La resaca
El hombre no puede vivir sin ¨ªdolos. Los grandes l¨²cidos del siglo pasado -como Leopardi, como Nietzsche- padecieron, al parecer, de una grave ingenuidad al declararse destructores de ¨ªdolos v creer que su martillo era realinente efectivo. Denunciaban las nuevas iglesias del progreso convencidos de la ceguera de quienes rend¨ªan un culto indiscriminado al futuro a trav¨¦s de nociones como Estado, Ciencia o Emancipaci¨®n. Advert¨ªan al llombre contra la tentaci¨®n de sustituir al viejo Dios por otros dioses y exig¨ªan al esp¨ªritu libre la terrible sabidur¨ªa de vivir plnamente el mundo al borde de un mirador desde el que se contemplaba la ausencia de sentido de ee mismo mundo. Eran grandes l¨²cidos y grandes ingenuos, porque, al adivinar la escena de la libertad, propon¨ªan al hombre una representaci¨®n insoportable. Por eso se dice que fracasaron. El hombre no puede soportar la representaci¨®n de s¨ª mismo en libertad, en peligrosa y majestuosa soledad. Necesita v¨ªnculos de invisible seguridad, voces que informen su conciencia, im¨¢genes de castigo ante las que estremecerse, promesas desalvaci¨®n ante las que tranquilizarse. Necesita que el horror penda sobre su cabeza para empeque?ecerse y larnentarse; pero tarribi¨¦n que una nube de esperanza le envuelva en el olvido del horror. La religi¨®n era sin duda el m¨¢s perfecto en granaje inventado por el hombre para hacer soportable su puesta en escena en el mundo, pues, adem¨¢s de ofrecer los alicientes de la punici¨®n y del premio, pon¨ªa la direcci¨®n de la obra en manos ajenas. Cuando el hombre decidi¨® erigirse ¨¦l irtismo en director, la euforia de un cambio tan radical le arrastr¨® a un admirable optimismo. Cierto que no faltaron opiniones sombr¨ªas -desde el propio Renacimiento en adelante- ni lograban erradicarse la violencia y la guerra, la enfermedad y la muerte; pero, a pesar de ello, el poder del nuevo licor era tan vivo que la embriaguez de la mente forjaba de continuo las ideas que reconducir¨ªan la historia. Sin la protecci¨®n divina, mas tambi¨¦n sin su coacci¨®n, las utop¨ªas pod¨ªan convertirse en proyectos de realidad futura. Dejada atr¨¢s la Verdad -religiosa-, pod¨ªan proponerse otras verdades capaces de suscitar en los hombres una renovada fe y una imagen, esta vez terrena, de felicidad. El Esp¨ªritu Absoluto, la "s¨®ciedad perfecta" o los diversos "mundos felices" de ra¨ªz cient¨ªfica fueron distintos escenarios en los que el pensamiento, todav¨ªa ebrio y ansioso de triunfo, reflej¨® su representaci¨®n ideal.
Luego vino la resaca. El siglo XX es, en cierto modo, el siglo de la resaca, del despertar brumoso y pesado de un sue?o que, tras ser acosado por pesadillas, ha generado una ambigua realidad. Ha sido un despertar lento, costoso, dominado durante largo tiempo por una conciencia que se resist¨ªa a abandonar aquella fe que hab¨ªa sido imaginada durante el fecundo estado de ebriedad. Y as¨ª, en la primera mitad de nuestra centuria, los sonidos superpuestos del apocalipsis y de la utop¨ªa todav¨ªa han podido ser escuchados como caminos de futuro. Destruir para construir; tras el ocaso, la aurora. La l¨®gica de la fe -"el nuevo mundo surge desde las cenizas del pasado- "a¨²n era susceptible de ser encauzada mediante la guerra; es decir, mediante la acci¨®n que tradicionalmente han aceptado los hombres como premisa en la conquista de una eventual felicidad. Las revoluciones sociales que rodean la Primera Guerra Mundial y los fascismos que originan la segunda son todav¨ªa una prueba de ello. Con independencia de la admiraci¨®n o repugnancia que nos susciten, tienen en com¨²n el ser los productos -valerosos, sangrientos o siniestros- de aquel sue?o en el que el hombre se sumi¨® cuando se represent¨® a s¨ª mismo como una idealidad hist¨®ricamente verificable.
Pero este tipo de puesta en escena ya hace a?os que ha terminado. Para engendrar im¨¢genes de salvaci¨®n, el hombre ha requerido fe religosa o fe hist¨®rica. Ahora bien, para conservar esta ¨²ltima era necesario mantener las imprescindibles coordenadas de la utop¨ªa: un espacio ?limitado en el que la destrucci¨®n de la realidad odiada e imperfecta abriera paso a la realidad perfecta y deseada. Era necesario que ninguna Verdad viniera a entorpecer el libre juego de perspectivas que se ofrec¨ªan las verdades. Y, sin embargo, esa Verdad, criatura del sue?o convertida en monstruo al reconocerse real, ha surgido con la imagen radicalmente nueva de la autodestrucci¨®n de la humanidad. Desde la proclama filos¨®fica de la "muerte de Dios" no hay ninguna otra imagen tan determinante en la modificaci¨®n del escenario humano. Entre ambas transcurre la gigantesca embriaguez del pensaimiento occidental, el tiempo de las ideas portadoras de utop¨ªa, el teatro en el que el hombre ha intentado ejercer de ¨²nico director.
Mediante la imagen pl¨¢stica de la autodestrucci¨®n, el paisaje tenebroso que se ha interpuesto brutalmente en la luz prometida por la raz¨®n cient¨ªfica, el hombre ha introducido un cambio de decorado cuyas consecuencias le han desconcertado. De repente ha debido enfrentarse al "nacimento de un dios negativo"; nacimiento que, es cierto, ¨¦l ha provodado y a¨²n tiene la esperanza de controlar, pero que, al mismo tiempo, parece estax escapando a su control. Este temor, oscilando entre intuiciones y certidumbres, es el que facililta el estatuto trascendente, metaf¨ªsico, y no ¨²nicamente fisico, a la imagen de la autodestrucci¨®n. Es el que facilita su connotaci¨®n de "dios negativo", portador de una "verdad" insuperable a la que necesariamente deben acatar las tentativas humanas. Es esta circunstancia capital, y no los fracasos hist¨®ricos en su confrontaci¨®n con la ralidad, la que ha cercenado la base de las ideolog¨ªas utopistas. Tras la derrota, otros intentos u otras ideolog¨ªas habr¨ªn anunciado el ¨¦xito venidero si el horizonte ?abierto de las idealidades no hubiera quedado obturado por un factor que coacciona -en lo filos¨®fico, en lo pol¨ªtico y tambi¨¦n en lo cient¨ªfico- toda proposici¨®n de, "sociedades perfectas" y "mundos felices". El nuevo ¨ªdolo amenazador impide al hombre concebirse a s¨ª mismo como potencialmente libre y le disuade de su lucha en tal direcci¨®n. Y as¨ª lo pregonan diariamente aquellos pol¨ªticos y militares que habiendo asum¨ªdo la funci¨®n de ser sus sacerdotes exigen de los hombres la aceptaci¨®n del realismo del miedo.
Sin embargo, el hombre s¨®lo puede convivir con el horror si desarrolla mecanismos que le conducen a olvidarlo. No resulta extra?o, pues, que el realismo del miedo, tras arrinconar a las dlistintas "pasiones de perfecci¨®n", haya generado, como contrapropuesta afirmativa, un realismo en el placer. Frente a la imagen exterminadora, rodeada de una bruma m¨¢s o menos densa de acuerdo con las necesidades e intereses pol¨ªticos de cada momento, el mundo occidental propicia el asentamiento de un nuevo hedonismo cuyos contornos est¨¢n marcados por la denominada "modernizaci¨®n tecnol¨®gica"; es decir, por una optimista combinaci¨®n de goce y t¨¦cnica que es presentada como figura de esperanza y como b¨¢lsamo del temor. Si pudiera definirse una ideolog¨ªa dominante en la Europa actual, ¨¦sta no ser¨ªa otra que la yuxtaposici¨®n, apenas matizada seg¨²n los partidos gobernantes, de ambos realismos. En el lugar m¨¢s destacado de la escena, la oferta m¨¢s o menos espectacular del nuevo hedonismo; al fondo, la presencia m¨¢s o menos inconfesada del miedo. Y los espectadores, los desconcertados hijos de la gran resaca del pensamiento europeo, mirando alternativamente a un lado y a otro, sobresalt¨¢ndose al vislumbrar las siluetas del horror e hipnotiz¨¢ndose ante el estruendoso desfile de las mercanc¨ªas del bienestar.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.