La d¨¦cada decadente
La ¨²nica originalidad cultural digna de tal nombre de esta d¨¦cada es el surgimiento de una poderosa e in¨¦dita autoconciencia de d¨¦cada que todo lo tutela y lo titula. El rasgo m¨¢s llamativo de la cultura de estos ¨²ltimos a?os consiste en periodizar los hechos por decenios m¨¢s o menos redondos. El nuevo esp¨ªritu del tiempo se refleja en esa extendida y popular man¨ªa de considerarnos ante todo hijos de una determinada d¨¦cada, y en otorgarle a tan curiosa parcelaci¨®n cronol¨®gica una est¨¦tica, un proyecto, una moral, una personalidad, una unidad y, lo que me resulta altamente parad¨®jico, un sentido cerrado. Mas que ciudadanos de un territorio, de un espacio o de un escenario, en est¨¦ fin de siglo nos proclamamos habitantes de un tiempo. Pero no de un per¨ªodo relacionado con las variadas tradiciones calendarias judeocristianas o indoeuropeas, sagradas o profanas, ni siquiera de un decurso temporal de mediana escala, sino pobladores de un almanaque mental, cultural y social basado en el dudoso prestigio simb¨®lico del n¨²mero 10.Hablamos insistentemente de los cuarenta, los cincuenta; los sesenta o los setenta, fragmentamos en rotundos decenios los acontecimientos mayores y menores, adjetivarnos, comparamos y polemizamos desde esa curiosa configuraci¨®n cronom¨¦trica, incluso hablamos con desparpajo del esp¨ªritu de los ochenta, de estilo ochental o del look ochentista, cuando a¨²n estamos dando bandazos a derecha y a izquierda, extraviados y extravagantes, por la mitad del trayecto. Y lo que es m¨¢s pasmoso: ya existen abundantes muestras period¨ªsticas y universitarias cuya misi¨®n consiste en parcelar el futuro de id¨¦ntico modo: ah¨ª est¨¢n esos libros, esas mesas redondas, esas tesis, esos seminarios, ese intenso g¨¦nero especulativo que no habla de los impactos, los desaf¨ªos, los retos o los ritos de los noventa.
Hay que hacer constar inmediatamente que esta intensa conciencia de d¨¦cada que se nos ha puesto y parece a primera vista tan natural carece de precedentes. Ni en los dulces sesenta ni en los duros setenta, para citar los dos grandes t¨®picos de este sarampi¨®n, se ten¨ªa impresi¨®n determinada alguna de dulzura o de dureza, ni mucho menos impresi¨®n de ser ciudadanos de una determinada d¨¦cada, como ahora sucede. Fue mucho despu¨¦s, hace apenas unos a?os, al surgir esa literatura decadal¨®gica que se nos ha venido encima, todo un flamante g¨¦nero entre period¨ªstico y acad¨¦mico, cuando nos enteramos, no sin sorpresa, de que aquellos fueron tiempos simp¨¢ticos o feroces, blandos o acerados, ¨¦picos o c¨ªnicos, ut¨®picos o viles. Pero, sobre todo, cuando nos enteramos de que la vida se divid¨ªa por d¨¦cadas, que cada 10 a?os se inauguraban y se clausuraban los ciclos de la cultura, la pol¨ªtica, lo social, lo cotidiano, lo econ¨®mico y hasta lo cient¨ªfico.
Pudiera parecer que esta insistente periodizaci¨®n por decenios que singulariza esta ¨¦poca forma parte de nuestras tradiciones, es costumbre calendaria que nos viene de lejos. Ni muchos menos. Esa es nuestra indiscutible originalidad cultural en todo este tiempo, el 10 es n¨²mero de gran prestigio para los aritm¨¦ticos y los te¨®sofos, pero carece de relevancia en la narraci¨®n hist¨®rica y en las infinitas modalidades sacras o profanas de medir el tiempo y de articular los ciclos, es decir, de suspender¨¦ el orden lineal e instaurar el almanaque m¨ªtico. Los griegos pensaban en per¨ªodos de cuatro a?os, los que separaban las celebraciones de los juegos, las olimpiadas. Los romanos contaban por lustros, los cinco a?os que se?alaban las ceremonias purificadoras que se oficiaban en el campo de Marte. Los aztecas llegaron a tener ciclos de 52 a?os; ciertos pueblos africanos, como los Abidji y los Baul¨¦, periodizaban cada siete a?os con ¨¢nimo regenerador, y el sagrado ciclo budista comprend¨ªa los 12 a?os zodiacales. Es cierto que el calendario republicano franc¨¦s de 1793 instaur¨® la d¨¦cada; pero no eran a?os lo que contabilizaba, sino d¨ªas: la d¨¦cada republicana era la alternativa c?vil a la semana religiosa, la liquidaci¨®n del domingo, la profailaci¨®n del sagrado siete. Somos, por tanto, los primeros en haber elevado el decenio a categor¨ªa central de nuestras ceremonias temporales, a cielo dominante Por medio del cual se fragmentan los acontecimientos contempor¨¢neos.
Hace aproximadamente 10 a?os que todo se divide por 10 a?os. Este flamante imperialismo cronol¨®gico del decenio tiene una enorme importancia cultural. Ha modificado la idea que tenemos del pasado inmediato, tiraniza los tiempos presentes y, como vimos, hasta nos obliga a periodizar el futuro en esos mismos t¨¦rminos m¨ªticos.
No hay calendario inocente, y ser¨ªa un despiste may¨²sculo interpretar a beneficio de moda pasajera o de capricho period¨ªstico el surgimiento avasallador de esta in¨¦dita autoconciencia de d¨¦cada en nuestras costumbres. No es casualidad que esta reconversi¨®n sacra del almanaque ocurra en unos tiempos que dicen presididos por el signo de interrogaci¨®n -de la crisis y la perplejidad-, que conjuga incesantemente esa cultura que nos habla del fin de la modernidad, de la liquidaci¨®n por derribo de las grandes certezas filos¨®ficas, pol¨ªticas, morales y est¨¦ticas de anta?o. Tiempo de una cultura fabricada de despedidas y de apocalipsis, de fugas y deserciones, de fragmentos y ruinas, que ha logrado la haza?a de sustituir aquel no tan lejano sufijo en ismo procedente de las primeras cosechas ilustradas por este omn¨ªvoro prefijo en post que pretende no dejar may¨²scula con cabeza, y cuyas ¨²nicas ceremonias p¨²blicas son esos diarios funerales c¨®rpore in sepulto por el progreso y la raz¨®n.
Dicen los concelebrantes de esas liturgias de la necromoder
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nidad que esta es la d¨¦cada de los grandes adioses. Me parece que hay que contarlo al rev¨¦s. Porque la cultura y los saberes contempor¨¢neos, agobiados por el fantasma de la complejidad -todo hay que decirlo: por nuevos modelos de raz¨®n y de progreso, menos simples que los de hace siglos- se han especializado consoladoramente en el discurso de las postrimer¨ªas, en la est¨¦tica de la decadencia, en la moral del derribo y en el look del simulacro, precisamente porque se ha renunciado, por aburrimiento o por desconcierto, a traficar con el pensamiento complejo, por eso mismo se ha instaurado esa aguda y aguada autoconciencia de d¨¦cada que, como los purificadores lustros romanos, los regeneradores ciclos de los aztecas y los dog¨®n o el sacro calendario budista, no es otra cosa que conjuro contra los tiempos hist¨®ricos adversos, ceremonia calendaria que expulsa de la tribu los demonios de la continuidad y, de paso, exorciza el rigor almanaque de raza c¨ªclica que suspende el antes y el despu¨¦s, y se regenera absolutamente cada decenio.
No es que esta d¨¦cada haya inaugurado la reflexi¨®n sobre el fin de la modernidad, de la historia, de las ideolog¨ªas, del progreso o de la raz¨®n, como suele repetirse con una insistencia que ya resulta sospechosa; es que cuando se practica intensamente la cultura de los adioses y de la decadencia -y no es la primera vez ni ser¨¢ la ¨²ltima- el resultado l¨®gico es la instauraci¨®n de un tiempo m¨ªtico, de un almanaque c¨ªclico, de una periodizaci¨®n ritual, de una sacralizaci¨®n de las ceremonias cronom¨¦tricas para suspender el viejo orden del tiempo.
Pensar, escribir, dirimir, dividirlo todo por decenios es el mejor s¨ªntoma externo de esa necromodernidad que estos diez a?os se ha especializado en despedidas y responsos, que ha sabido nombrar lo que rechaza, que le ha colocado alegremente a toda perturbaci¨®n -a todo ismo viviente- el sambenito post, pero que no se atreve a moverse ni un cent¨ªmetro ni un segundo del espacio y del tiempo de esa cultura de la perplejidad.
D¨¦cada no deriva de decadencia, pero esta etimolog¨ªa fant¨¢stica acabar¨¢ por imponerse cuando los historiadores del futuro estudien la curiosa y m¨ªtica manera de periodizar que inventaron sus antepasados simplemente porque descubrieron a finales del siglo XX que ya no pod¨ªan manejarse los mismos conceptos de raz¨®n y progreso que a finales del siglo XVIII.
A eso lo llamaron posmodernidad y se dedicaron intensamente a fragmentarlo todo por d¨¦cadas cerradas para simplificar una era que justamente se caracteriza por la imprecisi¨®n de sus fronteras cronol¨®gicas y que est¨¢ presidida no por el signo de lo perplejo, como repiten, sino de lo complejo. Detener el tiempo, sacralizarlo, asumir el siempre c¨ªclico discurso de la decadencia y el decurso de la d¨¦cada, para evitar conocer si acaso han surgido dos siglos despu¨¦s modalidades m¨¢s endiabladas de raz¨®n y de progreso.
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