Un hombre en llamas frente a la catedral
Fue una inspiraci¨®n s¨²bita, aunque ten¨ªa un fundamento racional indudable. Me parec¨ªa que el tren era el medio m¨¢s seguro de viajar dentro de Chile, sin los controles que hay que sortear en los aeropuertos o en las carreteras. Y sobre todo porque se aprovechaban las noches, que eran in¨²tiles en las ciudades por el toque de queda. Franquie no estaba muy convencido, pues sab¨ªa que los trenes son el medio de transporte m¨¢s vigilado. Pero yo alegaba que, por lo mismo, son m¨¢s seguros. A ning¨²n polic¨ªa se le ocurre que un clandestino suba en un tren vigila do. Franquie, al contrario, cre¨ªa que la polic¨ªa sabe que la gente clandestina viaja en los trenes, porque piensa que los lugares m¨¢s seguros son los m¨¢s vigilados. Cre¨ªa, adem¨¢s, que un publicista rico, con una larga experiencia y grandes negocios en Europa, est¨¢ dispuesto a viajar en los estupendos trenes europeos, pero no en los pobres trenes de la provincia chilena. Sin embargo, lo convenci¨® mi argumento de que el avi¨®n de Concepci¨®n no es el m¨¢s recomendable para cumplir una cita o un plan de trabajo, porque nunca se sabe si la niebla le permitir¨¢ aterrizar. La verdad, entre nosotros, es que yo hubiera preferido el tren de todos modos, por mi miedo incurable al avi¨®n.As¨ª que a las once de la noche tomamos el tren en la estaci¨®n central, cuya estructura de hierro tiene la misma belleza incomprensible de la torre de Eiffel, y nos instalamos en un compartimento confortable y limpio del vag¨®n dormitorio. Me mor¨ªa de hambre, pues lo ¨²nico que hab¨ªa comido desde el desayuno eran dos barras de chocolate que me vendieron en el cine mientras el joven Mozart daba saltos de acr¨®bata frente al emperador de Austria. El inspector nos inform¨® que s¨®lo pod¨ªamos comer en el coche comedor, y que ¨¦ste estaba incomunicado del nuestro por disposici¨®n reglamentaria, pero ¨¦l mismo nos dio la soluci¨®n: antes de que partiera el tren deb¨ªamos ir al restaurante, comer como pudi¨¦ramos y regresar al dormitorio una hora despu¨¦s durante la parada en Rancagua. As¨ª lo hicimos, a toda prisa, porque ya hab¨ªa sonado el toque de queda, y los inspectores nos azuzaban a gritos: "Ap¨²rense, caballeros; ap¨²rense, que estamos violando la ley". S¨®lo que a los guardias de la estaci¨®n de Rancagua, so?olientos y muertos, de fr¨ªo, no les importaba un r¨¢bano aquella violaci¨®n consentida e inevitable de la ley marcial.
Era una estaci¨®n helada y vac¨ªa, sin un alma, cubierta por una niebla fantasmal. Id¨¦ntica a las estaciones de las pel¨ªculas de deportados en la Alemania nazi. De pronto, mientras los inspectores nos apuraban, se nos adelant¨® a toda barrera un mozo del restaurante, con la cl¨¢sica chaquetilla blanca, y llevando en la palma de la mano un plato de arroz con un huevo frito encima. Corri¨® unos 50 metros a una velocidad inconcebible sin que el plato perdiera su equilibrio m¨¢gico, se lo- dio por la ventana del vag¨®n de cola a alguien que, sin duda, le hab¨ªa pagado para eso, y antes que nosotros lleg¨¢ramos al nuestro ya hab¨ªa regresado al restaurante.
Recorrimos en absoluto silencio los casi 500 kil¨®metros hasta Concepci¨®n, como si el toque de queda no s¨®lo fuera obligatorio para los pasajeros de aquel tren son¨¢mbulo, sino para todos los seres de la naturaleza. A veces me asomaba por la ventanilla, y lo ¨²nico que alcanzaba a ver a trav¨¦s de la niebla eran estaciones vac¨ªas, campos vac¨ªos, la vasta noche vac¨ªa de un pa¨ªs desocupado. La ¨²nica prueba de la existencia del hombre sobre la tierra eran las. interminables cercas de alambre de p¨²a a lo largo de la carrilera, y nada detr¨¢s de las cercas, ni gente, ni flores, ni animales: nada. Me acord¨¦ de Neruda: "En todas partes pan, arroz, manzanas; en Chile, alambre, alambre, alambre". A las siete de la ma?ana, cuando a¨²n faltaba mucha tierra para que se acabara el alambre, llegamos a Concepci¨®n.
Mientras decid¨ªamos el paso siguiente pensamos en buscar donde rasurarnos. Por m¨ª no hab¨ªa problema. Habr¨ªa aprovechado el pretexto para dejarme crecer la barba una vez m¨¢s. Lo malo era la catadura de forajidos que iban a vernos los carabineros, en una ciudad que est¨¢ en la conciencia de todos los chilenos como el escenario de grandes luchas sociales. All¨ª naci¨® el movimiento estudiantil de los a?os sesenta, all¨ª encontr¨® Salvador Allende un apoyo decisivo para. su elecci¨®n, fue all¨ª donde el presidente Gabriel Gonz¨¢lez Videla. inici¨® las represiones sangrientas de 1946, poco antes de fundar el campo de concentraci¨®n de Pisagua, donde se entren¨® en las artes del terror y la muerte un joven oficial llamado Augusto Pinochet.
Flores eternas en la plaza Sebasti¨¢n Acevedo
Desde el taxi que nos llevaba hacia el centro de la ciudad, a trav¨¦s de una niebla densa y helada, vimos la cruz solitaria en el atrio de la catedral, y el ramo de flores perpetuas mantenidas por manos an¨®nimas. Sebasti¨¦n Acevedo, un humilde minero del carb¨®n, se hab¨ªa prendido fuego en ese sitio, dos a?os antes, despu¨¦s de intentar sin resultados que alguien intercediera para que la Central Nacional de Informaci¨®n (CNI) no siguiera torturando a su hijo de 22 a?os y a su hija de 20, detenidos por porte ilegal de armas.
Sebasti¨¢n Acevedo no hizo una s¨²plica, sino una advertencia. Como el arzobispo estaba de viaje, habl¨® con los funcionarios del arzobispado, habl¨® con los periodistas de mayor audiencia, habl¨® con los l¨ªderes de los partidos pol¨ªticos, habl¨® con dirigentes de la industria y el comercio, habl¨® con todo el que quiso o¨ªrlo, inclusive con funcionarios del Gobierno, y a todos les dijo lo mismo: "Si no hacen algo por impedir que sigan torturando a mis hijos, me empapar¨¦ de gasolina y me prender¨¦ fuego en el atrio de la catedral". Algunos no le creyeron. Otros no supieron qu¨¦ hacer. En el d¨ªa se?alado, Sebasti¨¢n Acevedo se plant¨® en el atrio, se ech¨® encima un cubo de gasolina y advirti¨® a la muchedumbre concentrada en la calle que si pasaban de la raya amarilla se prender¨ªa fuego. No valieron los ruegos, no valieron ¨®rdenes, no valieron amenazas. Tratando de impedir la imnolaci¨®n, un carabinero pas¨® la raya, y Sebasti¨¢n Acevedo se convirti¨® en una hoguera humana.
Vivi¨® todav¨ªa siete horas, l¨²cido y sin dolor. La comnoci¨®n p¨²blica fue tan radical, que la polic¨ªa se vio forzada a permitir que su hija lo visitara en el hospital antes de morir. Pero los m¨¦dicos no quisieron que lo viera en su estado de horror, y s¨®lo le permitieron hablar por el cit¨®fono. "?C¨®mo s¨¦ yo que t¨² eres Candelaria?", pregunt¨® Sebasti¨¢n Acevedo al o¨ªr la voz. Ella le dijo entonces el diminutivo cari?oso con que ¨¦l la llamaba cuando era ni?a. Los dos hermanos fueron sacados de las c¨¢maras de tortura, tal como el padre m¨¢rtir lo hab¨ªa exigido con su vida, y puestos a disposici¨®n de los tribunales ordinarios. Desde entonces, los habitantes de Concepci¨®n tienen tambi¨¦n un nombre secreto para el lugar del sacrificio: plaza Sebasti¨¢n Acevedo.
Aparecer en ese basti¨®n hist¨®rico a las siete de la ma?ana, disfrazados de burgueses, pero sin afeitar, era un riesgo que no val¨ªa la pena. Adem¨¢s, cualquiera sab¨ªa que un ejecutivo de publicidad de estos tiempos, junto con la grabadora miniaturizada para recordar sus ideas, lleva en el malet¨ªn una afeitadora electr¨®nica para afeitarse en los aviones, en los trenes, en el autom¨®vil, antes de Regar a una cita de negocios. Sin embargo, tal vez no hab¨ªa un riesgo mayor en Concepci¨®n que buscar quien lo afeitara a uno un s¨¢bado cualquiera a las siete de la ma?ana. La primera tentativa la hice en la ¨²nica peluquer¨ªa abierta a esa hora, cerca de la plaza de Armas, que ten¨ªa un letrero en la puerta: Unisex. Una muchacha como de 20 a?os estaba barriendo el sal¨®n, todav¨ªa entre sue?os, y un hombre casi tan joven como ella ordenaba los frascos en el tocador.
-Quiero rasurarme -dije.
-No -dijo el hombre-; aqu¨ª no hacemos ese trabajo.
-?Donde lo hacen?
-Vaya m¨¢s adelante -dijo-. Hay muchas peluquer¨ªas.
Camin¨¦ una cuadra, hacia donde Franquie se hab¨ªa quedado para alquilar un autom¨®vil, y me encontr¨¦ que estaba identific¨¢ndose con dos carabineros. Tembi¨¦n a m¨ª me lo exigieron, pero no hubo problemas. Al contrario. Mientras Franquie alquilaba el autom¨®vil, uno de los carabineros me acompa?¨® dos, cuadras hasta otra peluquer¨ªa que estaba abriendo las puertas, y se despidi¨® con un apret¨®n de manos.
Tambi¨¦n ah¨ª estaba el letrero en la puerta: Unisex. Tal como en el primer sal¨®n, en ¨¦ste hab¨ªa un hombre de unos 35 a?os y una muchacha m¨¢s joven. El hombre me pregunt¨® qu¨¦ quer¨ªa. Le dije: "Rasurarme". Ambos me rri¨ªraron sorprendidos.
-No, caballero;- aqu¨ª no damos ese servicio -dijo ¨¦l.
-Aqu¨ª somos unisex -dijo la muchacha.
-Bueno -les dije yo-; por muy unisex que sean podr¨¢n rasurarlo a uno.
-No, caballero -dijo ¨¦l-; aqu¨ª no.
Ambos me dieron la espalda. Entonces segu¨ª caminando por las calles desoladas, a trav¨¦s de la niebla opresiva, y no s¨®lo me sorprend¨ª de la cantidad de peluquer¨ªas unisex que hab¨ªa en Concepci¨®n, sino de la unanimidad de sus h¨¢bitos: en ninguna quisieron rasurarme. Estaba perdido en la niebla cuando un ni?o de la calle me pregunt¨®:
-?Anda buscando algo, caballero?
-S¨ª -le dije-, ando buscando una peluquer¨ªa que no sea unisex, sino de hombres solos, como las de antes.
Entonces me llev¨® a una peluquer¨ªa tradicional, con el cilindro de espiral rojo y blanco en la puerta y sillones rotatorios de los de mis tiempos. Hab¨ªa dos ancianos con los delantales sucios atendiendo a un solo cliente. Uno le cortaba el pelo y el otro le iba sacudiendo con una escobilla las pelusas que le ca¨ªan en la cara y los hombros. Adentro ol¨ªa a linimento, a alcohol mentolado, a botica antigua, y s¨®lo entonces ca¨ª en la cuenta de que era el olor que hab¨ªa echado de menos en las peluquer¨ªas anteriores. El olor de mi infancia.
-Quisiera rasurarme -dije.
Tanto ellos como el cliente me miraron sorprendidos. El anciano de la escobilla me pregunt¨® lo que sin duda estaban pensando los tres:
- ?De d¨®nde es usted?
- Chileno -dije sin pensarlo, y me apresur¨¦ a corregir-, pero soy uruguayo.
Ellos no notaron que la correcci¨®n era peor que el error, sino que me hicieron caer en la cuenta de que en Chile no se dec¨ªa rasurar desde hac¨ªa a?os, sino afeitar. Tal vez por eso en las peluquer¨ªas de j¨®venes unisex no entendieron mi idioma en desuso de chileno viejo. En ¨¦sta, en cambio, se animaron con la llegada de alguien que hablaba como en sus buenos tiempos, y el peluquero que estaba libre me sent¨® en el sill¨®n,, me puso la s¨¢bana en el cuello, a la antigua, y abri¨® tina, navaja oxidada. Ten¨ªa por lo menos 70 a?os mal vividos, y era alto y fofo, con la cabeza muy blanca, y ¨¦l mismo ten¨ªa una barba de tres d¨ªas.
-?Va a afeitarse con agua ealierite o con agua fr¨ªa? -me pregunit¨®.
Apenas pod¨ªa sostener la navaja con la mano temblorosa.
-Con agua caliente, por supuesto -le dije.
-Pues nos llev¨® el carajo, caballero -dijo ¨¦l-, porque aqu¨ª no tenemos agua caliente, pura ag¨¹ita fr¨ªa.
Entonces volv¨ª a la primera peluquer¨ªa unisex, y cuando dije que quer¨ªa afeitarme -no rasurarme- me atendieron en seguida, pero con la condici¨®n de que me cortara el pelo. Tan pronto como acept¨¦, el joven y la muchacha corrigieron la actitud negligente e iniciaron una larga ceremonia profesional. Ella me puso una toalla en el cuello, me lav¨® la cabeza con agita fr¨ªa -pues tampoco all¨ª hab¨ªa agua caliente- y me pregunt¨® si quer¨ªa la f¨®rmula de mascarilla n¨²mero tres, n¨²mero cuatro o n¨²mero cinco, y si me hac¨ªa un tratamiento para detener la calvicie. Yo le segu¨ª la corriente, hasta que se detuvo de pronto, cuando estaba sec¨¢ndome la cara, y dijo para s¨ª misma: "?Qu¨¦ raro!". Yo abr¨ª los ojos sobresaltado: "?Qu¨¦?". Ella se ofusc¨® m¨¢s que yo.
-?Tiene las cejas depiladas! -dijo.
Disgustado por su descubrimiento, decid¨ª hacerle la broma m¨¢s brutal que: se me ocurri¨®, y le pregunt¨¦ con una mirada l¨¢nguida:
-?Es que tienes prejuicios contra los maricones?
Ella se ruboriz¨® hasta la ra¨ªz del cabello, y neg¨® con la cabeza. Luego el peluquero se hizo cargo de m¨ª y, a pesar del cuidado y la precisi¨®n de mis indicaciones, me cort¨® m¨¢s de la cuenta, me pein¨® de otro modo y termin¨® por dejarme convertido otra vez en Miguel Litt¨ªn. Era l¨®gico, porque el maquillista de Par¨ªs hab¨ªa contrariado a prop¨®sito la tendencia natural de mi cabello, y el peluquero de Concepci¨®n no hizo sino volver las cosas a su lugar. No me preocup¨¦, porque era f¨¢cil peinarme otra vez al modo de mi otro yo, como en efecto lo hice. No sin un grande esfuerzo moral, por cierto, contra mi a?oranza de ser otra vez yo mismo en una remota ciudad de niebla, en la cual, de todos modos, nadie iba a reconocerme. Terminado el corte, la muchacha me condujo a la trastienda, y con toda cla.se de reservas, como si fuera un acto prohibido, enchuf¨® la m¨¢quina de afeitar frente a un espejo y me la dio para que me afeitara. Sin necesidad_de agua caliente, por fortuna.
Un para¨ªso de amor en el infierno
Franquie hab¨ªa alquilado el autom¨®vil. Desayunamos en una fuente de soda con una taza de caf¨¦ fr¨ªo, pues tampoco all¨ª hab¨ªa agua caliente, y enfilamos hacia las minas de carb¨®n de Lota y Schwager por el puente grande del B¨ªo B¨ªo, el r¨ªo m¨¢s caudaloso de Chile, cuyas aguas de metal so?oliento eran apenas visibles en la niebla En el siglo pasado, el escritor chileno Baldomero Lillo describi¨® la minas y la vida de los mineros con todos sus detalles, y todav¨ªa su cr¨®nica parece actual. Es como estar en Gales hace 100 a?os, tanto por la niebla saturada de holl¨ªn como por las condiciones de trabajo, que siguen siendo anteriores a la revoluci¨®n industrial.
Hab¨ªa tres controles policiales antes de llegar. El m¨¢s dif¨ªcil, como lo hab¨ªamos previsto, fue el primero. Por eso gastamos all¨ª casi toda nuestra artiller¨ªa verbal cuan do nos preguntaron qu¨¦ ¨ªbamos a hacer en Lota y Schwager. Yo mismo me qued¨¦ asombrado de la fluidez de mi respuesta. Dije que hab¨ªamos venido a conocer el par que, que es uno de los m¨¢s hermosos de Am¨¦rica por sus araucarias ancianas y gigantescas, y tambi¨¦n por la rareza de sus tantas estatuas rodeadas de pavos reales aciagos y cisnes de cuello negro Nuestro prop¨®sito era usar el lugar para una pel¨ªcula de publicidad que divulgara por el mundo entero el prestigio de Araucana, un nuevo perfume bautizado con ese nombre en homenaje a aquel lugar id¨ªlico.
No hay polic¨ªa chileno que resista una explicaci¨®n tan larga, y me nos si se hace con una exaltaci¨®n desorbitada d¨¦ las bellezas del pa¨ªs. Nos dieron la bienvenida, y debieron advertir de nuestro paso al segundo puesto de control, pues all¨ª no nos pidieron identificarnos pero nos requisaron los maletines y el autom¨®vil. Lo ¨²nico que les interes¨® fue la c¨¢mara super-8 -aunque no es profesional-, porque hac¨ªa falta un permiso escrito para filmar en las minas. Les aclaramos que s¨®lo quer¨ªamos llegar hasta el parque de las estatuas y los cisnes" en lo alto de la monta?a, e intent¨¦ rematarlo con una displicencia de arist¨®crata.-No nos interesan los pobres -les dije.
Examinando sin mucho inter¨¦s cada cosa que encontraba, tino de los carabineros replic¨® sin mirarme:
-Por aqu¨ª todos somos pobres.
Quedaron conformes con la requisa. Media hora despu¨¦s, al t¨¦rmino de una cornisa estrecha y escarpada, pasamos el tercer control sin ning¨²n formalismo, y llegamos al parque. Un lugar delirante, que don Mat¨ªas Cousi?, el famoso criador de vinos, hizo construir para la mujer que amaba. Trajo ¨¢rboles fabulosos de todos los rincones de Chile para su complacencia. Trajo animales mitol¨®gicos estatuas de diosas improbables que simbolizan los distintos estados del alma: la alegr¨ªa, la tristeza, la nostalgia, el amor. En el fondo hay un palacio de cuento de hadas, desde cuyas terrazas se ve el oc¨¦ano Pac¨ªfico hasta el otro lado del mundo.
All¨ª pasamos toda la ma?ana filmando con la super-8 los lugares que el equipo ir¨ªa a filmar despu¨¦s con los permisos en regla. Desde las primeras tomasse nos hab¨ªa acercado un vigilante para decirnos que estaban prohibidas hasta las fotograf¨ªas simples. Le repetimos el cuento de la pel¨ªcula de publicidad para el mundo entero, pero ¨¦l se aten¨ªa a sus ¨®rdenes. Sin embargo, se ofreci¨® para acompa?arnos hasta abajo, donde estaban las minas, para que solicit¨¢ramos el permiso a sus superiores.
-No vamos a filmar m¨¢s ahora -le dije- Si quiere acompa?arnos, para que est¨¦ m¨¢s seguro.
Acept¨®, y volvimos a recorrer el parque con ¨¦l. Era joven y con una cara muy triste. Franquie manten¨ªa viva la conversaci¨®n, pues yo prefer¨ªa no hablar m¨¢s de lo indispensable con mi mal acento uruguayo. En cierto momento el vigilante tuvo ganas de fumar, y le dimos todos nuestros cigarrillos. Entonces nos dej¨® solos y seguimos filmando cuanto cre¨ªmos necesario. No s¨®lo arriba, en el parque, sino tambi¨¦n abajo, en el exterior de las minas. Establecimos los puntos que me interesaban: los ¨¢ngulos, los lentes, las distancias, el espacio completo del gran parque, y luego la miseria de abajo, donde viven confundidos los mineros y los pescadores. Es una realidad maniquea y casi inveros¨ªmil, pero es la realidad.
El bar donde van a dormir las gaviotas
Cuando descendimos, pasado el medio d¨ªa, estaban saliendo las lanchas que se aventuran a diario hasta la cercana isla de Santa Mar¨ªa por un mar horrendo y peligroso, de enormes olas negras, con familias enteras cargadas de enseres usados y cosas y animales de comer. Las minas de carb¨®n est¨¢n en t¨²neles profundos, que SC adentran. por, el fondo del mar, donde trabajan miles de obreros durante todo el d¨ªa en condiciones miserables. Fuera, alrededor de las entradas de los t¨²neles, centenares de hombres y mujeres con sus ni?os escarban la tierra como topos, sacando con las u?as los residuos de las minas. Abajo se respira el polvo de carb¨®n en la niebla, que duele en la respiraci¨®n y se sedimenta en los bronquios. Visto desde arriba, el mar es de una belleza inimaginable. Abajo es turbio y fragoroso.
?sta era una fortaleza pol¨ªtica y emocional de Salvador Allende. En 1958 hubo all¨ª lo que entonces se conoci¨® como Ia marcha del carb¨®n", cuando los mineros cruzaron el puento del B¨ªo-B¨ªo en una muchedumbre compacta, oscura, silenciosa, que se tom¨® la ciudad de Concepci¨®n con banderas y pancartas, y con una determinaci¨®n de lucha que puso en Jaque al Gobierno. El episodio fue registrado en la pel¨ªcula Banderas del pueblo, del chileno Sergio Bravo, y es uno de los m¨¢s emocionantes del cine documental chileno. Allende estaba all¨ª, y creo que fue entonces cuando tuvo la constancia decisiva del apoyo de un pueblo entero. Despu¨¦s, cuando fue presidente, uno de sus primeros viajes fue para dialogar con los mineros en la plaza de Lota.
Yo e staba en su comitiva. Me llam¨® la atenci¨®n que un hombre como ¨¦l, que siempre se preci¨® de su vitalidad juvenil a los 60 a?os, dijo aquel d¨ªa algo que le sali¨® de las entra?as: "Ya he pasado la edad m¨¢s temprana, ya soy casi un anciano". Los mineros peque?itos, percudidos, herm¨¦ticos, curados de promesas incumplidas durante tanto a?os, conversaron con ¨¦l sin reservas y se constituyeron en un basti¨®n definitivo para su victoria. Una de las primeras medidas que ¨¦l tom¨® desde el Gobierno, tal como lo hab¨ªa prometido aquella tarde en Lota y Schwager, fue la nacionalizaci¨®n de las minas. Una de las primeras medidas de Pinochet fue privatizar¨ªas otra vez, como hizo con casi todo: los cementerios, los trenes, los puertos, y hasta la recolecci¨®n de la basura.
Terminado el plan de filmaci¨®n en las minas, a las cuatro de la tarde, sin que ninguna autoridad militar ni civil se nos hubiera interpuesto, regresamos a Concepci¨®n por la v¨ªa de Talcahuano. Era dif¨ªcil avanzar por la cantidad de mineros que regresaban a sus casas entre la niebla, arrastrando las carretillas con trozos de carb¨®n rescatados de los desperdicios de las minas. Hombres min¨²sculos y fantasmales, mujeres menudas y fuertes cargadas de enormes sacos de carb¨®n, criaturas de pesadilla que surg¨ªan de pronto en las tinieblas, alumbradas apenas por las luces del carro.
Talcahuano, sede de la escuela naval de suboficiales, es el principal puerto militar de Chile y su astillero m¨¢s activo. Se hizo c¨¦lebre en los d¨ªas siguientes al golpe por el triste privilegio de ser el punto de concentraci¨®n obligado de los prisioneros pol¨ªticos que iban a ser llevados al infierno de la isla Dawson. En las calles, revueltos con los mineros en harapos, se ven los j¨®venes cadetes de uniformes nevados, y no es f¨¢cil respirar el aire pervertido por el tufo terrible de las f¨¢bricas de harina de pescado, el alquitr¨¢n de los astilleros, la podredumbre del mar.
Al contrario de lo que supon¨ªamos, no hab¨ªa ning¨²n control militar de los viajeros. La mayor¨ªa de las casas estaban a oscuras, y las pocas luces en las ventanas parec¨ªan candiles de otra ¨¦poca. No hab¨ªamos comido nada despu¨¦s del caf¨¦ helado del desayuno, as¨ª que el encuentro imprevisto de un restaurante iluminado fue como una aparici¨®n de f¨¢bula. M¨¢s a¨²n cuando nos dimos cuenta de que estaba lleno de gaviotas que entraban por las terrazas del mar. Nunca hab¨ªa visto tantas, ni nunca las hab¨ªa visto surgir de la oscuridad volando sobre las cabezas de los clientes impasibles, volando como si estuvieran ciegas, como atolondradas, chocando por todas partes con un esc¨¢ndalo de abordaje. Desayunamos a la hora de cenar, con esos mariscos prehist¨®ricos de Chile que saben a mares territoriales, profundos y helados, y luego volvimos a Concepci¨®n. Alcanzamos el tren de Santiago cuando ya empezaba a rodar, porque encontramos cerrada la oficina donde hab¨ªamos alquilado el autom¨®vil, y perdimos casi cuatro horas buscanto a qui¨¦n devolv¨¦rselo.
Ma?ana, cap¨ªtulo sexto: Dos muertos que nunca mueren: Allende y Neruda.
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