Plaza de Castilla
Nadie vive en la plaza de Castilla; aqu¨ª son todos transe¨²ntes que escupen a r¨ªtmicos intervalos las bocas de metro. Reclutas de Colmenar, estudiantes de Cantoblanco, apesadumbrados familiares de los pacientes de La Paz o del Ram¨®n y Cajal, campesinos que abordan la ciudad en trenes y autobuses de l¨ªnea. La multitud se arremolina en las paradas del transporte p¨²blico, adolescentes maquilladas con sus pinturas de guerra responden con desparpajo a los zafios requiebros del personal masculino. La voz de El Fary zumba entre los tenderetes de los vendedores ambulantes: casetes, revistas porno, claveles, bisuter¨ªa, medias de colore s fosforescentes, cinturones, libros de ocasi¨®n, cacharros, pipas de girasol...Los autom¨®viles giran trabajosamente alrededor del desquiciado islote central en el que un Calvo Sotelo de l¨²gubre expresi¨®n intenta, sin ¨¦xito, romper unas misteriosas cadenas, ajeno a la aguzada proa de un buque fantasma que est¨¢ a punto de arrollarle por la espalda.
El monumento m¨¢s caracter¨ªstico de la plaza no es esta burda alegor¨ªa central de sublime fealdad, sino el dep¨®sito de agua del Canal de Isabel II, humilde torreta circular sin pretensiones art¨ªsticas, monumento espont¨¢neo a mayor gloria de las acu¨¢ticas deidades de la villa.
Los caballitos del carrusel reproducen a peque?a escala el movimiento de la plaza, rueda en la que se funden gentes venidas de la Ventilla, el Pilar, Alcobendas, San Sebasti¨¢n de los Reyes, puerta norte de Madrid, cruce de caminos, centro que articula Chamart¨ªn con Tetu¨¢n de las Victorias, aqu¨ª mueren la Castellana y Bravo Murillo, que se unen en el v¨¦rtice que ocupa desde hace poco el anodino edificio de los juzgados, en el que la justicia se esfuerza por parecer as¨¦ptica, desprovista de sus aparatosos ropajes y ceremoniales, y se camufla como una oficina m¨¢s de la espesa red burocr¨¢tica que se extiende por la ciudad como una tela de ara?a, laberinto se?alizado con p¨®lizas y escoltado por h¨¢biles ordenanzas y conserjes.
La plaza de Castilla es tambi¨¦n solar, aprovechado por la profusa iconografia de las vallas publicitarias, descampado en el que se alzan prepotentes torres de torvo aspecto, ciegas, sin ventanas para que los oficinistas en ellas confinados no se distraigan n*ando a las nubes.
El di¨¢logo surge espont¨¢neo, a veces bronco, casi siempre ¨¢gil, en las diferentes colas que se hacen y se deshacen continuamente, colas de autob¨²s o colas de juzgado de primera instancia. Convocados por inquietantes y severas citaciones, miles de ciudadanos K esperan ordenadamente pasar por el riguroso filtro de seguridad antes de enfrentarse con el rostro severo de la ley. En esta cola todos aparentan la mayor tranquilidad y sonr¨ªen como diciendo a sus vecinos: "No crea que yo he venido aqu¨ª por nada vergonzoso". Cada rostro es una coartada de inocencia a veces traicionada por un peque?o tic nervioso.
La estaci¨®n ferroviaria de Chamart¨ªn arroja sobre la plaza oleadas de fugaces visitantes que toman contacto por primera vez con la agitada vida de esta ciudad con mil caras a trav¨¦s de dos ejes.
Amplia, fr¨ªa y rectil¨ªnea, la Castellana es una flecha que se introduce en una ciudad que parece moderna, racional, bancos y ministerios, museos y hoteles, fuentes y estatuas, bulevares y terrazas. El eje de la Castellana es implacable, de Norte a Sur parte la ciudad y la desgaja en dos mitades.
Bravo Murillo, abigarrada y comercial, popular y festiva, cines de sesi¨®n continua, mercados y bazares, tabernas y boutiques. Asom¨¢ndose hacia el Oeste se percibe la huella rural del barrio bordearido, la Dehesa de la Villa.
Hacia el Norte, la carretera de Burgos, La Moraleja y Alcobendas, La Paz y el pabell¨®n del Real Madrid,donde celebran su ritos festivos rockeros hu¨¦rfanos de audit¨®rium, aficionados al jazz, al pop o a cualquier g¨¦nero multitudinario, acogido provisionalmente al inc¨®modo refugio de los coliseos, taurinos o deportivos.
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