Lleg¨® la eufor¨ªa
EL ALBOROZO popular que ha producido la victoria de la selecci¨®n espa?ola de f¨²tbol en la madrugada de ayer repite los j¨²bilos que acontecimientos semejantes han provocado en otros pa¨ªses, econ¨®micamente avanzados o no, con reg¨ªmenes dictatoriales o democr¨¢ticos. Basta recordar lo que sucedi¨® tras el triunfo de Italia en el Mundial de 1982, como hecho m¨¢s pr¨®ximo, para desautorizar el an¨¢lisis que asocia la celebraci¨®n multitudinaria de un triunfo deportivo a un bajo nivel de desarrollo social o pol¨ªtico. La traslaci¨®n de la victoria de un equipo que encarna, con sus hombres y su nombre, sus colores, su himno y su emblema, la representaci¨®n de un pa¨ªs es de un automatismo obvio. De muchas maneras, una vez establecido el escenario donde concurren a competir los pa¨ªses, los resultados de los encuentros conducen a una valoraci¨®n de los conjuntos y, por extensi¨®n, a la valoraci¨®n de los territorios que representan. Qu¨¦ cosa sea lo que en realidad se valore -la furia, la astucia, la competencia, la fortuna incluso- es poco importante. En cualquier caso, el triunfo, en condiciones homologadas por unas mismas reglas de juego, se traduce en un aporte positivo para la correspondiente comunidad. Que el grado de ese aporte sea estimado popularmente con tanto entusiasmo desconcierta a quienes piden de las sociedades un permanente comportamiento racional y pretenden ignorar los importantes elementos de enso?aci¨®n que gobiernan la condici¨®n humana. Ese triunfo, ausente de consecuencias palpables en lo real, es rico en fantas¨ªas.Sin duda, como han demostrado sucesivamente esta clase de sucesos y se ha mostrado en los at¨¢vicos enfrentamientos registrados en Melilla, alienta el esp¨ªritu nacionalista. No existir¨¢, sin embargo, mejor ocasi¨®n de comprobar la pulsi¨®n elemental que se alberga en la extremosidad de muchos nacionalismos. El resultado frente a Dinamarca ha dado ocasi¨®n de vivir una unidad festiva que ha faltado demasiado a menudo entre los habitantes de esta tierra. Dif¨ªcil es, a estas alturas de mercantilizaci¨®n deportilva desbordar la interpretaci¨®n de esa victoria. Han caducado los tiempos de los Juegos Ol¨ªmpicos de Amberes o de? Mundial de Brasil de 1950, en que los jugadores eran enviados como tercios y volv¨ªan como h¨¦roes.
El aficionado espa?ol medio, consciente de esta situaci¨®n, est¨¢ en condiciones, pues, de relativizar la uni¨®n mitol¨®gica entre Espa?a y la selecci¨®n de f¨²tbol con ese nombre. En la pechera de las camisetas nacionales se graba la marca de una firma francesa, y los antiguos colores, rojo y azul, de la indumentaria se apartan de la connotaci¨®n con la boina colorada y el azul mah¨®n de otras falanges. En la panoplia de estos signos ha entrado el arbitrio est¨¦tico y el dise?o. La misma bandera puede ser base, como tanto han demostrado Estados Unidos y el Reino Unido, para confeccionar ba?adores, gorras o calzoncillos. El juego con signos y referencias ha convertido lo sagrado en profano y la reverencia en garabato.
Finalmente, y dada la simultaneidad e incluso la f¨¢cil asociaci¨®n entre deporte y pol¨ªtica, cabe preguntarse qu¨¦ influencia puede tener este suceso, vigente todav¨ªa en el momento de la consulta electoral del domingo. A buen seguro que bajo un r¨¦gimen dictatorial, tal como el de Argentina en 1978, la consecuci¨®n del Campeonato del Mundo aporta un beneficio para el poder absoluto, como fue el caso de Videla. En un sistema democr¨¢tico, en el que la vida estatal se entiende como un equilibrio entre formaciones pol¨ªticas, la apropiaci¨®n de la euforia popular por un grupo es dif¨ªcil. La felicitaci¨®n que el Rey dirigi¨® a la selecci¨®n minutos despu¨¦s del partido que pon¨ªa a Espa?a en los cuartos de final ha sido, en cambio, por su sincera espontaneidad, la manera m¨¢s genuina de expresar el sentimiento de la colectividad espa?ola.
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