Un gesto de Unamuno
Ahora que se anuncia el cincuentenario de la muerte de don Miguel de Unamuno, Sentirnos, los que le hemos conocido, una fuerza. extraordinaria que enardece nuestros recuerdos, aunque el trato personal con el personaje fuera m¨ªnimo, como es mi caso. Rebrotan las semillas que ¨¦l sembr¨®, pero uno sospecha que no lleguen a crecer come, ser¨ªa deseable, ya que el mundo ha cambiado.Los que trataron a don Miguel de Unamuno -todav¨ªa viven bastantes- y escucharon sus discusiones monologales, saben que, a su contacto, las inteligencias se crec¨ªan y se abr¨ªan horizontes nuevos al pensamiento. Por eso Giovanni Papini, para quien don Miguel era el "fil¨®sofo sin miedo", lo consider¨® "uno de -los m¨¢s austeros despertadores de esp¨ªritus". Esa influencia sol¨ªa tener casi siempre valor did¨¢ctico, aunque en otras ocasiones resultara anestesiante, porque agobiaba y minimizaba al auditor, cuando no provocaba violentas actitudes reactivas.
Es sabido que don Miguel nunca se cas¨® con nadie; que estuvo, a veces s¨®lo aparentemente, en contra de todo, como patentiz¨® el t¨ªtulo de uno de sus libros. Que lo hizo no s¨®lo por temperamento y car¨¢cter, sino tambi¨¦n por autoeducaci¨®n intelectual, pues desde joven, y a modo de ejercicio mental, discut¨ªa las ideas del pr¨®jimo para problematiz¨¢rselas a s¨ª mismo y para estimular el pensamiento ajeno. Que luchaba contra la habitual renuncia del espa?ol a pensar y a refugiarse con indolencia en las explicaciones adiaf¨®ricas y c¨®modas de las cosas. Pero s¨®lo era contradictor de las opiniones que consideraba sombr¨ªas sofistificaciones o guardamallas de industria; jam¨¢s llev¨® la contraria a las luces y a las verdades. En el fondo, la tan comentada violenta lid de Unamuno con el otro se envolv¨ªa en una inigualable blandura hacia el hombre como pobre juguete rodante de la humanidad. S¨¢nchez Astudillo se preguntaba: "?No cabr¨ªa decir que es tan tierno con la especie humana como ¨¢spero con el hombre individual?"
Su pol¨ªtica rebeld¨ªa frente a los sublevados en 1936, que le cost¨® la vida junto al brasero, dio a la muerte de Unamuno- una dign¨ªsima significaci¨®n hist¨®rica. En el ¨²ltimo tramo de su vida hab¨ªa recibido afrentas muy hirientes, que no fueron a m¨¢s porque le protegi¨® el brazo gentil de una dama. Ahora bien, tanto como esas ofensas, le da?aron los aduladores hip¨®critas con segundas intenciones. Cuantos. vivieron m¨¢s o menos de cerca la desconsolada intimidad unamuniana de aquellos d¨ªas y le oyeron sus "?No!, ?No y no!" pudieron intuir los pensamientos que bull¨ªan en aquella mente atropellada por las, circunstancias. Acostumbrado a enfrentarse con todo lo que le parec¨ªa insano, impuro, injusto o prostituido, se fue el ¨²ltimo d¨ªa de 1936 en volandas de su insobornable recielumbre, maltratada por la militar insania, por la impureza clerical, por la injusticia del destino y por la sociedad pervertida. Su entierro, visto a distancia en el tiempo, fue casi un sacrilegio social e intelectual.
Muy pocos despu¨¦s de Unamuno se han atrevido a poner el dedo en la llaga supurada y sangrienta del pa¨ªs, y nadie con su rotundidad. ?Es que ha desaparecido el tipo de hombre que Unamuno representaba, abanderaba y exaltaba? Sin embargo, por los a?os cincuenta empezaron a emerger algunas actitudes netamente unamunescas y en los ¨²ltimos 10 a?os, gracias a ellas, podemos contemplar los espa?oles el destello de eficaces gestos universitarios, laborales e incluso eclesi¨¢sticos, tras de los cuales camina esa juventud nueva de la que se dice no sabe a d¨®nde va, pero que va y que llegar¨¢ a una meta.
El modo de ser de don Miguel se manifest¨® muy especialmente en sus gestos, m¨¢s numerosos que los de la mayor¨ªa de los miembros de la generaci¨®n del 98. Gestos privados que, en esc¨¢la individual, instigaban, como m¨ªnirno, a hacer examen de conciencia ciudadana; y gestos p¨²blicos que resultaban prol¨ªficos, pues Jra¨ªan cola. Todav¨ªa vibran en mis t¨ªmpanos las palabras que o¨ª a don Miguel en mayo de 1930, al salir de la estaci¨®n del Norte cuando regres¨® del exilio: "Parece que Espa?a hierve. Pero ?cuidado!, que tambi¨¦n puede estallar". Como yo iba entre los manif¨¦stantes que le recibieron, casi a su lado, vi que Unamuno ten¨ªa tos p¨¢rpados hinchados a punto
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Un gesto de Unamuno
Viene de la p¨¢gina 13 de llantoy que lo sonrosado de su cara hab¨ªa sido sustituido por una palidez azulenca que hac¨ªa temer un desvanecimiento. Aquella tez l¨ªvida y aquella mirada entumecida estimularon m¨¢s a los varios miles de personas que le acompa?aban que un mill¨®n de arengas o de aspaventosos discursos.Yo recib¨ª. de Unamuno una de las m¨¢s aleccionadoras desilusiones de mi juventud. Andaba por mis 22 a?os, y los contactos amistosos me hab¨ªan acercado mucho a los paladines de la poes¨ªa vanguardista. Por ellos contagiado publiqu¨¦, en 1929, un primer libro al que di el t¨ªtulo de Decantaci¨®n en verso. Encabez¨¢banlo unos lemas de Juan Ram¨®n Jim¨¦nez, de Paul Val¨¦ry y de don Jos¨¦ Ortega, e inclu¨ªa poemas adscritos a toda la gama de ismos entonces candentes. Aprovechando que don Miguel ya estaba en Madrid, redact¨¦ una dedicatoria seria y respetuosa para ¨¦l, y llev¨¦ el libro varios d¨ªas conmigo, por el Ateneo, sin atreverme a entreg¨¢rselo en mano, pues raramente le encontraba s¨®lo, y me avergonzaba hacerlo delante de los dem¨¢s. En una ocasi¨®n, cuando bajaba la escalera, me cruc¨¦ en el descansillo, a solas con don Miguel; le detuve y, titubeando, me atrev¨ª a ponerlo en sus manos. Amablemente me dio las gracias, calific¨® al libro de "rasgo de juventud" y me dese¨® ¨¦xito. Pasaron algunos d¨ªas en los que yo no me atrev¨ªa a acudir al sal¨®n por temor a que don Miguel pudiera hacer comentarios duros sobre mis versos entre los contertulios. Y volv¨ª a cruzarme con ¨¦l en el mismo rellano de la escalera. Un tanto temeroso, le salud¨¦ al pasar, y me contest¨® con un hola fugaz. Mas, como si una mosca le hubiera picado en la memoria, se detuvo en seco y me semigrit¨® con su atiplada voz: "?Eh, muchacho, muchacho!" Me volv¨ª en el acto y me pregunt¨®:
-?Es usted el que me entreg¨®
hace d¨ªas, en este mismo lugar, un librito que se titulaba '...?
-Decantaci¨®n, le respond¨ª.
-En efecto, Decantaci¨®n. ?igame, joven; usted me parece espabilado, pero ?por qu¨¦ no se dedica a otra cosa?
Y ante mi ostensible nerviosidad sigui¨® dici¨¦ndome que yo ten¨ªa un gran caos en la cabeza y en el coraz¨®n y que eso era. lo que necesitaba decantarse y no el verso. Me pidi¨® perd¨®n por su brusquedad. "La poes¨ªa no se escribe para ser de-can-ta-da, sino para que sea canto", me coment¨®, agregando que el verso hay que verlo, sentirlo, palparlo y hasta olerlo, y que la poes¨ªa no puede ser jerogl¨ªfica. "Perd¨®neme la reiteraci¨®n, ?por qu¨¦ no dedica usted el tiempo libre a otra cosa?"
Se dio cuenta de mi. natural desconcierto, pues deb¨ª enrojecer o palidecer de verg¨¹enza y, sin dar lugar a ninguna respuesta, me aconsej¨® que siguiera el camino que la vocaci¨®n me marcara, pero procurando escribir poemas en los que vibraran el alma, el cuerpo, el mundo y Dios". Con total precisi¨®n recuerdo esta ¨²ltima palabra.
Sereno ya mi ¨¢nimo por sus ¨²ltimas palabras; le di nuevamente las gracias dici¨¦ndole que aqu¨¦llas significar¨ªan mucho para m¨ª. Varios d¨ªas despu¨¦s, nada m¨¢s sentarme en el brazo de una butaca que un querido amigo ocupaba en la cacharrer¨ªa, y cuando cre¨ªa que don Miguel no hab¨ªa advertido mi presencia, not¨¦ que deten¨ªa en m¨ª su mirada. Y con cari?osa efusi¨®n, tras pedirme de nuevo perd¨®n por la dureza con que me hab¨ªa tratado, a?adi¨® sonriendo:-
-Pienso que usted no es falso; la juventud nunca lo es. Pero usted deber¨¢ comprender cu¨¢nto me ofende la poes¨ªa que yo interpreto como falsa. Dedica usted alg¨²n poema a Garc¨ªa Lorca y a Alberti, y ¨¦stos s¨ª son poetas, pues la poes¨ªa les sale del alma hasta en sus escarceos por terrenos nada l¨ªricos.
Hizo una breve pausa y continu¨®:
-Para usted traigo este librito que me sali¨® de la mollera y del coraz¨®n, no de la pluma, y que no sufri¨® de-can-ta-ci¨®n alguna. Voy a dedic¨¢rselo. ?C¨®mo se llama usted, que no recuerdo?
Vi la greca de la portada y atisb¨¦ que el libro que iba a dedicarme era El Cristo de Vel¨¢zquez, con las cubiertas sobadas y los bordes estropeados e intensos. Le dije mi nombre y le di la estilogr¨¢fica. Se interrumpi¨® un segundo para preguntarme qu¨¦ estudiaba, y escribi¨® en mi presencia: "A Francisco Vega, aspirante a m¨¦dico, que cree puede llegar a serlo por el camino de la poes¨ªa. M. de Unamuno". La fecha la puse yo despu¨¦s.
Cuando acab¨® nuestra guerra, 1939, en un expurgo.poficiaco que se hizo de m¨ª modesta biblioteca, se llevaron ese Ebro de don Miguel entre otros muchos; alguien lo tendr¨¢ todav¨ªa. Con ese libro me robaron no s¨®lo un aut¨®grafo -menos mal que lo copi¨¦ en una libreta- de aquel monumento humano, sino la huella de una dolorosa lecci¨®n magistral y la culminaci¨®n de un gesto que empez¨® siendo una paternal bofetada de impulso reformador y termin¨® con una entemecedora entrega de su alma de maestro a quien tantas ense?anzas necesitaba.
Siete a?os antes de ese n¨² primer encuentro con Unamuno (le acompa?¨¦ otra vez, en un paseo matutino por la Castellana), hab¨ªa relatado ¨¦ste en dos art¨ªculos casi id¨¦nticos otro caso similar. Que alguien en Valladolid le habl¨® de un m¨¦dico que adem¨¢s, era lo que ¨¦l re ¨® con vehemencia: "Adem¨¢s, no. No se es poeta adem¨¢s; diga usted m¨¢s bien que, adem¨¢s, es m¨¦dico". Por eso quiz¨¢ don Miguel hab¨ªa escrito que yo aspiraba a ser m¨¦dico siguiendo el sendero de la poes¨ªa.
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