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Tribuna:CLANDESTINO EN CHILE / Y 10
Tribuna
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Final feliz con la ayuda de la polic¨ªa

Esta vez el regreso a Santiago fue la vuelta a la zozobra. La impresi¨®n de que el c¨ªrculo se estrechaba cada vez m¨¢s en torno a nosotros era casi palpable. La marcha del hambre hab¨ªa sido reprimida con una brutalidad sangrienta, y la polic¨ªa hab¨ªa golpeado a algunos miembros de nuestros equipos y destrozado una c¨¢mara. Las personas que frecuent¨¢bamos por nuestro trabajo ten¨ªan la impresi¨®n de que nadie hab¨ªa cre¨ªdo en la maniobra de la salida, y hasta Clemencia Isaura estaba convencida de que nos hab¨ªamos metido como santos inocentes en la cueva de los leones. Las gestiones para encontrar al general disidente estaban bloqueadas por la eterna respuesta: "Vuelva a llamar ma?ana". ?se era el estado de ¨¢nimo imperante cuando el equipo italiano fue notificado de que la filmaci¨®n en La Moneda estaba autorizada para el d¨ªa siguiente a las once de la ma?ana.Era imposible no creer que se trataba de una trampa mortal. Yo estaba dispuesto a correr el riesgo, pero era una responsabilidad muy grande la de ordenarles a los italianos que entraran en las oficinas presidenciales sin saber s¨ª era meterlos en una ratonera. Ellos, sin embargo, aceptaron hacerlo bajo su responsabilidad y con plena conciencia del riesgo. El equipo franc¨¦s, por su parte, no ten¨ªa por qu¨¦ permanecer m¨¢s tiempo en Santiago. As¨ª que los reun¨ª de urgencia y les indiqu¨¦ que salieran de Chile en el primer avi¨®n, llevando consigo todo el material filmado que nos quedaba por enviar a Madrid. Se fueron esa tarde, a la hora justa en que el equipo italiano, dirigido por m¨ª, filmaba en el despacho del general Pinochet.

Antes de ir a La Moneda le entregu¨¦ a Franquie la carta para la Corte Suprema de Justicia, que llevaba en el malet¨ªn desde hac¨ªa varios d¨ªas sin decidirme a mandarla, y le ped¨ª que la entregara de inmediato y en persona, como en efecto lo hizo. Tambi¨¦n le dej¨¦ los n¨²meros de los tel¨¦fonos que Elena nos hab¨ªa dado para casos de emergencia grave. A las once menos cuarto me dej¨® en una esquina de Providencia, donde me reun¨ª con el equipo italiano en gran completo, y seguimos todos juntos hasta el Palacio de la Moneda. La paradoja final fue que esta vez me hab¨ªa despojado del disfraz de publicista uruguayo, y me puse los pantalones vaqueros y la chamarra forrada por dentro con piel de conejo. Fue una decisi¨®n de ¨²ltima, hora, porque los antecedentes de Grazia, como periodista, los de Ugo como comar¨¢grafo, y los de Guido como sonidista, hab¨ªan ,sido investigados a fondo. A sus ayudantes, en cambio, ni siquiera les pidieron identificaci¨®n, a pesar de que sus nombres tambi¨¦n figuraban en la solicitud del permiso. Eso resolvi¨® mi situaci¨®n: entr¨¦ como ayudante de iluminaci¨®n, cargado de cables y reflectores.

Filmamos dos d¨ªas completos con toda tranquilidad y buena t¨¦cnica, bajo la gu¨ªa de tres oficiales j¨®venes, muy amables, que se turnaban para atendemos. Indagamos todo lo que ten¨ªa que ver con la restauraci¨®n, pues Grazia se hab¨ªa preparado muy bien sobre Toesca y la arquitectura italiana en Chile, para que nadie dudara de que era ¨¦se y s¨®lo ¨¦se el motivo de la pel¨ªcula. Pero tambi¨¦n los miltiares estaban bien preparados. Nos contaban con mucha seguridad el significado y la historia de cada estancia del palacio, y la forma en que fue restaurado en relaci¨®n con el edificio anterior, pero hac¨ªan prodigios de evasivas y circunloquios para no referirse al 11 de septiembre de 1973. La verdad es que la restauraci¨®n se hizo con una gran fidelidad a los planos originales. Tapiaron unas puertas, abrieron otras, derribaron muros, cambiaron tabiques de lugar y eliminaron la entrada de Morand¨¦ 80, por donde los presidentes recib¨ªan las visitas privadas. Fueron tantos los cambios que alguien que hubiera conocido el palacio antiguo no sabr¨ªa orientarse en el nuevo.

Los oficiales que nos atend¨ªan pasaron un mal rato cuando les pedimos mostrarnos el original del Acta de Independencia que estuvo expuesta durante a?os en la sala del Consejo de Ministros, y que sab¨ªamos destruido en el bombardeo. Nunca lo admitieron, sino que promet¨ªan conseguimos m¨¢s tarde un permiso especial para filmarlo, y siempre m¨¢s tarde, y m¨¢s tarde, hasta que terminamos la filmaci¨®n. Tampoco pudieron decimos d¨®nde estaba el escritorio de don Diego Portales, y tantas reliquias que los presidentes anteriores hab¨ªan ido dejando a lo largo de los a?os, para un peque?o museo hist¨®rico que fue arrasado por las llamas. Tal vez los bustos de todos los presidentes desde O'Higgins corrieron la misma suerte, aunque es corriente la versi¨®n de que el gobierno militar los retir¨® de la galer¨ªa donde estuvieron siempre para no verse forzados a poner tambi¨¦n el de Salvador Allende. En general, la impresi¨®n que se tiene despu¨¦s del recorrido completo del palacio es que todo se ha cambiado a fondo con el prop¨®sito ¨²nico de borrar hasta el ¨²ltimo vestigio del presidente asesinado.

El segundo d¨ªa en La Moneda, como a las once de la ma?ana, percibimos de pronto una agitaci¨®n invisible en el aire y sentimos ruidos apresurados de botas y fierros marciales. El oficial que nos acompa?aba sufri¨® un cambio s¨²bito del humor y nos orden¨® con un gesto brutal apagar las luces y parar las c¨¢maras. Dos escoltas de civil se plantaron sin disimulos frente a nosotros dispuestos a impedir que intent¨¢ramos seguir filmando. No supimos qu¨¦ suced¨ªa, hasta que vimos pasar al general Augusto Pinochet en persona, verdoso y abotagado, caminando hacia su despacho con un ayudante militar y dos civiles. Fue una visi¨®n instant¨¢nea que no nos dio tiempo de nada, pero pas¨¦ tan cerca de nosotros, sin mirarnos, que o¨ªmos con toda claridad lo que dijo al pasar:

"A las mujeres no hay que creerles ni la verdad".

Ugo se qued¨® petrificado, con el dedo tenso en el gatillo de la c¨¢mara, como si estuviera viendo pasar su destino. "Si alguien hubiera ido a matarlo", nos dijo m¨¢s tarde, "le hubiera resultado muy f¨¢cil". Aunque todav¨ªa nos quedaban por delante tres horas de trabajo, ninguno de nosotros se sinti¨® con ¨¢nimo de seguir filmando aquel d¨ªa.

Un loco en el restaurante

Tan pronto como ' terminamos con La Moneda, el equipo italiano sali¨® del pa¨ªs con el material restante y sin ning¨²n contratiempo. Se completaban as¨ª 32.200 metros de pel¨ªcula filmada. La versi¨®n final, despu¨¦s de seis meses de edici¨®n en Madrid, qued¨® reducida a cuatro horas para televisi¨®n y dos para el cine.

Aunque el programa original quedaba terminado, Fratiquie y yo nos quedamos cuatro d¨ªas m¨¢s, con la esperanza de lograr e? contacto con el General Electric. Durante dos d¨ªas fui cada seis horas a una misma cafeter¨ªa, tal como me lo indicaron por tel¨¦fono. Me sentaba, esperaba sin prisa, leyendo una vez m¨¢s el ejemplar de Los pasos perdidos que me serv¨ªa de amuleto para volar. El contacto esperado, una chica angelical de 20 a?os con el uniforme de la remilgada escuela de La Maisonette, lleg¨® en la pen¨²ltima cita y me'dio las claves para el paso siguiente: el,conocido restaurante Chez Henri, en Portales, donde yo deb¨ªa estar esa tarde desde las seis con un ejemplar de El Mercurio y una revista de historietas.

Llegu¨¦ con un poco de retraso porque el taxi se embotell¨® en la manifestaci¨®n callejera de un nuevo movimiento de resistencia pac¨ªfica contra la dictadura, surgido a ra¨ªz del sacrificio de fuego de Sebasti¨¢n Acevedo en Concepci¨®n. Mientras los carros de la polic¨ªa trataban de dispersarlos con chorros de agua a alta presi¨®n, m¨¢s de 200 manifestantes ensopa dos hasta el tu¨¦tano permanec¨ªan impasibles contra la pared, cantando himnos de amor. Todav¨ªa conmovido por aquella demostraci¨®n sublime, me sent¨¦ en un taburete del bar a leer la p¨¢gina editorial de El Mercurio, como la colegiala me lo hab¨ªa indicado, a la espera de que alguien se acercara a preguntarme: "?A usted le interesan mucho las p¨¢ginas editoriales?". Yo deb¨ªa contestar que s¨ª. El otro deb¨ªa preguntarme por qu¨¦, y yo deb¨ªa contestar: "Porque traen informaci¨®n de tipo econ¨®mico que me interesa mucho para mi profesi¨®n". Enseguida saldr¨ªa del restaurante y en contrar¨ªa un autom¨®vil esper¨¢n dome en la puerta.

Hab¨ªa le¨ªdo tres veces las p¨¢ginas editoriales completas, cuando alguien pas¨® por detr¨¢s de m¨ª y me dio un golpecito con el codo en los ri?ones. Me dije: "?ste es". Mir¨¦. Era un hombre de unos 30 a?os, lento y de espaldas macizas, que sigui¨® de largo hasta los lavabos. Pens¨¦ que su saal hab¨ªa querido decir que lo siguiera hasta all¨ª, pero no lo hice, pues faltaba el santo y se?a. Segu¨ª vigilando el lavabo, hasta que regres¨® por donde hab¨ªa pasado antes y me dio otro golpecito igual que el primero. Entonces me volv¨ª y le. vi la cara. Ten¨ªa una nariz de coliflor, los labios amorcifiados, las cejas rotas.

-Hola -me dijo-. ?C¨®mo te ha ido?

-Bien, muy bien -le dije.

Se sent¨® en el taburete de al lado y me habl¨® con mucha familiaridad.

-?Te acuerdas de m¨ª?

-Claro, hombre -le contest¨¦ por seguirle la onda-, c¨®mo no.

As¨ª seguimos unos minutos m¨¢s, y yo dejaba ver el peri¨®dico de un modo ostensible para que ¨¦l recordara el santo y se?a. Pero no cay¨® en la cuenta. Sigui¨® a mi lado, mir¨¢ndome.

-Bueno -dijo-, ?por qu¨¦ no me invitas a un caf¨¦?

-Hombre, con mucho gusto.

Orden¨¦ dos caf¨¦s al camarero, pero ¨¦ste puso s¨®lo uno en el mostrador.

-Le ped¨ª dos -dije- Uno para el se?or.

Copyright Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez 1986.

Final feliz con ayuda de la polic¨ªa

-Ah, s¨ª -dijo el camarero-, lueguito se lo servimos.-?Pero,por qu¨¦ no lo sirve ahora mismo?

-S¨ª, -dijo-, a se lo vamos a servir.

Pero no lo sirvi¨®. Lo m¨¢s curioso era que al lionibre no parec¨ªa importarle, y la extravagancia de la situaci¨®n aument¨® mi nerviosismo. Me puso la mano en el hombro y me dijo:

-Me parece que usted no se acuerda de m¨ª, ?eh?

En ese momento tom¨¦ la decisi¨®n de irme.

-Mire -le dije-, para serle franco, no me acuerdo.

?l sac¨® de la billetera un ecorte ole Prensa, manoseado y amar?llento y me lo. puso frente a los ojos.

-Yo soy ¨¦ste -me dijo.

Entonces lo reconoc¨ª. Era un antiguo campe¨®n de boxeo, muy conocido en la ciudad, m¨¢s por su desequilibrio mental que por sus glorias pasadas. Dispuesto a marcharme antes de convertirme en el centro de la atenci¨®n, ped¨ª la cuenta.

-?Y m? caf¨¦? -dijo ¨¦l.

-T¨®meselo en otra parte -le dije- Puedo darle el dinero.

-?C¨®mo que me va a dar el dinero! -dijo ¨¦l- ?Usted cree que porque me noquearon estoy tan jodido que ya no tengo dignidad? ?No me venga con huevadas!

?Gritaba de tal modo que todas las; miradas del local se volvieron hacia nosotros. Entonces agarr¨¦ su tremenda mu?eca de boxeador y lo, apret¨¦ con estas manos de le?ador que por fortuna hered¨¦ de mi madre.

-Usted se: queda tranquilo, ?me entiende? -le dije mir¨¢ndolo a los ojos-. ?Ni una palabra m¨¢s!

Estuve de suerte, porque se calm¨® con la misma rapidez con que se hab¨ªa exaltado. Pagu¨¦ deprisa, sal¨ª a la noche, glacial y me fui al hotel en el primer taxi. En la recepci¨®n encontr¨¦ un mensaje urgente de Franquie: "Me llev¨¦ tus maletas para el 727". No necesitaba. m¨¢s. El 727 era el nombre secreto con que Franquie y yo conoc¨ªamos. la Casa de Clemencia Isaura, y, el hecho de que ¨¦l hubiera llevado mi equipaje para all¨¢ despu¨¦s de abandonar el hotel a las volandas era un indicio final de: que el c¨ªrculo hab¨ªa acabado de: cerrarse. Sal¨ª disparado para all¨¢, canibiando de taxi y de sentido cada vez que se me ocurr¨ªa, y encontr¨¦ a Clemencia Isaura en su. estado de placidez inmortal, viendo una pel¨ªcula de Hitchcock en la televisi¨®n.

"O te l¨ªas o te sumerges"

El recado que Franquie me dej¨® con ella era muy expl¨ªcito. Esa tarde hab¨ªan llegado un par de agentes civiles preguntando por nosotros al hotel. Tomaron notas de: nuestras fichas de registros. El portero se lo cont¨® a Franquie y ¨¦l fingi¨® no darle ninguna importancia a una diligencia que bien pod¨ªa ser de rutina bajo el estado de sitio. Cancel¨® las habitaciones sin. demostrar ninguna inquietud, pidi¨® al portero que le llamara un taxi para ir al aeropuerto internacional y se despidi¨® con un apret¨®n de manos y una propina inolvidable. Pero el portero no tragaba crudo. "Puedo arreglarles un hotel donde no les encontrar¨¢n nunca", hab¨ªa dicho. A Franquie, desde luego, le pareci¨® m¨¢s prudente hacerse el desentendido

Clemencia Isaura me ten¨ªa el cuerto listo para dormir y hab¨ªa despachado a la criada y al ch¨®fer para que no hubiera o¨ªdos en las paredes ni ojos en los espejos. Mientras me esperaba, hab¨ªa preparado una cena espl¨¦ndida, con velas, vinos de gran clase y sonatas de Brahms, su autor favorito. Prolong¨® la sobremesa hasta muy tarde chapaleando en el pantano de sus frustraciones tard¨ªas. No se resignaba a la realidad de haber perdido la vida criando hijos para los momios, jugando canasta con matronas imb¨¦ciles, para terminar tejiendo calcetas de lana frente a los folletones de l¨¢grimas de la televisi¨®n. A los 72 a?os descubr¨ªa que su verdadera vocaci¨®n hab¨ªa sido la lucha armada, la conspiraci¨®n, la embriaguez de la acci¨®n intr¨¦pida.

-Para morirme en una cama con los ri?ones podridos -dijo-, prefiero que me cosan a plomo en un combate callejero con los milicos.

Franquie lleg¨® a la ma?ana siguiente, con un autom¨®vil alquilado distinto del que ten¨ªamos los d¨ªas anteriores. Llevaba un mensaje categ¨®rico que me lleg¨® por tres v¨ªas distintas: "O te vas o te sumerges". Lo ¨²ltimo; que equival¨ªa a esconderme sin seguir trabajando, era una opci¨®n impensable. Franquie opinaba lo mismo y hab¨ªa conseguido ya las dos ¨²nicas plazas disponibles en el avi¨®n que sal¨ªa esa tarde para Montevideo.

Era el acto final. La noche anterior hab¨ªa liquidado al primer equipo chileno, con instrucciones de que ¨¦ste liquidara a los otros, y entreg¨® a un emisario de la resistencia las tres ¨²ltimas latas de pel¨ªculas expuestas para que'las sacar¨¢n del pa¨ªs lom¨¢s pronto posible. Lo hicieron tan bien que cuando llegamos a Madrid, cinco d¨ªas despu¨¦s, ya Ely las hab¨ªa recibido. Se las hab¨ªa llevado a la casa una monjajoven y encantadora, id¨¦ntica a santa Teresita de Jes¨²s, que no quiso quedarse a almorzar porque ten¨ªa que cumplir esa ma?ana otras tres misiones secretas antes de regresar a Chile esa misma noche. Hace poco descubr¨ª, por una casualidad incre¨ªble, que era la misma monja que me hab¨ªa servido de contacto en' la iglesia de San Francisco, en Santiago.

Yo me negaba a irme mientras existiera una posibilidad de entrevistar al General Electric. El contacto hab¨ªa vuelto a perderse en el restaurante, pero mientras desayun¨¢bamos en la casa de Clemencia Isaura hice una nueva llamada y la misma voz femenina de siempre me pidi¨® llamarla otra vez dos horas m¨¢s tarde para una respuesta definitiva: s¨ª o no. Entonces decid¨ª que si un minuto antes de que saliera el avi¨®n consegu¨ªa el contacto, me quedar¨ªa en Santiago sin pensar en el riesgo. Si no, me ir¨ªa para Montevideo. Me hab¨ªa planteado la entrevista como un asunto de honor y me dol¨ªa en el alma no rematar con ella mis seis semanas de gracias y desgracias en Chile.

La segunda llamada tuvo el mismo resultado: hab¨ªa que repetirla dentro de dos horas. Ten¨ªa, pues, dos posibilidades m¨¢s antes de la salida del avi¨®n. Clemencia Isaura se empe?¨® en darnos un rev¨®lver de salteador de caminos que su esposo mantuvo siempre debajo de la almohada para espantar a los ladrones, pero logramos convencerla de que era una imprudencia. Nos despidi¨® ba?ada en l¨¢grimas, y no creo que fuera tanto por el afecto real que nos ten¨ªa como por el dolor de quedarse sin la emoci¨®n de nuevas aventuras. En rigor, all¨ª se qued¨® mi otro yo. Saqu¨¦ las cosas personales indispensables, las puse en un peque?o malet¨ªn de mano y le dej¨¦ a Clemencia Isaura la maleta de ruedas con los trajes ingleses, las camisas de hilo con los monogramas ajenos, las corbatas italianas pintadas a mano, la suntuosa parafernalia de sal¨®n del hombre que m¨¢s hab¨ªa detestado en la vida. Lo ¨²nico que conserv¨¦. de ¨¦l fue lo que llevaba puesto, y, lo olvid¨¦ a: prop¨®sito tres d¨ªas despu¨¦s en un hotel de R¨ªo de Janeiro.

Las dos horas siguientes las gastamos comprando regalos chilenos para mis hijos y para los amigos del exilio. Desde una cafeter¨ªa cercana de la plaza de Armas llam¨¦ por tercera vez y obtuve la misma respuesta: volver a llamar dentro de dos horas. Pero entonces no me contest¨® la mujer, sino un hombre que dio el santo y se?a correcto y me: advirti¨® que si la pr¨®xima vez, no hab¨ªan establecido el contacto era imposible hacerlo antes de dos semanas. As¨ª que nos fuimos al aeropuerto para llamar desde all¨ª por ¨²ltima vez.

El tr¨¢nsito estaba interrumpido por obras en varios lugares, la se?alizaci¨®n era confusa y las desviaciones numerosas y enredadas. Franquie y yo conoc¨ªamos muy bien el camino del viejo aeropuerto de Los Cerrillos, pero no el de Pudahuel, y sin saber c¨®mo nos encontramos perdidos en una densa barriada industrial. Dimos muchas vueltas, buscando una salida a cualquier parte, y no nos dimos cuenta de que and¨¢bamos en sentido contrario hasta que se nos atraves¨® en el camino una patrulla motorizada de carabineros.

Me baj¨¦ del coche y decid¨ª salirles al paso. Franquie, por su parte, los abrum¨® con el rnanantial incontrolable de su labia florida, sin darles un respiro para concebir ninguna sospecha. Les hizo un recuento apresurado y tabuloso de un contrato que hab¨ªamos venido a firmar con el Ministerio de Comunicaciones para establecer en Chile una red de control del tr¨¢nsito nacional por sat¨¦l?te, y les plante¨® el riesgo dram¨¢tico de que todo el proyecto fracasara si no alcanz¨¢bamos dentro le media hora el avi¨®n de Montevideo. Al final est¨¢bamos tan enredados tratando de precisar una ruta posible para retomar la autopista del aeropuerto que los dos carabineros subieron de un salto i su autom¨®vil y nos ordenaron seguirlos.

Dos colocados en busca de autor

Fue as¨ª como llegamos al aeropuerto con la ruta barrida por las sirenas alarmantes y los rel¨¢mpagos rojos del autom¨®vil policial disparado a m¨¢s de 100 kil¨®metros por hora. Franquie corri¨® hacia el mostrador de Hertz para entregar el coche alquilado. Yo corri¨® al tel¨¦fono, llam¨¦ al mismo n¨²mero por cuarta vez en ese d¨ªa y estaba ocupado. Insist¨ª dos veces m¨¢s y a la tercera lo encontr¨¦ libre, pero perd¨ª un tiempo precioso porque la mujer que me contest¨® no identific¨® el santo y se?a y colg¨® indignada. Volv¨ª a llamar enseguida, y entonces me contest¨® la misma voz de hombre de las veces anteriores, pausada y tierna, pero sin ninguna esperanza. Y tal como me lo advirti¨®, no la habr¨ªa antes de dos semanas. Cuando colgu¨¦, furioso y descorazonado, faltaba, media hora para la salida del avi¨®n.

Estaba acordado con Franquie que yo pasar¨ªa los controles de inmigraci¨®n mientras ¨¦l terminaba de arreglar las cuentas de Hertz, de modo que pudiera escapar y dar la voz de alarma a la Corte Suprema de Justicia si me arrestaban a la salida. Pero a ¨²ltima hora resolv¨ª esperarlo frente a la entrada de inmigraci¨®n. Demoraba m¨¢s de lo normal, y a medida que el tiempo pasaba me volv¨ªa m¨¢s notorio con mi malet¨ªn de ejecutivo y dos de viaje, adem¨¢s de las bolsas de regalos. A trav¨¦s de los altavoces, una voz de mujer que me pareci¨® m¨¢s nerviosa que yo hizo la ¨²ltima llamada a los pasajeros del vuelo para Montevideo. Presa del p¨¢nico, le di a un cargador el malet¨ªn de Franquie y un billete grande, y le dije:

-Lleve este malet¨ªn al mostrador de Hertz y d¨ªgale al se?or que est¨¢ pagando que yo me fui en el avi¨®n, o que venga enseguida.

-As¨®mese usted mismo -me dijo ¨¦l-, ser¨¢ m¨¢s f¨¢cil.

Entonces me dirig¨ª a una de las auxiliares de la compa?¨ªa a¨¦rea que controlaba la entrada de los pasajeros.

-Por favor -le dije-, esp¨¦reme dos minutos mientras busco a mi amigo que est¨¢ pagando el carro.

-Quedan s¨®lo-quince minutos -dijo ella.

Corr¨ª hasta el mostrador sin preocuparme de mis modales. Pues la angustia me hab¨ªa hecho perder la parsimoniosa compostura de mi otro yo, y hab¨ªa vuelto a ser el cineasta impulsivo que fui siempre. Muchas horas de estudio, de previsiones milim¨¦tricas, de ensayos minuciosos, se hab¨ªan ido al diablo en dos minutos. Encontr¨¦ a Franquie muy calmado, discutiendo con el dependiente de Hertz un problema de cambio de moneda.

-?Que carajo! -le dije- P¨¢gale lo que sea, y te espero en el avi¨®n. Nos quedan cinco minutos.

Hice un esfuerzo supremo por

Pasa a la p¨¢gina 34

Final feliz con ayuda de la polic¨ªa

Viene de la p¨¢gina 33calmarme y me enfrent¨¦ al control de inmigraci¨®n. El agente revis¨® el pasaporte y me mir¨® fijo a los ojos. Yo lo mir¨¦ igual, luego mir¨® la foto y me volvi¨® a mirar, y yo le sustuve la mirada.

-?A Montevideo? -me pregunt¨®.

-A la comidita de mam¨¢ -dije.

Mir¨® el reloj electr¨®nico en el muro y dijo: "Montevideo ya sali¨®". Le insist¨ª que no, y ¨¦l lo confirm¨® con la empleada de Lan-Chile que nos estaba esperando para cerrar el vuelo. Faltaban dos minutos.

El controlador sell¨® el pasaporte y me lo devolvi¨® sonriendo.

-Buen viaje.

No acababa de pasar el control cuando me llamaron por el altavoz, con mi nombre falso a todo volumen. Pens¨¦ que era el fin y alcanc¨¦ a imaginarlo como algo que hasta entonces s¨®lo les pod¨ªa suceder a otros, pero que ahora me hab¨ªa sucedido a m¨ª sin remedio. Lo pens¨¦ inclusive con una rara sensaci¨®n de alivio. Sin embargo, el que me llamaba era Franquie, porque me hab¨ªa llevado su tarjeta de embarque entre mis papeles. Tuve que correr otra vez a la salida, pedirle permiso al oficial que me hab¨ªa sellado el pasaporte y volver a pasar los controles arrastrando a Franquie.

Fuimos los ¨²ltimos en subir al avi¨®n, y lo hicimos con tanta prisa que no fui consciente de estar repitiendo uno por uno los mismos pasos que hab¨ªa dado 12 a?os antes, cuando tuve que abordar el avi¨®n para M¨¦xico. Ocupamos los ¨²ltimos lugares, que eran los ¨²nicos disponibles. Entonces padec¨ª la emoci¨®n m¨¢s contradictoria de todo el viaje. Sent¨ª una gran tristeza, sent¨ª rabia, sent¨ª otra vez el dolor intolerable del destierro, pero sent¨ª tambi¨¦n el alivio inmenso de que todos los que participaron en mi aventura estuvieran sanos y salvos. Un anuncio inesperado por los altavoces del avi¨®n me puso de nuevo en la realidad:

-Por favor, todos los pasajeros deben tener sus boletos en la mano. Hay una revisi¨®n.

Dos funcionarios de civil, que lo mismo pod¨ªan ser de la empresa que del Gobierno, estaban ya dentro del avi¨®n. He volado mucho y s¨¦ que no es raro que pidan la contrase?a d¨¦ la tarjeta de embarque a ¨²ltima hoya para alguna comprobaci¨®n a bordo. Pero era la primera vez que ped¨ªan el boleto. Esto permit¨ªa pensar cualquier cosa. Angustiado, busqu¨¦ un refugio en los maravillosos ojos verdes de la azafata que repart¨ªa los caramelos.

-Esto es absolutamente ins¨®lito, se?orita -le dije.

-Ay, se?or, qu¨¦ quiere que le diga -dijo ella-. -Es algo que no -est¨¢ en nuestras manos.

Bromeando como lo hac¨ªa siempre en los momentos de apuro, Franquie le pregunt¨® si pernoctaba en Montevideo, y ella le dijo en el mismo tono que se lo preguntara a su marido, el copiloto. Yo, por mi parte, no pod¨ªa soportar ni un minuto m¨¢s la ignominia de vivir escondido dentro de otro. Sent¨ª el impulso de levantarme Y recibir a gritos a los revisores: "V¨¢yanse todos al carajo, yo soy Miguel Litt¨ªn, director de cine, hijo de Cristina y Hern¨¢n, y ni ustedes ni nadie tiene el derecho de impedirme que viva en mi pa¨ªs con mi propio nombre y mi propia cara". Pero a la hora de la verdad me limit¨¦ a mostrar el boleto con la mayor solemnidad de que fui capaz, agazapado dentro de la coraza protectora de mi otro yo. El controlador lo mir¨® apenas y me lo devolvi¨® sin mirarme.

Cinco minutos despu¨¦s, volando sobre la nieve rosada de los Andes al atardecer, tom¨¦ conciencia de que las seis semanas que dejaba detr¨¢s no eran las m¨¢s heroicas de mi vida, como lo pretend¨ªa al llegar, sino algo m¨¢s importante: las m¨¢s dignas. Mir¨¦ el reloj: eran las cinco y diez. A esa hora, Pinochet hab¨ªa salido del despacho con su corte de ¨¢ulicos, hab¨ªa recorrido a pasos lentos la larga galer¨ªa desierta y hab¨ªa descendido al primer p?so por la suntuosa escalera alfombrada, arrastando los 32.200 metros de rabo de burro que le hab¨ªamos colgado. Pens¨¦ en Elena con una inmensa gratitud. La azafata de los ojos de esmeraldas nos sirvi¨® un c¨®ctel de bienvenida y nos inform¨® sin que lo pregunt¨¢ramos:

-Pensaban que se hab¨ªa colado un pasajero en el avi¨®n.

Franquie y yo levantamos la copa en su honor.

-Se colocaron dos -dije-. ?Salud!

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