Antropocentrismo
Cuando me dispongo a sumar un eslab¨®n m¨¢s a la amable pol¨¦mica que en estas p¨¢ginas sostenemos Jes¨²s Moster¨ªn y yo en torno al ¨¢mbito de nuestras obligaciones ¨¦ticas -y sabiendo que, en inter¨¦s del tema mismo, no debe haber eslab¨®n perdido- me asalta una congoja: ?ser¨¢ relevante hablar del puesto del hombre en el cosmos pudiendo discutir sobre el lugar de Espa?a en la OTAN? Despu¨¦s de todo, resulta una cuesti¨®n acerca de la cual es improbable que nadie se ataree en reunir firmas favorables o adversas... Sin embargo, no me desanimo. Se trata de un ejercicio de dial¨¦ctica intelectual en torno a un problema filos¨®fico no incapaz de suscl1tar la curiosidad del atribulado hombre de la calle, que quiz¨¢ le alivie por un rato de solicitaciones m¨¢s perentorias y por ende, m¨¢s fugaces. Conviene como ¨²ltima tarea a la filosof¨ªa insistir en lo que Jos¨¦ Bergam¨ªn llamaba "las cosas que no pasan". Resumen, pues, de lo hasta aqu¨ª publicado: ?tienen los animales derechos?; ?tenemos respecto a ellos -quiz¨¢ respecto a todo ser vivo- obligaciones que puedan ser llamadas sin abuso ¨¦ticas? As¨ª lo cree Jes¨²s Moster¨ªn, junto a actuales te¨®ricos importantes de la reflexi¨®n moral (Jos¨¦ Ferrater Mora, Peter Singer y hasta Claude L¨¦vi-Strauss); yo lo niego, pues considero el deber ¨¦tico como espec¨ªfico y rec¨ªproco, y afirmo que nuestra conducta hacia los restantes seres vivos se rige por criterios de pragmatismo, est¨¦tica y piedad, no de moral. Esta actitud le parece al profesor Moster¨ªn antropoc¨¦ntrica, y en su ¨²ltimo art¨ªculo -Conciencia c¨®smica- me recuerda la evoluci¨®n hist¨®rica desde el "ingenuo y arrogante antropocentrismo -astron¨®mico, biol¨®gico, psicol¨®gico y moral- del pasado a una actitud a la vez m¨¢s sabia, m¨¢s reverente y m¨¢s realista ante la naturaleza". En esto quedan nuestras posiciones.Precisamente sobre la cuesti¨®n del antropocentrismo quisiera centrar ahora la discusi¨®n. No cabe duda de que la ¨¦poca contempor¨¢nea es pr¨®diga en manifestaciones derogatorias de la pretenciosidad humana, incluso de sus menos fanfarronas declaraciones de primac¨ªa. En su conocida Autobiograf¨ªa de la Tierra nos amonesta as¨ª John Hodgdon Bradley, recurriendo, por cierto, a la expresi¨®n con que titula su ¨²ltimo art¨ªculo el profesor Moster¨ªn: "Si la historia del globo fuera escrita por alguna conciencia c¨®smica, la parte que la humanidad ha desempe?ado en ¨¦l quedar¨ªa posiblemente relegada a una nota a pie de p¨¢gina. Pero el hombre, a quien nada seduce tanto como el hombre, invierte la importancia de los valores, y as¨ª la historia principal se transforma en una nota a pie de p¨¢gina o, a lo sumo, en un marco para los hechos de su propia historia". Al final de Tristes tr¨®picos, L¨¦vi-Strauss expresa un pensamiento parecido, y lo relaciona con la futilidad relativa de su propio trabajo: "El mundo empez¨® sin el hombre y terminar¨¢ sin ¨¦l. Las instituciones, las costumbres y los h¨¢bitos que estuve inventariando y tratando de comprender durante el transcurso de mi vida son eflorescencias pasajeras de una creaci¨®n en la cual ellas carecen de sentido, a no ser el de permitirle a la humanidad desempe?ar su papel". Y luego, como se recordar¨¢, el gran antrop¨®logo se abisma en la mirada melanc¨®lica y muda de su gato.
As¨ª culmina, por lo visto, el descr¨¦dito del antropocentrismo. Su origen -nuestro desplazamiento del centro del sistema solar por obra de los avances astron¨®micos- se sit¨²a en el Renacimiento. Algo llama vivamente la atenci¨®n en este trayecto: el hecho de que va en proporci¨®n directa al aumento no ya del saber desinteresado, sino del poder efectivo del hombre sobre su entorno natural. Cuanto m¨¢s poderosos son los hombres y mejor dominan su medio, menos arrogancia muestran al simbolizar su papel c¨®smico. El hombre deja de considerarse el centro del mundo cuando ya se las va arreglando para ocupar no s¨®lo el centro, sino tambi¨¦n la m¨¢s remota periferia. La peque?a tribu primitiva de cazadores- recolectores, acosada por las bestias salvajes y por las inclemencias naturales, que vive en una forzosa armon¨ªa con su entorno hecha de respeto, pragmatismo y magia, se tiene a s¨ª misma por el ombligo del universo: sus componentes son los hombres por antonomasia, y antepasados heroicos conquistaron para ellos los beneficios del sol o inventaron el arco iris. As¨ª fue durante milenios, mientras los hombres ten¨ªan que enfrentarse con seres y fuerzas elementales que apenas pod¨ªan controlar. Despu¨¦s, el ¨¦xito de su especie fue haciendo condescendiente y algo esc¨¦ptico al tit¨¢nico depredador. Digamos que la victoria cada vez m¨¢s indudable le inclin¨® a mitigar su primigenia ideolog¨ªa de combate. Hoy, cuando la inmensa mayor¨ªa de los seres vivos del planeta se nos han sometido sin remedio o han sido exterminados, asumimos con la benevolencia ah¨ªta del dominio absoluto nuestro parentesco esencial con todo lo que liemos derrotado. ?Es nuestra mayor sabidur¨ªa cient¨ªfica la que nos ha vuelto m¨¢s imparciales o se trata sencillamente de la tolerancia de quien ya no tiene nada que temer?
Nietzsche ense?a que nuestras verdades no son sino los errores de los que nuestra supervivencia depende. En esta l¨ªnea, creo que los hombres fuimos antropoc¨¦ntricos mientras nuestros escasos recursos no nos permitieron una cosmovisi¨®n m¨¢s generosa: el enemigo apretaba demasiado como para que pudi¨¦semos renunciar a exaltarnos o admitir las similitudes que nos un¨ªan a ¨¦l. Ahora somos mucho m¨¢s fuertes, y nos concedemos el lujo de una mayor cortes¨ªa. Tambi¨¦n el imperialismo tiene sus cosas moralmente provechosas: contribuye a la amplitud de miras. Gracias al ¨ªmpetu conquistador de Alejandro, que barri¨® las fronteras entre griegos y b¨¢rbaros, desplazando a miles de individuos de sus centros sociales originarios, los estoicos llegaron a concebir la idea de la fraternidad universal humana y proclamaron que la aut¨¦ntica patria de cada cual no es su estrecha ciudad familiar, sino la ekumene. Cuando se deja de temer al vecino ya no hay raz¨®n para empe?arse en trompetear a los cuatro vientos la propia superioridad.
En el di¨¢logo de Fontenelle sobre La pluralidad de los mundos, la marquesa a la que se ilustra sobre los nuevos avances astron¨®micos comenta, con un escalofr¨ªo: "?ste es un universo tan grande que me pierdo en ¨¦l, que ya no s¨¦ d¨®nde me encuentro; ya no soy nada. ?La Tierra es tan espantosamente peque?a!". Pero se trata de un escalofr¨ªo delicioso, a fin de cuentas, no del silencio de los espacios infinitos que espeluznaba al demasiado sensible Pascal. El mundo humano es diminuto, pero por medio de c¨¢lculos y telescopios se ha hecho due?o de ¨¢mbitos m¨¢s vastos de lo que nunca se atrevi¨® a so?ar en las ¨¦pocas de la arrogancia mitol¨®gica. En el fondo, el antropocentrismo efectivo nunca ha sido mayor que ahora, cuando admitimos una peque?ez que sabemos m¨¢s potente y mejor asentada que ning¨²n otro dominio c¨®smico. Hasta el poco complaciente Pascal, que no regate¨® ofensas al. orgullo humano, admiti¨® la superioridad de la ca?a pensante sobre las fuerzas que la obligan a quebrarse... Si nuestra especie renuncia aparentemente a su tradicional primac¨ªa sobre las otras, no es porque el conocimiento le haya ense?ado modestia, sino porque ya es innecesario seguir a la defensiva recalcando lo obvio.
El ya poco recordado Norman O. Brown, en Life against death, estableci¨® penetrantemente: "La organizaci¨®n social es una mutua confesi¨®n simb¨®lica de culpa". A mayor extensi¨®n del poder¨ªo, mayor tensi¨®n de culpabilidad. Ahora que los animales supervivientes ya no son enemigos ni competidores, sino pintorescos trofeos del arrollador triunfo humano, artificiafizados en sus reservas como ¨²nica medida para diferir su extinci¨®n definitiva, comienzan a darnos pena e incluso nos hacen sentir cierto remordimiento. Parte del peso simb¨®lico de culpa que la sociedad debe administrar va a tenerles a ellos por protagonistas, pese a que ning¨²n reproche nos han hecho nunca, y tal es precisamente su peculiar delicadeza. A fin de cuentas, son ya m¨¢s manejables que los otros humanos que nos rodean, y en lo tocante al amor, resultan el pr¨®jimo menos conflictivo que podemos permitirnos. Su ineficacia les aproxima mucho a cierta idea que algunos nost¨¢lgicos del claroscuro se hacen de la inocencia o aun de la virtud. Nada hay de malo en estos miramientos ya algo tard¨ªos, simp¨¢ticamente piadosos, salvo que su teorizaci¨®n puede contribuir a oscurecer a¨²n m¨¢s la ra¨ªz del proyecto ¨¦tico. En ocasiones parece reflejarse aqu¨ª la desganada y peligrosa tentaci¨®n de una disoluci¨®n de la ¨¦tica, no de su extensi¨®n. Los animales humanizados pudieran ser la coartada de cierta animalizaci¨®n moral, so capa de naturalismo, que hiciera buena la ir¨®nica advertencia de Gobineau: "No creo que el hombre descienda del mono, pero estoy seguro de que avanza hacia ¨¦l a marchas forzadas".
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