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Tribuna:CLANDESTINO EN CHILE / 9
Tribuna
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Ni mi madre me reconoce

En realidad hab¨ªa motivos de sobra para temer que la polic¨ªa tuviera noticias de mi presencia en Chile, y de la clase de trabajo que est¨¢bamos haciendo. Llev¨¢bamos casi un mes en Santiago, los equipos hab¨ªan sido visto! en p¨²blico m¨¢s de lo que conven¨ªa, hab¨ªamos hecho contacto con gentes muy diversas, y muchas personas sab¨ªan que era yo quien dirig¨ªa la pel¨ªcula. Estaba tan familiarizado con mi nueva identidad, que se me olvidaba hablar en uruguayo, y en la vida real ya no me comportaba como un clandestino demasiado riguroso.Al principio, las reuniones se hac¨ªan en autom¨®viles sin rumbo que sol¨ªamos cambiar cada cuatro o cinco cuadras, por toda la ciudad, y era un m¨¦todo tan complicado que a veces incurr¨ªamos en riesgos peores que los que trat¨¢bamos de evitar. Una noche, en efecto, descend¨ª de un autom¨®vil en la esquina de Providencia y Los Leones, donde deb¨ªa recogerme cinco minutos despu¨¦s un Renault.12 de color azul, y con un cart¨®n de la Sociedad Protectora de Animales en el parabrisas. Lleg¨® tan puntual, tan Renault- 12 y tan azul brillante, que ni siquiera me fij¨¦ si llevaba el letrero, sino que sub¨ª en la parte posterior, donde iba una mujer ba?ada en joyas, de edad madura, pero todav¨ªa muy bella, con un perfume provocador y un abrigo de vis¨®n rosado que deb¨ªa costar dos o tres veces m¨¢s que el autom¨®vil. Un ejemplar inconfundible, aunque no muy com¨²n, del barrio alto de Santiago. Al verme entrar se qued¨® con la boca abierta de espanto, pero yo me apresur¨¦ a calmarla con el santo y se?a:

-?D¨®nde puedo comprar un paraguas a esta hora?

El ch¨®fer de uniforme se volvi¨® hacia m¨ª y solt¨® un ladrido:

-B¨¢jese, o llamo a la polic¨ªa.

Me di cuenta con un golpe de vista que el cart¨®n con el letrero no estaba en el parabrisas, y sent¨ª en el est¨®mago el dolor del rid¨ªculo. "Perd¨®n", dije, "me equivoqu¨¦ de autom¨®vil". Pero ya la mujer hab¨ªa recobrado el ¨¢nimo. Me retuvo por el brazo, y apacigu¨® al ch¨®fer con una dulce voz de soprano. "?Estar¨¢n abiertos todav¨ªa los almacenes Par¨ªs?", le pregunt¨®.

El ch¨®fer pensaba que s¨ª, de modo que ella se empecin¨® en llevarme para que comprara el paraguas. Adem¨¢s de bella era graciosa y c¨¢lida, y daban ganas de olvidarse por una noche de la represi¨®n, de la pol¨ªtica, del arte, para quedarse con ella en aquel ¨¢mbito saturado de su intimidad. Me dej¨® en la puerta de los almacenes Par¨ªs, y todav¨ªa se excus¨® de no acompa?arme a buscar el paraguas, porque llevaba casi media hora de retraso para recoger a su esposo y asistir al concierto de un pianista de fama mundial cuyo nombre he olvidado.

Eran los riesgos de la costumbre. Cada vez us¨¢bamos menos frases cr¨ªpticas de identificaci¨®n en los encuentros clandestinos. Nos hac¨ªamos amigos de los emisarios desde el primer saludo, y no ¨ªbamos directos al asunto, sino que nos demor¨¢bamos comentando la situaci¨®n pol¨ªtica, habl¨¢bamos de novedades de cine y literatura, de amigos comunes a quienes yo quer¨ªa ver a pesar de las advertencias que me hab¨ªan hecho contra esa tentaci¨®n. Tal vez para subrayar su inocencia, un emisario lleg¨® a la cita con uno de sus ni?os, y ¨¦ste me pregunt¨®, atragant¨¢ndose de emoci¨®n: "?T¨² eres el que est¨¢ haciendo una pel¨ªcula sobre Superm¨¢n?". As¨ª empec¨¦ a entender que se pudiera vivir escondido en Chile, como tantos centenares de exiliados que hab¨ªan vuelto de inc¨®gnito y viv¨ªan su vida cotidiana, sin la tensi¨®n que yo sent¨ªa al principio. Tanto, que de no haber sido por el compromiso de la pel¨ªcula, que no era s¨®lo con mi pa¨ªs y mis amigos, sino tambi¨¦n conmigo mismo, habr¨ªa cambiado de oficio y de medio social, y me habr¨ªa quedado viviendo en, Santiago con mi cara de siempre.

Pero un m¨ªnimo de prudencia obligaba a actuar de otro modo, ante la sospecha de que la polic¨ªa nos segu¨ªa los pasos. Todav¨ªa nos quedaba pendiente la filmaci¨®n dentro del Palacio de la Moneda, cuya autorizaci¨®n sufr¨ªa aplazamientos sucesivos e incomprensibles; nos quedaban pendientes las filmaciones de Puerto Montt y el Valle Central, y la posibilidad inimaginable de entrevistar al general Electric. Por otra parte, la filmaci¨®n en el Valle Central quer¨ªa hacerla yo mismo, por ser la regi¨®n donde nac¨ª y viv¨ª hasta la adolescencia. Mi madre segu¨ªa viviendo all¨ª, en la pobre aldea de Palmilla, pero me hab¨ªan hecho la advertencia terminante de no tratar de verla en este viaje por razones primarias de seguridad.

Lo primero que hice fue reorganizar el trabajo de los equipos extranjeros, de modo que pudieran terminar con el m¨ªnimo de riesgos lo m¨¢s pronto posible para volver de inmediato a sus pa¨ªses. S¨®lo los italianos permanecer¨ªan en Santiago, para acompa?arnos en la filmaci¨®n de la Moneda. El franc¨¦s volver¨ªa a Par¨ªs tan pronto como se filmara la marcha del hambre, anunciada para los pr¨®ximos d¨ªas. El equipo holand¨¦s me esperaba en Puerto Montt, para filmar juntos hasta muy cerca del C¨ªrculo Polar, y abandonar despu¨¦s el pa¨ªs hacia Argentina por el paso fronterizo de Bariloche. En el momento en que salieran los tres equipos, el 80%. de la pel¨ªcula estar¨ªa hecho, y el material a buen recaudo revel¨¢ndose en Madrid. La Ely hab¨ªa estado cumpliendo una tarea tan eficaz, que cuando llegu¨¦ a Espa?a encontr¨¦ la pel¨ªcula lista para el montaje.

Litt¨ªn vino, film¨® y se fue

Ante las circunstancias inciertas de aquellos d¨ªas, lo m¨¢s aconsejable parec¨ªa ser que Franquie y yo hici¨¦ramos una salida falsa del pa¨ªs, para despu¨¦s entrar de nuevo con mayores precauciones. El viaje a Puerto Montt me daba una oportunidad preciosa, pues era tan f¨¢cil hacerlo por Argentina como por Chile. As¨ª fue. Le ped¨ª al equipo holand¨¦s que me esperara all¨ª, cit¨¦ a uno de los equipos chilenos para tres d¨ªas despu¨¦s en el valle de Colchagua, al centro del pa¨ªs, y me fui con Franquie por avi¨®n a Buenos Aires. Pocas horas antes llam¨¦ a la revista An¨¢lisis, sin identificarme de antemano, y le conced¨ª a la periodista Patricia Collier una extensa entrevista sobre mi paso clandestino por Santiago. Dos d¨ªas despu¨¦s de mi salida, en efecto, la entrevista se public¨® con mi foto en la portada y con un t¨ªtulo que ten¨ªa una gotita de burla romana: Lit¨¢n vino, film¨® y se fue.

Para que todo fuera a¨²n m¨¢s realista, Clemencia Isaura nos llev¨® a Franquie y a mi al aeropuerto de Pudahuel, manejando su propio coche, y nos despidi¨® con besos y l¨¢grimas de buen teatro. Fue as¨ª como salimos de la manera m¨¢s ostensible, pero vigilados de cerca por los servicios de seguridad de la resistencia, que dar¨ªan la voz de alarma si fu¨¦ramos detenidos. Esto nos permiti¨® saber, en primer t¨¦rmino, que no est¨¢bamos fichados en el aeropuerto, y tambi¨¦n nos permiti¨® dejar un registro de salida para que, en caso de una investigaci¨®n tard¨ªa, la polic¨ªa creyera que hab¨ªamos abandonado el pa¨ªs.

En Buenos Aires me identifiqu¨¦ con mi pasaporte leg¨ªtimo, para no cometer un acto ilegal en un pa¨ªs amigo. Sin embargo, en el momento de presentarlo en la ventanilla de inmigraci¨®n, me di cuenta de un problema imprevisto: la foto de mi documento aut¨¦ntico, tomada. antes de mi transformaci¨®n, se parec¨ªa muy poco a m¨ª. Era dif¨ªcil reconocerme con las' cejas depiladas, la calvicie m¨¢s amplia, los lentes de aumento. Me hab¨ªan advertido a tiempo, adem¨¢s, de que era tan dif¨ªcil asumir una personalidad distinta como recuperar despu¨¦s la propia, pero cuando m¨¢s necesitaba tenerlo en cuenta lo olvid¨¦ por completo. Por fortuna, el controlador de Buenos Aires no me mir¨® a la cara, y as¨ª sobreviv¨ª al drama silencioso de no poder ser yo ni siquiera cuando en realidad lo era.

Franquie, desde Buenos Aires, deb¨ªa coordinar con la Ely por tel¨¦fono muchos pormenores del trabajo restante, de acuerdo con mis instrucciones, y recoger un dinero que ella hab¨ªa enviado desde Madrid para los gastos finales. De modo que nos separamos all¨ª para encontrarnos de nuevo en Santiago. Yo vol¨¦ a Mendoza, siempre en territorio argentino, para hacer algunas tomas previstas de la cordillera chilena. Fue muy f¨¢cil, pues desde Mendoza se pasa a Chile por un t¨²nel sin controles demasiado severos. Yo pas¨¦ a pie, solo y con una c¨¢mara ligera de 16 mil¨ªmetros, hice del otro lado lo que ten¨ªa que hacer, y volv¨ª a salir. en un carro de la polic¨ªa chilena, cuyo conductor se compadeci¨® de un pobre periodista uruguayo que no ten¨ªa c¨®mo regresar a Argentina.

De Mendoza segu¨ª a Bariloche, otra localidad fronteriza m¨¢s al Sur. Un barco decr¨¦pito abarrotado de turistas argentinos, uruguayos, brasile?os y de chilenos que regresaban nos llev¨® desde all¨ª hasta la frontera de Chile, a trav¨¦s de un paisaje polar deslumbrante, con inmensos precipicios de hielo y mares tormentosos. El ¨²ltimo tramo hasta Puerto Montt fue en un transbordador de vidrios rotos por donde se met¨ªa con aullidos de lobo el viento polar, y no hab¨ªa d¨®nde guarecerse del fr¨ªo horroroso, ni nada que comer ni beber: ni un caf¨¦, ni un vaso de vino, nada. Pero mis c¨¢lculos fueron correctos. Si mi salida de Chile hab¨ªa sido registrada por la polic¨ªa del aeropuerto, a ¨¦sta no le era f¨¢cil imaginarse que hab¨ªa entrado de nuevo al d¨ªa siguiente por un punto remoto a 1.000 kil¨®metros de Santiago.

Poco antes de llegar al puesto de control fronterizo, un empleado del barco recogi¨® no menos de 300 pasaportes, que apenas fueron mirados por encima, deprisa y sin sellarlos. Salvo los chilenos, que fueron confrontados con la extensa lista de los exiliados que no pod¨ªan entrar, y que estaba pegada en la pared frente a los ojos de los controladores. Para los otros, y yo entre ellos, el paso de la frontera transcurr¨ªa sin tropiezos, hasta que dos oficiales, a los que no reconoc¨ª como carabineros chilenos por su atuendo polar, ordenaron abrir las maletas. Me di cuenta de que era una requisa meticulosa, pero no me preocup¨¦, porque estaba seguro de no llevar nada que no correspondiera a mi falsa identidad. Sin embargo, cuando abr¨ª mi maleta saltaron fuera y rodaron por el suelo las numerosas cajetillas vac¨ªas de cigarrillos Gitane, en muchas de las cu¨¢les estaban escritas mis notas de filmaci¨®n.

Yo hab¨ªa llegado al pa¨ªs con una buena provisi¨®n de Gitane para dos meses, y no me hab¨ªa atrevido a tirar las cajetillas, que son grandes, de cart¨®n duro y demasiado notorias en Chile, por temor de dejar un rastro f¨¢cil para la polic¨ªa. Las que desocupaba durante el trabajo las guardaba en el bolsillo, y luego las escond¨ªa por todas partes, con mayor raz¨®n si ten¨ªan notas de filmaci¨®n. Hubo un momento en que aquello parec¨ªa una suerte de ilusionismo, pues ten¨ªa cajetillas vac¨ªas en todos los bolsillos de la ropa colgada en el ropero, debajo del colch¨®n de la cama, en los bolsos de viaje, mientras se me ocurr¨ªa una forma segura de deshacerme de ellas. As¨ª ca¨ª en la angustia tant¨¢lica de los presos que cavan un t¨²nel para escapar y no saben d¨®nde esconder la tierra.

Cada vez que arreglaba la male

Ma?ana, ¨²ltimo cap¨ªtulo: Final fefiz con la ayuda de la portada.

Ni mi madre me reconoce

ta para cambiar de hotel, me preguntaba qu¨¦ iba a hacer con tantas cajetillas vac¨ªas. Por ¨²ltimo no se me ocurri¨® una soluci¨®n m¨¢s f¨¢cil que llev¨¢rmelas en la maleta, pues si me sorprend¨ªan destruy¨¦ndolas pod¨ªa parecer un acto m¨¢s sospechoso que la verdad. Pensaba botarlas en Argentina, pero all¨ª las cosas ocurrieron con tanta rapidez, que ni siquiera abr¨ª la maleta. Hasta que tuve que hacerlo en la frontera del Sur, y vi con pavor el asombro y la desconfianza de los carabineros cuando me apresur¨¦ a recoger del suelo el reguero de cajetillas.-Est¨¢n vac¨ªas

No me creyeron, por supuesto. Mientras el m¨¢s joven se ocupaba de otros pasajeros, el mayor abri¨® las cajetillas una por una, las examin¨® al derecho y al rev¨¦s, y trat¨® de descifrar algunas de mis notas. Yo tuve entonces un rel¨¢mpago de inspiraci¨®n.

-Son versitos que se me ocurren a veces -dije.

?l sigui¨® escudri?ando en silencio, y al final me mir¨® a la cara, para ver si descifraba por mi expresi¨®n el misterio insondable de las cajetillas vac¨ªas.

-Si quiere, qu¨¦dese con ellas -le dije.

-?Ya m¨ª para qu¨¦ me sirven?. -dijo ¨¦l.

Entonces me ayud¨® a ponerlas otra vez en la maleta y atendi¨® al pasajero siguiente. Yo qued¨¦ tan ofuscado, que no se me ocurri¨® tirar las cajetillas en la basura all¨ª mismo, delante de los carabineros, sino que segu¨ª arrastr¨¢ndolas conmigo por el resto del viaje. De regreso a Madrid, no dej¨¦ que la Ely las destruyera. Me sent¨ªa tan ligado a ellas, que resolv¨ª guardarlas por el resto de mi vida, como una reliquia de tantas experiencias duras que la memoria pondr¨ªa a hervir a fuego lento en. las cocinas de la nostalgia.

"H¨¢gase una foto con el futuro del pa¨ªs",

En Puerto Mona me esperaba el equipo holand¨¦s. La filmaci¨®n all¨ª no fue s¨®lo por la belleza de los paisajes indescriptibles, sino por la significaci¨®n de aquella zona en nuestra historia reciente. Hab¨ªa sido el escenario de una lucha constante. Durante el Gobierno de Eduardo Frey hubo all¨ª una represi¨®n tan brutal, que los ¨²ltimos sectores progresistas se separaron del Gobierno. La izquierda democr¨¢tica tom¨® conciencia de que no s¨®lo su porvenir, sino el de todo el pa¨ªs, estaba en la unidad, y ¨¦se fue el principio de un proceso r¨¢pido e incontenible que culmin¨® con la elecci¨®n de Salvador Allende.

Terminada la filmaci¨®n en Puerto Montt, y con ella todo el programa del Sur, el equipo holand¨¦s sali¨® por Bariloche hacia Buenos Aires con una buena cantidad de material filmado, para dej¨¢rselo a la Ely en Madrid. Yo me fui solo a Talca en una buena noche de tren, en la que no ocurri¨® nada digno de recordar, a excepci¨®n de un pollo asado que regres¨® sano y salvo a la cocina, pues no me fue posible trinchar ;?quiera su caparaz¨®n blindado. En Talca, alquil¨¦ un autom¨®vil y me fui a San Fernando, en el coraz¨®n del. valle de Colchagua.

En la plaza de Armas no hab¨ªa un sitio, un ¨¢rbol, una piedra de los muros que no me remitiera a la infancia. M¨¢s que todos, desde luego, el vetusto edifico del Liceo, donde hice mis primeras letras. Me sent¨¦ en un esca?o a tomar fotos que luego me sirvieran para la pel¨ªcula. La plaza se iba llenando poco a poco con la algarab¨ªa de los ni?os que entraban en la escuela. Algunos posaban frente a la c¨¢mara, otros trataban de poner frente al objetivo la palma de la mano, una ni?a hizo un paso de baile. tan profesional, que le ped¨ª repetirlo para tomar la foto con un fondo m¨¢s adecuado; de pronto, varios ni?os se sentaron a mi lado, y me dijeron:

-S¨¢quese una foto con el futuro del pa¨ªs.

La frase me sorprendi¨®, porque respond¨ªa a una que hab¨ªa anotado en alguna de tantas cajetillas de Gitane: Yo dir¨ªa que es casi imposible encontrar a alguien en Chile que no tenga una idea del futuro. Sobre todo, los ni?os de una generaci¨®n que no hab¨ªa conocido un pa¨ªs diferente, y sin embargo ten¨ªan ya una convicci¨®n propia de su destino.

Estaba acordado con el equipo chileno que nos encontrar¨ªamos a las once y media de la ma?ana en el puente de los Maquis. Llegu¨¦ en punto por el lado derecho, y vi las c¨¢maras instaladas en la orilla opuesta. Era una ma?ana limpia, perfumada por el vaho del tomillo en las frondas, y yo me sent¨ªa seguro y menos exiliado que nunca en mi tierra natal, pues me hab¨ªa quitado la corbata y el traje ingl¨¦s de mi otro yo, y volv¨ª a ser yo mismo, con chamarra y pantalones de vaquero. La sombra de la barba de los dos d¨ªas de viaje desde Buenos Aires, que yo hab¨ªa tenido el placer de no afeitarme, era un dato m¨¢s de la identidad recuperada.

Cuando me di cuenta de que el camar¨®grafo me hab¨ªa visto a trav¨¦s del visor, descend¨ª del autom¨®vil, atraves¨¦ el puente muy despacio para darle tiempo de filmarme, y luego salud¨¦ a todos, uno por uno, estimulado por su entusiasmo y su madurez prec¨®z. Eran de edades inveros¨ªmiles: 15, 17, 19 a?os. A Ricardo, el mayor, que dirig¨ªa el equipo y ten¨ªa 21, los otros le llamaban El Viejo. Nada me alent¨® tanto en esos d¨ªas como haberme ganado su complicidad.

All¨ª mismo, sobre la baranda del puente, hicimos el programa de filmaci¨®n, y lo iniciamos de inmediato. Debo reconocer que mis motivos de ese d¨ªa se apartaban un poco del prop¨®sito inicial, y m¨¢s bien iban a rastras de los recuerdos de mi ni?ez. Por eso comenc¨¦ con las im¨¢genes de aquel puente de mis nostalgias, donde una partida de primas alborotadas me empujaron al agua, a los 12 a?o, para que aprendiera a nadar a la fuerza.

Pero en el curso de la jornada, la raz¨®n original del viaje volvi¨® a imponerse. El valle de San Fernando es una vasta zona agr¨ªcola en la cual, durante el Gobierno de Unidad Popular, los campesinos reducidos a la condici¨®n secular de siervos se convirtieron por primera vez en sujetos de derecho. Antes fue una fortaleza de la oligarqu¨ªa feudal, que decid¨ªa las elecciones con los votos cautivos de sus vasallos. Durante el Gobierno dem¨®crata cristiano de Eduardo Frei, se organiz¨® all¨ª la primera huelga campesina en grande, con la participaci¨®n de Salvador Allende en persona. Despu¨¦s fue ¨¦l, ya en el Gobierno, quien despoj¨® de sus privilegios desmedidos a los se?ores de la tierra y organiz¨® a los campesinos en comunidades activas y solidarias. Ahora, como un s¨ªmbolo del retroceso, en el Valle Central est¨¢ la casa de verano de Pinochet.

No pod¨ªa irme del lugar sin llevarme la imagen de la estatua de don Nicol¨¢s Palacio, autor de La raza chilena, un libro ins¨®lito en el que se plantea que los chilenos aut¨¦nticos, anteriores a las grandes emigraciones -la vasca, la italiana, la ¨¢rabe, la francesa, la alemana-, son descendientes directos de los helenos de la Grecia cl¨¢sica y est¨¢n, por tanto, determinados y se?alados por el destino para ser la fuerza hegem¨®nica de Am¨¦rica Latina, y para mostrar el camino de la verdad y la salvaci¨®n del mundo. Yo nac¨ª muy cerca de all¨ª, y durante toda la infancia me acostumbr¨¦ a ver la estatua varias veces al d¨ªa cuando pasaba para la escuela, pero nadie supo explicarme nunca de qui¨¦n era. Pinochet, admirador m¨¢ximo de don Nicol¨¢s Palacio, lo ha`rescatado ahora de su.limbo hist¨®rico con otro monumento erigido en el coraz¨®n de Santiago.

Terminamos la jornada al anochecher, apenas con tiempo para recorrer los 140 kil¨®metros y llegar a Santiago antes del toque de queda. El equipo, menos Ricardo, se fue en l¨ªnea recta. Ricardo se qued¨® conmigo al volante del autom¨®vil, e hicimos un largo rodeo hasta el mar, se?alando los sitios para filmar al d¨ªa siguiente, y tan embebidos en nuestro trabajo que pasamos cuatro controles policiales sin el menor sobresalto. Despu¨¦s del primero, sin embargo, tuve la precauci¨®n de quitarme mi ropa informal de Miguel Litt¨ªn, director de cine, y volv¨ª a ponerme mi identidad de uruguayo. No nos dimos cuenta en qu¨¦ momento fueron las doce de la noche. Lo descubrimos de pronto -media hora despu¨¦s del toque de queda-, y vivimos un instante de zozobra. Entonces le dije a Ricardo que se salicira de la carretera principal, y nos rnetimos por un sendero de tierra que yo recordaba como si lo hubiera recorrido ayer, y le dije que doblara a la izquierda, que pasara el puente, que doblara a la derecha por un callej¨®n invisible donde se o¨ªa el rumor de los animales despiertos en la oscuridad, que apagara las luces y siguiera por un sendero sin asfalto, de curvas profundas y descensos abruptos, y al. final del laberinto atravesamos una aldea dormida cuyos perros alborotados alborotaron a todos los animales en los patios, y al otro lado de la aldea nos detuvimos frente a la casa de mi madre.

Ricardo no crey¨®, ni cree todav¨ªa, que aquello no fuera un plan premeditado. Juro que no lo fue. La verdad es que cuando comprend¨ª que est¨¢bamos violando el toque de queda lo ¨²nico que se me ocurri¨® fue escondemos en un atajo hasta el amanecer, pues a¨²n faltaban cuatro controles de carabineros antes de Santiago. S¨®lo cuando abandonamos la carretera reconoc¨ª el camino de tierra de mi infancia, los ladridos de los perros al otro lado del puente, el olor de ceniza de las cocinas apagadas, y no pude reprimir el impulso irreflexivo de darle la sorpresa a mi madre.

"Debes ser un amigo de mis hijos"

La aldea de Palmilla, con sus 400 habitantes, sigue siendo igual a cuando yo era ni?o. Mi abuelo paterno -un palestino nacido en Beith Sagur- y mi abuelo materno -el griego Cristos Cocumides- llegaron entre los primeros de una oleada migratoria que se instal¨® desde principios de siglo alrededor de la estaci¨®n del ferrocarril. La ¨²nica importancia que ten¨ªa Palmilla en aquel tiempo era que all¨ª terminaba la l¨ªnea del tren que ahora comunica a Santiago con la costa. De modo que all¨ª transbordaban los pasajeros y se descargaban los productos que ven¨ªan del mar o iban para el mar, y esto hab¨ªa fomentado un comercio de paso que le infundi¨® al lugar una prosperidad moment¨¢nea. Despu¨¦s, cuando se prolong¨® el ferrocarril hasta el mar, la estaci¨®n se mantuvo como una parada obligatoria para echarle agua a las locomotoras durante 10 minutos que muchas veces se prolongaban hasta un d¨ªa entero, y los trenes pasaban pitando por la casa de Matilde -mi abuela ¨¢rabe- para anunciar la llegada. Pero la aldea no fue nunca nada m¨¢s de lo que es ahora: una calle larga con algunas casas dispersas y un camino con menos casas que la calle. M¨¢s abajo hay un lugar que se llama La Calera, famosa porque cada familia fabrica un vino excelente que le dan a probar a todo el que pasa, para que diga cu¨¢l es el mejor. Fue as¨ª como La Calera se convirti¨® en una ¨¦poca en el para¨ªso de los borrachos de todo el pa¨ªs.

Matilde llev¨® a Palmilla las primeras revistas ilustradas, por las cuales tuvo siempre una afici¨®n insaciable, y prestaba el huerto de enfrente para los circos, los teatros ambulantes y los titiriteros. Fue all¨ª donde se proyectaban tambi¨¦n las pocas pel¨ªculas que pasaban de cuando en cuando por aquellos andurriales, y donde se me revel¨® la vocaci¨®n desde que vi la primera, a los cinco a?os, sentado en las rodillas de la abuela. Era Genoveva de Bravante, y el recuerdo que conservo de ella es m¨¢s bien de pavor, pues hab¨ªan de pasar muchos a?os antes de que entendiera c¨®mo era que galopaban los caballos y se asomaban aquellas caras enormes en una s¨¢bana en m¨¦dio de los ¨¢rboles.

La casa donde llegamos Ricardo y yo aquella noche era la del abuelo griego, donde ahora vive mi madre, Cristina Cucumides, y donde viv¨ª hasta la adolescencia. Fue construida en el a?o cero, y conserva a¨²n el estilo tradicional del campo chileno, con corredores largos, pasadizos sombr¨ªos, habitaciones laber¨ªnticas, cocinas enormes, y m¨¢s all¨¢ el establo y los potreros. El lugar donde est¨¢ se llama Loa Naranjos, y se siente de veras un olor inm¨®vil de naranjas agrias, y hay una fronda de bugambilias y toda clase de flores luminosas.

La emoci¨®n de encontrarme all¨ª fue tan intensa, que me baj¨¦ del carro antes de que frenara. Entr¨¦ por los pasillo desiertos, cruc¨¦ el patio en tinieblas, y el ¨²nico que sali¨® a recibirme fue un perro bobalic¨®n que se me enred¨® entre las piernas, pero segu¨ª caminando sin percibir el menor vestigio humano. A cada paso rescataba un recuerdo, una hora de la tarde, un olor olvidado. Al final de un largo pasillo me asom¨¦ a la puerta de la sala alumbrada apenas por una luz p¨¢lida, y all¨ª estaba mi madre.

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Ni mi madre me reconoce

Viene de la p¨¢gina 33Fue una visi¨®n extra?a. La sala es muy grande, de techos altos y paredes lisas, y no hab¨ªa m¨¢s muebles que un sill¨®n donde estaba sentada mi madre, de espaldas a la puerta y con un brasero a su lado, y otro sill¨®n igual donde estaba sentado su hermano, mi t¨ªo Pablo. Permanec¨ªan en silencio, ambos mirando un mismo punto con la candidez complacida con que hubieran mirado la televisi¨®n, pero en realidad no miraban nada m¨¢s que la pared desnuda. Camin¨¦ hacia ellos sin tratar de no hacer ruido, y en vista de que no se mov¨ªan, dije:

-Bueno, pero aqu¨ª no saluda nadie, caray.

Entonces mi madre se levant¨®.

-Debes ser un amigo de mis hijos -dijo-. Te doy un abrazo.

El t¨ªo Pablo no me ve¨ªa delde que me fui de Chile 12 a?os antes, y no se movi¨® siquiera en el sill¨®n. Mi madre me hab¨ªa visto en septiembre del a?o anterior en Madrid, pero a¨²n cuando se levant¨® para abrazarme segu¨ªa sin reconocerme. As¨ª que la agarr¨¦, por los brazos y la sacud¨ª tratando de sacarla del estupor.

-Pero m¨ªrame bien, Cristina -le dije, mir¨¢ndola a los ejos-, soy yo.

Ella volvi¨® a mirarme con otros ojos, pero no pudo identificarme.

-No -dijo-, no s¨¦ qui¨¦n eres.

-Pero c¨®mo no vas a conocerme -dije, muerto de risa-. Soy tu hijo Miguel.

Entonces volvi¨® a mirarme y el rostro se le descompuso con una palidez mortal.

-Ay -dijo-, voy a desmayarme.

Tuve que sostenerla para que no se cayera, mientras el t¨ªo Pablo se incorporaba en el mismo estado de conmoci¨®n.

-Esto es lo ¨²ltimo que esperaba ver -dijo-, ya puedo morirme en paz ahora mismo.

Me precipit¨¦ a abrazarlo. Parec¨ªa un pajarito, con la cabeza muy blanca y envuelto en una manta de viejo, a pesar de que s¨®lo es mayor que yo cinco a?os. Se cas¨¦ y se separ¨¦ una vez, y desde entonces se fue a vivir en casa: de mi madre. Siempre fue. muy solitario y ya parec¨ªa viejo desde ni?o.

-No joda t¨ªo -le dije-, no me vaya a hacer la huevada de morirse ahora. Traiga una botella de, vino para celebrar el regreso.

Mi. madre nos interrumpi¨®, como.siempre, con una revelaci¨®n sobrenatural.

-Yo tengo listo el mastul -dijo.

No lo cre¨ª hasta que no lo vi en la cocina. Y no era para menos. El mastul s¨®lo se prepara en las casas griegas para celebrar las grandes ocasiones, pues su elaboraci¨®n es muy dispendiosa. Es un guiso de cordero, con garbanzos y bolitas de s¨¦mola, semejante al cusc¨²s ¨¢rabe, y era el primero que mi madre preparaba aquel a?¨® sin ning¨²n motivo. Por pura inspiraci¨®n. Ricardo comi¨® con nosotros y luego se retir¨® a dormir, sin duda para dejarnos en completa intimidad. Poco despu¨¦s se retir¨® mi t¨ªo, y mi madre y yo seguimos conversando hasta el amanecer. Siempre hemos hablado mucho ella y yo, mas bien como amigos, porque nuestras edades no son muy diferentes. Se cas¨¦ con mi padre a los 16 a?os y me tuvo un a?o despu¨¦s, de modo que recuerdo muy bien c¨®mo era cuando ten¨ªa 20 a?os, muy bonita y tierna, y jugaba conmigo como si yo no fuera un hijo, sino una m¨¢s de sus mu?ecas de trapo.

Estaba radiante con mi regreso, pero un poco descorazonada con mi nuevo modo de vestir, pues siempre le gust¨® verme con mis atuendos de estibador. "Pareces un cura", me dijo. No le revel¨¦ la raz¨®n del cambio, ni las condiciones y el motivo de mi entrada en Chile, que ella supon¨ªa legal. Prefer¨ª mantenerla al margen de mi aventura, para no inquietarla, desde luego, pero sobre todo para no comprometerla.

Antes de que empezara a clarear me llev¨® de la mano a trav¨¦s del patio sin decirme para qu¨¦, alumbr¨¢ndose con una vela en su palmatoria como en las novelas de Dickens, y me dio la gran sorpresa del viaje. En el fondo del patio estaba el estudio que yo ten¨ªa en mi casa de Santiago cuando escap¨¦ al exilio, tal como lo dej¨¦, y con todo lo que ten¨ªa dentro.

Despu¨¦s que los militares allanaron la casa por ¨²ltima vez y tuve que irme para M¨¦xico con la Ely y los ni?os, mi madre contrat¨® un arquitecto amigo que desarm¨® el estudio tabla por tabla, y lo reconstruy¨® id¨¦ntico en la vieja casa familiar de Palmilla. Adentro era como si no me hubiera ido nunca. En el mismo lugar en que yo los hab¨ªa dejado, aun en el mismo desorden, estaban mis papeles de toda la vida, obras juveniles de teatro, proyectos de guiones, esquemas de escenarios. El aire ten¨ªa el mismo color, el mismo olor, y hasta pens¨¦ que era la misma fecha y la misma hora en que hab¨ªa visto el estudio por ¨²ltima vez. Me sacudi¨® un estremecimiento muy hondo, porque en aquel instante no pude precisar si mi madre hab¨ªa hecho aquella reconstrucci¨®n meticulosa para que yo no extra?ara mi casa de antes si alguna vez regresaba, o para recordarme mejor si me mor¨ªa en el exilio.

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