El arte de hacer encuestas
Desde que vivimos en econom¨ªa sumergida recibo muchas m¨¢s visitas que antes. Muy temprano de la ma?ana empieza a sonar el timbre. Primero, es un parado que vende pa?uelos de papel. Despu¨¦s, una madre de familia numerosa abandonada por el marido. M¨¢s tarde, un obrero reciclado que todav¨ªa no sabe d¨®nde le tocar¨¢ ir. Luego, un joven que pide ayuda porque no quiere robar. Entre unos y otros, me visitan muchos encuestadores. Los suecos tienen varios cientos de bancos de datos que permiten conocer las actividades, hobbys y lecturas de sus ciudadanos: son europeos. En cuanto a m¨ª, que no soy sueca y dudo mucho de ser europea, creo que las numerosas empresas dedicadas con esmero a la mercadotecnia (que en sus or¨ªgenes no fue europea, sino americana, pero ya forma parte del MCE y de la OTAN) conocen qu¨¦ jab¨®n uso para ducharme, la marca de mi rotulador, de mi m¨¢quina de escribir, la pasta de dientes que empleo, qu¨¦ diario leo todos los d¨ªas y mi margarina preferida.Pero las ilusiones son tan constantes casi como los encuestadores: abro la puerta cada ma?ana con la esperanza de mantener una agradable conversaci¨®n con el encuestador o la encuestadora de turno acerca de mis gustos, afinidades y man¨ªas. Por lo que he visto, con los encuestadores es tan dif¨ªcil dialogar, sin embargo, como con el psicoanalista. Cuando el encuestador me pregunta qu¨¦ champ¨² uso, suelo responderle con el nombre del producto y agrego en seguida, cordial: "?Y usted?". Igual que el psicoanalista, el encuestador me contesta. Mi respuesta no viene en el libreto (Las cincuenta contestaciones posibles del encuestado). Llego a la conclusi¨®n de que los encuestadores ni usan jab¨®n para ducharse, ni compran revistas, ni tienen programa favorito de televisi¨®n. El encuestador casi siempre es un tipo muy enrollado. Sabe lo que tiene que hacer y no le gusta que el encuestado se salga de las variables posibles de la respuesta; o sea, no responde a la media. Por ejemplo, el en cuestador de los desodorantes deposit¨® el producto de muestra sobre mi mesa de trabajo (no sin antes echar una mirada de reconvenci¨®n por los numerosos papeles desordenados, las colillas de cigarros que hab¨ªan desparramado la ceniza sobre la cubierta de un libro y los tapones de cera de los o¨ªdos que flotaban sobre las hojas, despu¨¦s de hab¨¦rmelos quitado educadamente para escuchar sus interesantes preguntas), y me pregunt¨® si me gustaba la forma del envase. Pod¨ªa contestar (seg¨²n su libreto): "Mucho, poco, nada". Dije que no sab¨ªa bien, porque mirado de frente parec¨ªa un tamp¨®n, y de costado, en cambio, un misil. "?Un misil?", repiti¨® asombrado, y me dio tiempo para reconsiderar el s¨ªmil. "S¨ª, un misil", insist¨ª.
Los encuestadores son como los padres y los psicoanalistas: quieren que uno diga aquello que ellos desean o¨ªr, de lo contrario se fastidian. "Pi¨¦nselo mejor", me sugiri¨®, y yo me resign¨¦ a decirle que el envase no me gustaba nada. En seguida me pregunt¨® si el desodorante ol¨ªa bien. Pod¨ªa elegir entre olor a pino, a rosas o a lavanda. Aspir¨¦ profundamente. Es algo que habitualmente uno no puede hacer por la calle, que huele a gasolina; ni en el metro, ni en el autob¨²s; a veces, ni en el cine. Ol¨ªa a alcohol. "De ninguna manera", refut¨®. "Debe elegir entre pino, rosas o lavanda". Me disculp¨¦: hace tanto tiempo que vivo en el asfalto que mis narices s¨®lo reconocen los perfumes industriales. "El ¨²ltimo pino que ol¨ª fue en Navidad", le dije, "pero ya estaba contaminado por la nicotina de la sala; las rosas sint¨¦ticas no huelen, y en cuanto a la lavanda, creo que era el perfume que usaba mi t¨ªa, y me provocaba mareo". Me dijo que pod¨ªa contestar pino de todos
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Viene de la p¨¢gina 11modos, porque era m¨¢s sano. Acept¨¦. Tambi¨¦n me pareci¨® oportuno que el envase fuera verde, si supuestamente el desodorante ol¨ªa a pino. Matisse pintaba los ¨¢rboles rojos, incluidos los pinos, pero se ve que los fabricantes de cosm¨¦ticos e intimidades tienen una opini¨®n mucho m¨¢s elemental acerca del precio del producto. En general, nadie me consulta acerca de lo que debo pagar por las cosas que compro, especialmente la Telef¨®nica. Es m¨¢s: las facturas de la Telef¨®nica, por ejemplo, me parecen un misterio tan complicado como el de la Sant¨ªsima Trinidad; s¨®lo que en el caso de la Sant¨ªsima Trinidad alcanza con la fe, y en el caso de la Telef¨®nica, es necesaria la imaginaci¨®n: despu¨¦s de pagar las facturas del tel¨¦fono, sue?o con las conversaciones con Honolul¨² que jam¨¢s mantuve.
"?Cu¨¢l cree que ser¨ªa el precio m¨¢s conveniente para este producto?" me interrog¨® el joven encestador. Acerca de eso yo ten¨ªa mucho que decir. Yo creo que el desodorante tendr¨ªa que ser gratis; es m¨¢s: pienso que tendr¨ªa que ser suministrado en peque?as c¨¢psulas junto al billete de metro o de autob¨²s, de manera gratuita, como las figuras de pl¨¢stico dentro del huevo de Pascua. Cada billete con su c¨¢psula de desodorante. Higi¨¦nico, democr¨¢tico e incons¨²til. Ahora bien, en cuanto al desodorante familiar (m¨¢s barato por docena), mis ideas son muy claras. El precio debe ser el que resulta de los gastos de fabricaci¨®n, m¨¢s la jornada laboral de seis horas pagadas como ocho y sin plusval¨ªa. "?Sin qu¨¦?", me pregunt¨® el encuestador, sorprendido. "Plusval¨ªa", repet¨ª.
Desde que estamos en la posmodernidad, no hay modo de entenderse con, la gente. Es notable c¨®mo algunas palabras, algunos conceptos que formaron nuestra educaci¨®n social y sentimental han sido enterrados en el olvido. Ya nadie recuerda la plusval¨ªa, ni la lucha de clases, ni el determinismo de la historia. Ahora la oposici¨®n no es entre burgues¨ªa y proletariado, sino entre campo y ciudad. Y gracias a los Gobiernos socialistas la banca goza de mayores beneficios que nunca. "Lo de plusval¨ªa no me sirve", me dijo el joven. "Es l¨®gico", le dije. "El beneficio de la plusval¨ªa de esta encuesta no es suyo, sino de la empresa". Frunci¨® el ce?o. "No tengo quejas de la empresa", dijo sin mucha convicci¨®n. "Bueno", conced¨ª apiadada, "creo que podemos dejar por ahora lo de la plusval¨ªa. Si quiere, ponga que me parecer¨ªa muy bien que el cine, el metro, el gas, la luz, la ense?anza, el pan y los libros fueran gratis, ahora que hemos entrado en la era tecnol¨®gica". Abri¨® unos ojos muy grandes. Eran celestes, no estaban nada mal. "?Y de qu¨¦ van a vivir entonces los empresarios?", me pregunt¨® alarmado. "De los desodorantes, querido, de los desodorantes", le contest¨¦.
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