Europa o la interculturalidad
Europa es una realidad multicultural. Tras casi cinco siglos de Estado moderno, con sus glorias y sus lacras, la cultura europea s¨®lo puede decirse en plural. M¨¢s de 50 comunidades ling¨¹¨ªstico-culturales diferenciadas han sobrevivido al empuje unificador de las sucesivas vocaciones imperiales de Europa y de sus grandes pa¨ªses, as¨ª como al imparable rodillo burocr¨¢tico de sus administraciones centrales. Ni siquiera la sociedad de: masas y la hipn¨®tica redundancia de sus medios de comunicaci¨®n parecen capaces de acabar con tan irreductible diversidad.Esa viva pluralidad cultural, que los europeos debemos a nuestra historia, ha, encontrado en los ¨²ltimos 50 a?os un importante refuerzo en las emigraciones de diverso cu?o de que Europa ha sido objeto. Los procesos de descolonizaci¨®n en los a?os cincuenta y el retorno a las metr¨®poplis de los descendientes extranjeros de los colonizadores, el boom econ¨®mico de los sesenta y la llegada a los pa¨ªses europeos m¨¢s industrializados de fuerza de trabajo procedente del Mediterr¨¢neo norte y sur y de ¨¢reas africanas y asi¨¢ticas y el drama de los renovados exilios pol¨ªticos fueron sus tres principales soportes.
Pero la consolidaci¨®n de la fase descolonizadora y los procesos de democratizaci¨®n en Am¨¦rica Latina, por una parte, y sobre todo la crisis econ¨®mica, por otra, pusieron fin hace ya algunos a?os a esos flujos migratorios. A la vez que el retorno a sus pa¨ªses de origen de un importante porcentaje de la mano de obra extranjera y la estabilizaci¨®n en los pa¨ªses de acogida del resto de ella transformaban profundamente el panorama de las comunidades emigrantes de Europa.
En efecto, al prolongarse el tiempo de residencia en los pa¨ªses norte y centroeuropeos de los trabajadores emigrantes cambia su perfil sociocultural y la trama de sus relaciones interpersonales, en especial con la poblaci¨®n aut¨®ctona, a la par que fragiliza su identidad comunitaria. Los que se instalan definitivamente (aunque ese para siempre no se cure nunca de la nostalgia de volver un d¨ªa, por lo menos cuando se haya clausurado la fase de la vida activa) hacen venir a los suyos, adquieren con frecuencia la nacionalidad del pa¨ªs recepcionario, se producen matrimonios mixtos, aparecen generaciones nuevas de hijos escolarizados en los pa¨ªses de acogida con niveles de integraci¨®n ling¨¹¨ªstica, cultural y social muy elevados, su preocupaci¨®n por los temas de los pa¨ªses en los que viven es cada vez mayor y su implicaci¨®n en la problem¨¢tica de los mismos aumenta con el paso de los a?os. Todo lo cual se traduce en una inevitable y leg¨ªtima voluntad de participar en la vida colectiva de la comunidad nacional a la que: se han incorporado; en particular, en su dimensi¨®n local y en los aspectos concretos de vivienda, asistencia sanitaria, escuela de los hijos, formaci¨®n profesional, condiciones de trabajo, tiempo de ocio, estructuras de comunicaci¨®n, derechos pol¨ªticos, etc¨¦tera. Aspiraciones participativas m¨¢s o menos satisfechas seg¨²n pa¨ªses y momentos.
Estos factores, que a escala individual empujan a los trabajadores emigrantes y a sus familias a integrarse en los pa¨ªses de acogida, se ven afectados negativamente, y en gran medida neutralizados, por obst¨¢culos y resistencias de distinta naturaleza. Los dos principales, a mi parecer, son: en primer lugar el debilitamiento actual de los soportes m¨¢s efectivos de los procesos de socializaci¨®n positiva (familia, escuela, contexto profesional, que han perdido mucha de su capacidad formativa y aglutinadora); y en segundo t¨¦rmino, el renacimiento y en ciertos casos hasta la exasperaci¨®n del nacionalismo, de modo especial en los medios populares. Todo ello como consecuencia directa del miedo al futuro y de las actitudes defensivas generadas por la crisis econ¨®mica, que tiene su expresi¨®n m¨¢s visible e injusta en la agresiva arrogancia de los nacionales y en las reacciones y comportamientos de racismo cotidiano de algunos de ellos.
Esta compleja, dif¨ªcil y en ocasiones dram¨¢tica situaci¨®n en la que viven las comunidades emigrantes en Europa, que hoy superan los 15 millones de personas, es la propia de la sociedad pluricultural europea, en la que las culturas nacionales hegem¨®nicas ,coexisten con las culturas inmigradas, para las que la dominaci¨®n a que est¨¢n sometidas es un ?destino al mismo tiempo inacepllable y coherente. Coherente dada la condici¨®n de ciudadanos de segunda en la que les confina su modesta posici¨®n en la estructura social y la precariedad de su estatus econ¨®mico, inaceptable por la quiebra que de modo difuso perciben del paradigma de la modernidad, soporte principal de la hegemon¨ªa de la cultura nacional moderna frente a las comunidades culturales emigrantes y tradicionales.
En otras palabras, que mientras el modelo de la modernidad occidental era un paradigma de valores y comportamientos de vocaci¨®n universal, los procesos de modernizaci¨®n, es decir, de adopci¨®n de (y de identificaci¨®n con) ese modelo cultural se impon¨ªan como necesarios y positivos (la propuesta simplista y apolog¨¦tica del modelo de desarrollo de Rostow s¨®lo es inteligible en ese marco). Pero cuando en los a?os sesenta la descalificaci¨®n intelectual de la sociedad de consumo de masa problematiza el progreso occidental, y cuando en los a?os setenta la crisis econ¨®mica pone de relieve sus l¨ªmites y aumenta sus costes sociales (paro, violencia, insolidaridad, etc¨¦tera), el derecho a la diferencia individual y colectiva deslegitima todas las pretensiones de superioridad cultural ¨²nica y, por ende, los intentos de uniformizar y de homogeneizar la diversidad cultural de las comunidades emigradas so pretexto de racionalidad y progreso.
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De esta manera, cuando la emigraci¨®n deja de ser el ejercicio de un trabajo temporal y la instalaci¨®n en el pa¨ªs pasa de provisional a, de facto, definitiva (y decimos de facto porque, como ya hemos visto, una de las dimensiones constitutivas del universo simb¨®lico del emigrante es el retorno), se crea una situaci¨®n que he propuesto calificar de discultural, consistente en una estructura dicot¨®mica, con un orden cultural dominado (que se vive como tal) y otro dominante. El primero, propio del micro¨¢mbito privado y centrado esencialmente en el medio familiar, es el sistema ¨¦tnico ling¨¹¨ªstico cultural del pa¨ªs de origen; el segundo, correspondiente al espacio de las relaciones macrosociales y p¨²blicas, est¨¢ representado por la cultura nacional del pa¨ªs de asentamiento.
Frente, a la impugnaci¨®n absoluta en el terreno de los principios y a la oposici¨®n sistem¨¢tica en el de las pr¨¢cticas, a cualquier forma de pluralismo cultural, propia de ¨¦pocas anteriores, la actual situaci¨®n de disculturalidad es un mal menor. Pero mal con todo, pues el desequilibrio en el que se basa y las desigualdades que consagra tienen numerosas y graves consecuencias negativas para las personas y para las comunidades que las viven y a las que afectan. De aqu¨ª la importancia y la urgencia de superar esta fase y de propiciar la emergencia de nuevos procesos, conductas y actitudes que hagan posible la transformaci¨®n de la multiculturalidad europea de hoy, que es la simple y desigual yuxtaposici¨®n de m¨²ltiples identidades nacionales, unas aut¨®ctonas y otras emigradas, pero todas igualmente herm¨¦ticas y autosatisfechas, en una realidad verdaderamente intercultural.
En ella las identidades colectivas son constitutivamente plurales y los valores y las pr¨¢cticas de diversas ¨¢reas culturales se prefunden rec¨ªprocamente para crear estructuras de identificaci¨®n abiertas y din¨¢micas, que no s¨®lo permiten sino que postulan la pertenencia simult¨¢nea a varias y distintas comunidades culturales. Esta categor¨ªa de interculturalidad, presidida por los valores de libertad y de igualdad que el Consejo de Europa ha comenzado a elaborar y a difundir en los ¨²ltimos a?os, es antes que nada cap¨ªtulo principal de la acci¨®n en favor de los derechos humanos que el Consejo se ha propuesto como tarea prioritaria.
Pero adem¨¢s es el mejor fundamento te¨®rico del ejercicio de las pertenencias m¨²ltiples, concepto y pr¨¢ctica necesarios para conciliar la diversidad de sus comunicaciones culturales (tanto en el interior de cada Estado nacional como en el conjunto europeo que los mismos forman) con el marco unitario que les da sentido y les confiere un destino com¨²n y un futuro posible.
Su puesta en marcha reclama la convergencia de prop¨®sitos y medidas, tanto por parte de los pa¨ªses de origen como de acogida de los emigrantes. Respecto de los primeros es capital ¨ªnstrumentar un programa de acciones que haga visible y devuelva la legitimidad p¨²blica a la cultura del emigrante. O sea, la presentaci¨®n de su cultura como alta cultura, y, por tanto, la justificaci¨®n para que sea usada no s¨®lo como trama de su cultura cotidiana sino como necesario patrimonio com¨²n de emigrantes y nacionales. Y ?qu¨¦ gran cultura mediterr¨¢nea no dispone de realizaciones y medios suficientes para lograrlo?
En cuanto a los pa¨ªses emigrantes cumple que, siguiendo la propuesta de Antonio Perotti, uno de los m¨¢s perspiscaces expertos en el tema, los espacios de socializaci¨®n secundaria funcionen como ¨¢mbitos de "reconocimiento simb¨®lico Y-de legitimaci¨®n institucional" de esta transnacionalizaci¨®n cultural. Lo cual obliga, claro est¨¢, a modificaciones importantes de las estructuras escolares y preescolares, de la formaci¨®n profesional, de las pautas de relaci¨®n intercomunitarias en los lugares de ocio, de vivienda, de trabajo, etc¨¦tera.
Es decir, una apuesta europea en la que sus pa¨ªses, sus instituciones, sus comunidades y grupos, sus ciudadanos, m¨¢s all¨¢ de las vindicaciones nacionalistas y de los fervores corporativos, est¨¢n, qui¨¦ranlo o no, definitivamente comprometidos.
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