Borges y yo
Al otro, a Borges, era a quien le ocurr¨ªan las cosas. Yo s¨®lo las relato. A veces ve¨ªa su nombre en un diccionario ingl¨¦s: "Jorge Luis Borges: Born 1899. Argentinian poet and literary scholar". Caminar¨ªamos luego por Londres y nos demoraremos ante una plaza que Borges no puede ya ver y le digo su nombre. Ahora Borges ha venido a ofrecer una serie de veladas literarias en el Central Hall de Westminster.Fue all¨ª, en la primera charla, donde por fin lo conoc¨ª personalmente. Ocurri¨® el jueves 13 de mayo de 1971. La fecha era memorable, y para no olvidarla guard¨¦ el tal¨®n de los boletos. La sala estaba abarrotada esa noche, a pesar de que la entrada costaba una libra, que en ese tiempo era casi una libra de carne. Cincuenta peniques para estudiantes. Inv¨¢lidos de guerra, gratis. Ciegos y sordomudos, previa identificaci¨®n. As¨ª y todo, se qued¨® gente en la calle, que no pudo entrar pese a todas las peque?as maniobras.
El p¨²blico era el, mayor que hab¨ªa visto el Hall desde que Mark Twain diera sus famosas charlas de Londres a finales del siglo pasado. A Borges lo ayudaron hasta la silla en el podio. Tante¨® con sus manos por el micr¨®fono, abri¨® un reloj sin cristal en la esfera, comprob¨® la hora, puso el reloj sobre el podio y comenz¨® a hablar, con los ojos cerrados, la voz lenta y apagada y un d¨¦bil dejo en un ingl¨¦s que era a la vez, como el conferenciantes, levemente victoriano con un tenue tinte ex¨®tico y nativo al mismo tiempo.
Bast¨®n escoc¨¦s
As¨ª comenz¨® su primera charla. Al final habr¨ªa preguntas y respuestas mediante el procedimiento de escribir la pregunta en una tira de papel y esperar que fuera seleccionada por el maestro de ceremonias. Fue una velada de veras interesante. Pero m¨¢s interesante fue la charla antes de la charla.
No me gusta visitar a los artistas (y la charla demostrar¨ªa el actor que hab¨ªa perdido el teatro argentino con Borges poeta) en su camerino. Antes de la funci¨®n porque los artistas est¨¢n ansiosos; despu¨¦s, porque est¨¢n cansados. Pero Norman Thomas di Giovanni hab¨ªa insistido tanto en que visitara a Borges esa noche que decid¨ª aceptar la invitaci¨®n. Di Giovanni es el traductor de Borges, y entonces era como su apoderado.
En todo caso se apoder¨® de Borges durante toda la visita. Cuando entr¨¦ al camerino, Borges estaba apoyado en su grueso bast¨®n escoc¨¦s, y sentado ante una mesa ten¨ªa frente a s¨ª una botella de brandy medio vac¨ªa y un vaso lleno. Pens¨¦ que Di Giovanni se fortalec¨ªa antes de apoderarse del p¨²blico. Pero mi curiosidad se volvi¨® asombro al ver a Borges coger el vaso de co?¨¢ firmemente y apurarlo de un trago. Nunca hubiera cre¨ªdo que Borges, tan moderado en todo, beb¨ªa. Di Giovanni me explic¨® que era para los nervios, pero antes del trago (y despu¨¦s) Borges parec¨ªa tan inmutable como la esfinge. Se ve¨ªa que ten¨ªa secretos y un secretario.
El p¨²blico y la noche fueron de Borges. Al final el sal¨®n, lleno no s¨®lo de espectadores sino de cr¨ªticos y de escritores y hasta de editores, se volc¨® hacia el poeta ciego: parec¨ªan gritar nuestro Milton, nuestro Homero. En el p¨²blico vi a varios t¨¦cnicos de cine, y entre ellos me encontr¨¦ con Sandy Lieberson, productor de cine, que me inform¨® que rodaban un documental sobre y con Borges. Lo dirigir¨ªa Nicholas Roeg, que tambi¨¦n estaba all¨ª. Una vez regal¨¦ un libro por Navidad a una agente de prensa americana que viv¨ªa en Londres. Se llama Carolyn Pfeiffer, y ahora, de regreso a Hollywood, se hab¨ªa convertido en productora. Carolyn era muy amiga de Roeg, y le prest¨® el libro que yo le regal¨¦ a ella. Era la Antolog¨ªa personal. El tomo y su cubierta borgiana fueron a parar a la escena final culminante de Performance, que Lieberson produjo y Roeg dirigi¨®.
Esa visi¨®n del escritor ciego era la ¨²ltima imagen y el motivo principal del filme. Borges, el m¨¢s victoriano de los escritores, sirvi¨® para ilustrar la pel¨ªcula m¨¢s decandente de entonces, llena de ambig¨¹edad moral, sexo confuso y violencia. Al mismo tiempo, Borges se hab¨ªa vuelto un icono del swinging London. ?Qui¨¦n lo hubiera dicho!
La noche siguiente fuimos Miryam G¨®mez y yo a cenar a su hotel. Estaban Di Giovanni, su esposa y una mujer misteriosa, callada y ex¨®ticamente bella. Era Mar¨ªa Kodama, que ya acompa?aba a Borges, pero de lejos. El hotel era el Brown's, un viejo hotel de Londres. Como entrante, Borges me dijo casi en confidencia: "Usted sabe, Stevenson se hospedaba aqu¨ª cada vez que ven¨ªa a Londres". Luego hablamos de cine, de mi viaje a Hollywood a ver a Mae West, y Borges enseguida mostr¨® su imitaci¨®n de Mae West, con su Come up and see me sometime, en que Borges, que siempre aspir¨® a malevo, acentuaba la vulgaridad de la West en la que ella era una virtuosa.
Decidirnos caminar hasta el parque Berkeley Square, la antigua plaza londinense que Borges evocaba al fil¨®sofo irland¨¦s que sostiene que las cosas existen s¨®lo cuando las percibimos. Yendo hacia la plaza, con Miryam G¨®mez y Di Giovanni caminando delante, se me ocurri¨® de pronto que Borges no era un ciego verdadero, que su ceguera era para emular mejor a Milton y a Homero. Decid¨ª poner a prueba la visi¨®n del argentino. Las calles que rodean a Berkeley Square traen un tr¨¢fico veloz aun tarde en la noche, casi todo compuesto por taxis ¨¢vidos en busca de trabajo a la salida del teatro. Llev¨¦ a Borges hasta el medio de la calle y lo dej¨¦ all¨ª con un pretexto ad hoc. Vi los taxis venir, eludir a Borges apenas y seguir raudos. Borges no se inmutaba. Seguramente que, disc¨ªpulo de Berkeley, los taxis no le concern¨ªan porque no exist¨ªan al no verlos. Corr¨ª a llevar a Borges a un sitio seguro y ni siquiera mencion¨® mi ausencia. Pero luego, de regreso al hotel, me se?al¨® la l¨ªnea amarilla junto al bordillo y me dijo: "Usted sabe, yo no veo nada ya. Solamente el color amarillo me es fiel. Esa raya que est¨¢ ah¨ª es lo ¨²nico que veo de la calle". ?Por qu¨¦ me dec¨ªa esto Borges? ?Se habr¨ªa dado cuenta de mi argucia? ?O habr¨ªa un taxi de color amarillo que le pas¨® de cerca y decidi¨® hacer que no lo vio? Borges era, como se dice en sus cuentos, muy matrero.
Vi a Borges otras veces en otro sitios, sobre todo en Santander, donde fue a recibir la Cruz de Isabel la Cat¨®lica y estuvo con Emir Monegal, su cr¨ªtico y bi¨®grafo, y Juan Cueto, en esa ocasi¨®n que prefiero que cuente Cueto del modo maestro que lo hace a menudo. Ah¨ª, 12 a?os m¨¢s tarde, observ¨¦ dos cosas en Mar¨ªa Kodama. Hab¨ªa pasado a ser el centro de la vida diaria (y nocturna) de Borges y su pelo hab¨ªa encanecido y le ca¨ªa en una suave cascada blanca. Mar¨ªa Kodama, en el verano de Santander, mostrada formas que no eran nada japonesas. Pero todav¨ªa se parec¨ªa a la dama fantasma de Ugetsu. Era de veras herm¨¦tica.
La ¨²ltima vez que vi a Borges fue de nuevo en Londres, ciudad que le atra¨ªa por razones estrictamente literarias, ya que no pod¨ªa apreciar la arquitectura ni ver la niebla. Tal vez Borges viviera en un Londres interior con su propia niebla. En todo caso fue tra¨ªdo a Inglaterra por una asociaci¨®n angloargentina que quer¨ªa disipar las tensiones creadas entre Gran Breta?a y Argentina por la guerra de las Malvinas. Despu¨¦s de un c¨®ctel confuso (en los bajos unos indios daban la bienvenida, de sar¨ªs y turbantes, a un visitante hind¨²; arriba Borges era celebrado por ser argentino por los ingleses mientras los angloargentinos no sab¨ªan d¨®nde ponerse) fuimos a cenar, entre todos los restaurantes de Londres, ?al hotel Brown's! Ya hab¨ªa notado en Santander que Borges daba traspi¨¦s mentales. Esa noche resbal¨® en una de sus citas. Al llegar al hotel, todav¨ªa en la calle, le record¨¦ lo que nadie tal vez recordaba.
Stevenson
"Borges", le dije, "?recuerda que a este hotel ven¨ªa Stevenson cada vez que visitaba Londres?". Me mir¨® asombrado y me dijo: "?No me diga!, no lo sab¨ªa. Gracias por dej¨¢rmelo saber". No le dije, claro, que era ¨¦l quien me hab¨ªa contado esa an¨¦cdota. Pero al entrar al restaurante cogi¨® del brazo a uno de los dos angloargentinos que lo acompa?aban (mientras el otro escoltaba a Mar¨ªa Kodama, cada vez m¨¢s inescrutable) y o¨ª c¨®mo Borges le dec¨ªa a su acompa?ante: "?Usted sab¨ªa que Stevenson cuando visitaba Londres ven¨ªa a este hotel?". El angloargentino movi¨® su cabeza en ignorancia absoluta. Fue entonces cuando Borges compuso su mejor bocadillo: "Me lo acaban de decir ah¨ª afuera".
Pero luego esa noche Borges estuvo de veras brillante. Com¨ªa y hablaba con fruici¨®n mostrando inter¨¦s en la comida, cosa rara, y en la conversaci¨®n, como siempre. Conversamos sobre las versiones de Stevenson que da el cine, sobre todo de Doctor Jeckyll y Mr. Hyde. Le habl¨¦ de la primera visi¨®n que conoc¨ª, con Fredric March y Miryam Hopkins. Borges se deleit¨® y cre¨ª que era con Stevenson. Craso error. "?Ah, Miryam Hopkins!, era una bella mujer y mi actriz preferida. Lo que ten¨ªa el cuello muy ancho, ?no le parece?". Nunca se me habr¨ªa ocurrido. Despu¨¦s conversamos de Flann O'Brien, cuya mejor novela, At Swim-Two-B?rds, hab¨ªa yo recomendado a varios editores espa?oles sin ¨¦xito. "Muy interesante novela", me dijo Borges.
El Nobel
Decid¨ª en ese momento traer a colaci¨®n en la colaci¨®n un tema que seg¨²n Monegal y el poeta escoc¨¦s Alastair Reid, traductor de Borges, era como una colisi¨®n. Habl¨¦ del Premio Nobel que nunca ganar¨ªa. Le pregunt¨¦ a Borges directamente: "Borges, ?por qu¨¦ le importa tanto ganar el Premio Nobel?. De todos los escritores que escriben en espa?ol hoy es usted el ¨²nico que ser¨¢ le¨ªdo dentro de 100 a?os. Ya tiene ganada la inmortalidad". Borges se sonri¨®: "Soy m¨¢s bien uno de los inmortales de Swift". Se refer¨ªa a los viejos que viv¨ªan para siempre en Gulliver. "Pero a usted no le interesa para nada el dinero". Borges me mir¨® con esos ojos que no ve¨ªan m¨¢s que las rayas amarillas en el asfalto y se sonri¨® un poco. Cuando habl¨® hab¨ªa un aire p¨ªcaro en su voz: "En cuanto al dinero, no crea, ayuda". Y disolvi¨® la confusi¨®n en una carcajada de sus grandes dientes postizos. Todos, por supuesto, nos re¨ªmos. Borges era, como los indios de la Pampa, un contradictorio.
Ese contradictorio debe de estar ya en el cielo de los escritores. Lo espera el cr¨ªtico Emir Rodr¨ªguez Monegal, que lo esperaba desde el a?o pasado. "Tenga cuidado, Borges", dir¨¢ Monegal, "con esa nube, que no est¨¢ muy segura". Borges lo mirar¨ªa impaciente todav¨ªa sin verlo, mover¨ªa su bast¨®n celeste en la direcci¨®n general de la Puerta Perlada y preguntar¨ªa impaciente: "D¨ªgame, Monegal, ?ya encontr¨® la biblioteca? Babel no debe de estar lejos". Monegal hubiera querido tener la ¨²ltima palabra, pero sab¨ªa que deb¨ªa dejarla a Borges. El argentino, buscando una raya amarilla entre las nubes sin encontrarla, s¨®lo dijo: "Pero ch¨¦".
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