La huella de Karl Kraus
Abisinia y a poco m¨¢s de un mes de la guerra civil espa?ola, mor¨ªa Karl Kraus (hab¨ªa nacido en 1874, cerca de Praga). Buen momento para desaparecer de la escena hist¨®rica: la apisonadora nazi. no habr¨ªa sido demasiado considerada con este jud¨ªo converso, antibelicista militante y antiguo simpatizante de la socialdemocracia que, desilusionado, acabar¨ªa sus d¨ªas en el conservadurismo cat¨®lico del canciller Dollfuss, asesinado ¨¦ste en un golpe de Estado que alentaron los propios nazis alemanes.A medio siglo de su muerte, los lectores espa?oles pueden asomarse a escasos textos suyos: La tercera noche de Walpurgis, en la traducci¨®n de Pedro Madrigal, y una antolog¨ªa de aforismos y textos breves preparada por Jes¨²s Aguirre y bautizada Contra los periodistas.
Desde luego, este protagonista de aquella Viena de finales del imperio y comienzos de la rep¨²blica, que se convierte para nuestra memoria hist¨®rica en uno de los centros intelectuales de Occidente, no es f¨¢cil de abordar para un lector extranjero. Su obra es extensa (17 vol¨²menes, m¨¢s los 39 de su revista Die Fackel, La Antorcha), aun excluyendo los restos flotantes de una larga correspondencia, que la guerra y las rapi?as pol¨ªticas diezmaron considerablemente. Pero su volumen no responde a una sistem¨¢tica, sino a las solicitaciones del momento hist¨®rico, pues este enemigo del periodismo al uso (que convierte los grandes temas en actualidad olvidable) era ante todo un periodista.
Su escritura se dispersa en art¨ªculos, en ocurrencias, en panfletos, en pol¨¦micas. Se detiene en varios vol¨²menes de versos, intenta el teatro fant¨¢stico, pasa por la tragedia apocal¨ªptica de posguerra (Los ¨²ltimos d¨ªas de la humanidad), recupera como ejemplo a escritores penumbrosos como aquel Nestroy, comedi¨®grafo sat¨ªrico del siglo XIX, al cual mezcla con la m¨²sica chispeante y par¨®dica de las operetas de Offenbach.
A lo inasible de Kraus colabora el hecho de que buena parte de su tarea haya sido su obra de conferenciante y de metteur en sc¨¨ne teatral, muy personal y aun personalista en este ¨²ltimo oficio. En efecto, mont¨® a partir de 1916 un Teatro de la poes¨ªa, en el cual, con la mera ayuda de un pianista y con un somero aparato esc¨¦nico (una mesa con dos candelabros y un tapete verde), ¨¦l solito representaba tragedias, comedias y operetas, todas ellas tomadas del repertorio cl¨¢sico.
En cuanto a Die Fackel, se trata de una cordillera de art¨ªculos publicados entre 1899 y febrero de 1936; es decir, pocos meses antes de su muerte. All¨ª intent¨® Kraus revertir lo que hac¨ªa el periodismo corriente: hacer la cr¨ªtica de la vida cotidiana a partir de los grandes principios que una sociedad declara y no vive. Ser la mala conciencia de lo diario a partir de los buenos valores.
La lista de temas abordados es interminable y otro tanto ocurre con el elenco de sus colaboradores, que van desde nombres consagrados ya en el momento de aparecer en sus p¨¢ginas (Oscar Wilde, August Strindberg, Detlev von Liliencron, Houston Chambierlain) hasta debutantes, entre ellos Bertolt Brecht, Ferdinand Bruckner, Georg TrakI Peter Altenberg.
Sonados asuntos como el juicio por homosexualidad contra, algunos privados de la corte imperial alemana, que le permite denunciar el amarillismo y el chantaje de periodistas y polic¨ªas de su tiempo, se enzarzan con temas fundamentales: la guerra y el pacifismo. En medio de una sociedad cada vez m¨¢s escorada a la reacci¨®n y al imperialismo, Kraus desarroll¨®, acompa?ado por unos pocos nombres ilustres (Schnitzler y Hofmannsthal, entre otros), una campa?a contra la guerra en plena contienda, campa?a que se prolong¨® en la posguerra, durante su acercamiento a la rep¨²blica socialdemocr¨¢tica, de la cual se alejar¨ªa, desilusionado por sus represiones policiales, en un juego zigzagueante, hacia el Socorro Rojo Internacional y hacia el socialcatolicismo de Dollfuss. En esto tambi¨¦n fue un individuo incomparable que jug¨® a salirse de las casillas, tanto en el sentido de huir de todo papel como en el de perder la serenidad centroeuropea en favor de estallidos del c¨®lera pendolista.
En esa Viena que se degradaba desde un liberalismo laico y, progresivo hacia un nacionalismo intolerante y chovinista creci¨® un invern¨¢culo intelectual de cuyos frutos vivimos todav¨ªa: Freud y su psicoan¨¢lisis, Klimt y su expresionismo, Sch?nberg y su atonalismo, Wittgenstein y su
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formalismo l¨®gico, Schnitzler y Hofmannsthal, Mahler y Kokoschka, Adolf Loos y Rainer Mar¨ªa Rilke, Adolf Hitler y Karl Kraus. Algunos nos alimentan, otros nos envenenan; a veces, el paso al l¨ªmite es una cuesti¨®n de dosis, pero estamos ante una huerta de microclima francamente opulenta. En la intimidad de Kraus, siempre puesta en escena a trav¨¦s de su obra, estas contradicciones se viv¨ªan con dramatismo. Uno de sus dramas fue su compulsiva conversi¨®n al catolicismo, un episodio corriente en aquellos a?os si pensamos en los casos de Mahler y Hofmannsthal (este ¨²ltimo no hab¨ªa nacido jud¨ªo, pero la exageraci¨®n de sus rasgos cat¨®licos tienen que ver con ancestros hebreos). En Kraus esto coincide con un larvado conservadurismo que apela a la cr¨ªtica radical de las costumbres, pero a partir de una clase dirigente de modelo aristocr¨¢tico, encarnada por el mandarinato intelectual en tanto depositario l¨²cido de los m¨¢s elevados valores. Ocurrencia tr¨¢gica, si se quiere, ya que a Kraus le toc¨® vivir una era de militarizaci¨®n de la pol¨ªtica y de exterminio de la inteligencia en nombre de los instintos, la sangre y la tierra.
M¨¢s que por su obra concreta como trabajo acabado, Kraus perdura por las incontables su gestiones de su reflexi¨®n, y que se pueden rastrear en escritores de tarea m¨¢s sistem¨¢tica o en fil¨®sofos de escuela, como el grupo de Francfort. Benjamin, Adorno, Horkheimer o L?wenthal optan por otro tipo de tareas, pero suponen la acci¨®n de Kraus, sus incitaciones, sus alertas, sus cabreos no exentos de mesianismo y de quejumbre apocal¨ªptica. Al fin y al cabo, era un jud¨ªo que habitaba una de las pomposas capitales de la Contrarreforma.
Si aquellas tormentas pasaron, si aquellas heridas se han cicatrizado (o al menos coagulado), si aquellas guerras no son las nuestras y tal vez no ser¨¢n las de nuestros hijos, sin embargo, el estallido al que asistieron conciencias como la de Karl Kraus ha dejado una huella imprescindible para la posteridad: una huella ruinosa, la necesidad de pensar a partir de los fragmentos de una cultura, como si el derrumbamiento convirtiera a los trozos del edificio en sabrosos enigmas.
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