Duelo o placer de la escritura
No todo el mundo incluir¨ªa a la escritura en un cat¨¢logo de los placeres, t¨² siquiera de los placeres imaginarios. Nuestro tiempo, que exalta groseramen el trabajo y proscribe la indolencia, mal puede tolerar el ejercicio de un arte que no s¨®lo es dif¨ªcilmente regulable por la varia especie de los oficinistas, sino que adem¨¢s no sirve paranada. Por eso, igual que un libertino sorprendido en trance pecador con una joven c¨¢ndida elude: la ira de sus perseguidores mintiendo una promesa de matrirnonio, el escritor tiende a encubrir el gozo in¨²til ?le su oficio invent¨¢ndole coartadas o justificaciones misionales que lo hagan respetable. Desde Flaubert, tal vez desde Baudelaire, el ejercicio de la literatura, que antes era un don de la pereza, busca imp¨²dicamente los prestigios del sufrimiento y aun de la, maldici¨®n, lo cual, si bien se mira, es una extravagancia reciente: entre: los antiguos, que admiraron a S¨®focles porque vivi¨® 90 a?os y nunca dej¨® de ser feliz, la figura de Eur¨ªpides, hombre hura?o y desdichado y cercado por el fracaso, nunca fue emblema del artista, ?no misteriosa excepci¨®n.La falacia rom¨¢ntica del artista infeliz es lugar com¨²n e incluso art¨ªculo de fe que no pocas veces certifica la calidad de una biograf¨ªa y de una obra. Baudelaire hab¨ªa hablado siempre de la voluntad como impulso ¨²nico del genio, pero a¨²n queda en ¨¦l una certidumbre de lo heroico que alza sobre el adivinado suplicio una elegancia de dandy. Balzac, en los tiempos atroces en que deb¨ªa esconderse de los acreedores, se ataba a la pata de la mesa para no rendirse al desaliento de la escritura inacabada, pero tambi¨¦n sab¨ªa vestirse con chalecos de seda y manifestar su orgullo de inventor de palabras y mundos en los salones de Par¨ªs. En Balzac, el tormento de la escritura sin tregua no era un sombr¨ªo don, sino una desgracia inevitable que nunca tuvo nada que ver con la gloria y la riqueza que tan desesperadamente deseaba y merec¨ªa. La lentitud en la escritura pasa por ser un privilegio enigm¨¢tico, pero Stendhal dio fin a una de las novelas m¨¢s hermosas que se hayan escrito nunca, La Cartuja de Parma, en poco m¨¢s de 50 d¨ªas; a Flaubert ese tiempo apenas le alcanzaba para terminar un solo cap¨ªtulo de Madame Bovary. Tres a?os de asfixia dedic¨® a ella, y cinco a la definitiva Educaci¨®n sentimental, pero Joyce entreg¨® ocho a?os a Ulises y se le fue la vida en escribir Finnegan`s wake.
Desde Flaubert a James Joycoe se ciment¨® la teor¨ªa de la literatura como sufrimiento, y a la liviana imagen de las musas sucedi¨® para siempre la mitolog¨ªa de hombre uncido a su pupitre, de la est¨¦ril desesperaci¨®n, de la entrega disciplinaria a una pasi¨®n no correspondida que no sacia nunca la voluntad de quien escribe y acaba convirti¨¦ndose en una preciada enfermedad del esp¨ªritu. En 1605, Cervantes dec¨ªa de la historia de Don Quijote y Sancho que le cost¨® "alg¨²n tiempo componerla", y se?alaba, con su iron¨ªa melanc¨®lica, las circunstancias propicias para el trabajo literario: "El sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los campos, la serenidad de los cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud del esp¨ªritu, son grande parte para que las musas m¨¢s est¨¦riles se muestren fecundas y ofrezcan partos al mundo que lo colmen de maravilla y de contento". Cervantes, con el delicado pudor de su sabidur¨ªa, disimula el esfuerzo que sin duda le ha costado el QuYote porque entiende que lo que de verdad importa en la literatura es el placer de quien la escribe o la lee: la literatura, como la serenidad de los cielos o el murmurar de las fuerites, es todav¨ªa un atributo de la felicidad..
Dos siglos despu¨¦s, Flaubeil. se?ala agriamente que su amor por la literatura se parece al del ermita?o por el cilicio que le rasga la piel. Pues quien escribe, dicen, es un solitario m¨¢rtir de s¨ª mismo. Conviene tambi¨¦n que para evitar cualquier sospecha de censurable deleite sea un obrero de la pluma, amarrado a la mesa de trabajo durante ocho horas para arrancar al papel, en dur¨ªsima gre?a, una sola l¨ªnea memorable, una palabra justia. La prueba de que Flaubert ten¨ªa raz¨®n est¨¢ en Madame Bovary y en La educaci¨®n sentimental. La prueba de que estaba equivocado son tantos novelones de gestaci¨®n dolorosa y lent¨ªsima que lo tienen todo salvo la gracia del estilo, que tal vez no nos sea concedido si no lo acucian el trabajo y el desvelo, pero que no siempre: se ofrece a quienes m¨¢s asiduamente lo buscan.
Por eso, frente al impudor de quienes declaran en p¨²blico los rigores de la literatura y el sufrimiento que su cultivo les depara, uno prefiere siempre a esos raros escritores que, como Borges o Juan Carlos Onetti, celebran la pereza, la casualidad feliz, la iron¨ªa ante su propio oficio, aun sabiendo que tampoco en ellos la palabra es un regalo, sino un fruto del coraje y de la voluntad que pueden conducirnos al placer o a la desdicha, pero nunca a la vana ostentaci¨®n de las cicatrices de guerra o de cilicio... Nadie elige sufrir, pero hay placeres que uno elige sabiendo con toda la lucidez de su conocimiento que deber¨¢ pagar por ellos el precio exacto de su valor, la. parte de culpa o de soledad que les ha sido asignada. Tierra de nadie, o de todos los hombres, la literatura, que nunca salv¨® a nadie ni estuvo cargada de futuro, es el m¨¢s riguroso de los placeres solitarios. Pero tambi¨¦n el ¨²nico que se dilata generosamente m¨¢s all¨¢ de s¨ª mismo, pues s¨®lo cobra su pleno sentido cuando la voz de quien escribe es acogida en el coraz¨®n de sus lectores, de un solo lector.
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