªa, siempre y a¨²n a tanta distancia, me pregunto: ?en d¨®nde est¨¢s, Alano? Y yo mismo me quiero responder desde este hemisferio, ahora, donde vivo, para consolarme: En medio de la helada solitaria. / En el ligustro verde de la cerca. / En las fresas silvestres escondidas.l Bajo el escudo abierto de las dalias. / Sobre la estrella del jazm¨ªn ca¨ªdo. / En la sangre jovial de las an¨¦monas. / En las ardientes rosas derramadas. / Al pie de las coronas del granado. /En los brazos azules de los cedros. En el negro perfil de los cipreses. En el tiemblo de plata de los ¨¢lamos. / Bajo la pleamar de los aromos. / En el aliento de los azahares. / En el ¨¢ureo pez¨®n de los limones. Fue en la luna de la primavera. ?En d¨®nde est¨¢s, Alano, buen amigo?, te pregunto a distancia todav¨ªa. Te pregunto y te llamo por tu nombre, / el mismo nombre de tu clara estirpe. / ?En d¨®nde est¨¢s, Alano? / Est¨¢s bajo las hojas del oto?o. / En todos los Jardines que cuidabas. / En el llanto furioso de los ni?os. / En el coraz¨®n verde de los bosques, /porque t¨² eras ya el alma de los bosques, y siempre / los bosques hablar¨¢n de ti mientras las brisas /agiten en sus ramas tu recuerdo.
A veces, aquel refugio, no muy conocido, de La Arboleda, me salv¨® de la presencia de la polic¨ªa, que m¨¢s de una vez me anduvo buscando en cuanto los militares argentinos se despertaban, siempre en sus manos las armas de la muerte, pensando en el derrocamiento del poder democr¨¢tico. Nunca me encontraron. Adem¨¢s, yo ten¨ªa en aquel bosque otros escondites amigos que no eran La Arboleda. Encuentro ahora una lejana poes¨ªa que registra estos hechos: Viniste al bosque, mientras te buscaban / para prenderte... T¨² nada sab¨ªas. En diferente clima, a tantos miles de leguas de tu casa verdadera, / eran, eran los mismos, / los oscuros y tristes de otros a?os. / T¨² escuchabas las hojas de la noche, / mientras ellos corr¨ªan como ralas / de tiniebla en tiniebla, / en busca de los otros.
Era dulce el oto?o solitario, cuando imprevistamente se presentaba alguien que sab¨ªas de su existencia en el bosque, pero que no esperabas. Ella -?d¨®nde se encuentra hoy?- era alta y juvenil. Ten¨ªa los cabellos como ramas, con hojas rubias. Andaba todav¨ªa en primavera. Ahora, no s¨¦ d¨®nde estar¨¢, y me pregunto, lejos, ahora, perdido entre tantos muertos, me pregunto: ?le habr¨¢ llegado ya el oto?o? Y como recuerdo que era alta y verde siempre, me pregunto otra vez: ?c¨®mo podr¨¢ ser ella en el oto?o?
All¨ª, tambi¨¦n en mi casa de madera, a la que cuidaba, barniz¨¢ndola, como si fuera la quilla de un yate de lujo, celebr¨¢bamos nuestras reuniones clandestinas del PCE, prohibido, ilegal, naturalmente en la Argentina. Luego, considerando que aquellas reuniones eran algo peligrosas, por los vecinos que nos rodeaban, las trasladamos a otros lugares, como el delta del Paran¨¢, m¨¢s laber¨ªntico y m¨¢s dificil de localizar all¨ª la casa que siempre alg¨²n amigo nos dejaba. El oto?o en aquellos miles de brazos de agua bifurcados al infinito que crea el gran r¨ªo al desembocar en el de la Plata, o mar de Sol¨ªs, ten¨ªa el esplendor que tiene siempre la naturaleza americana. Las aguas, con los ¨¢rboles retratados en su espejo, eran de oro, rizado por las ondas al paso de las barcas. Todav¨ªa en mi sue?o los veo en toda su grandeza y colorido y me apresuro a compararlos con los del oto?o, serio y solemne, de, por ejemplo, el paseo de las Estatuas de los jardines del Buen Retiro, sintiendo que no es lo mismo. Pero al saltar al otro hemisferio austral, en el que viv¨ª tant¨ªsimos a?os, veo que ya va a entrar all¨ª el verano, y corro de regreso a las hojas, ya pisadas y en v¨ªsperas de invierno, de los parques madrile?os, en los que resuena, repitiendo el aria verleniana: Los largos sollozos de los violines del oto?o / hieren mi coraz¨®n / de una mon¨®tona languidez. Pero yo no quisiera estar triste ni deprimido, ahora, en el invierno pleno de la vida, y recuerdo que el d¨ªa 7 de noviembre es la fecha en que se conmemora la gran revoluci¨®n rusa de octubre, en la que sucedieron aquellos primeros 10 d¨ªas que conmovieron al mundo. Era en oto?o.
Rafael Alberti.
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