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Tribuna:LECTURAS DE VERANO
Tribuna
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La pe?a de la loba

Cuando los perros comenzaron a ladrar, ella ya hab¨ªa dejado, paralelas y n¨ªtidas, sus huellas impresas en la nieve helada, all¨ª donde el camino termina la curva desde la que se divisa el pueblo. Lucio el capador -un breve escalofr¨ªo le recorr¨ªa la espalda, a?os despu¨¦s, cada vez que recordaba su tan remota participaci¨®n en la historia- cont¨® muchas veces el vuelco sentido por aquel rastro profundo y ahuecado, de pies desnudos y gruesos, con los dedos curvados hacia adentro como garras. Pero, de ser cierto, Lucio lo vio dos d¨ªas despu¨¦s y entonces ya nada ten¨ªa remedio.La fecha nos qued¨® para siempre grabada, unida a la nevada que el d¨ªa antes hab¨ªa sorprendido a los soles oto?ales. El furor de los perros cuando olfatearon la presencia cada vez m¨¢s pr¨®xima sac¨® a las ventanas algunos ojos curiosos, menos de los que despu¨¦s confesar¨ªan haberse sentido alarmados por la sospecha de algo inexplicado, y hubo que contener a los chuchos con requiebros y ¨®rdenes para dejar a la mujer adentrarse en el pueblo. La extra?a ven¨ªa muy cansada, casi exhausta, cubierto su cuerpo con harapos desiguales y las huellas del fr¨ªo en las piernas y en la cara. Proteg¨ªa abrazado un hatillo al que los perros gru?¨ªan temerosos y que, a intervalos, despertaba su airada algarab¨ªa.

No respondi¨® a los saludos de las comadres, ni pareci¨® importarle que un discreto c¨ªrculo de mirones, entre los que yo me encontraba, se formase a su alrededor cuando escogi¨® como reposo los troncos hacinados a la puerta de la que fue casa de mis padres. Se mantuvo ajena a las solicitudes y hura?a a los ofrecimientos. Su extra?o aspecto, la inquina de los perros y la holganza sobrevenida con la nieve convocaron a la mayor parte del pueblo junto a la casa. Ella, con gravedad de cuarentona, se manten¨ªa ajena a las ofertas hospitalarias de casi todos.

C?BALAS Y COMENTARIOS

Las preguntas sin respuesta y el inquietante augurio que se desprend¨ªa de la forastera hicieron, como era inevitable, surgir las c¨¢balas y comentarios, de una forma blanda en principio, igual que el vaho de las ma?anas cuando atropas el ganado a la puerta de las cuadras. Por un momento el murmurado cuchicheo pareci¨®, fundirse con el fr¨ªo de la tarde, en un acoso inquisitorial y expectante. Entonces daba pena verla a ella, de mirada huidiza, esconder su min¨²scula e indefinida propiedad entre los brazos, jadeante todav¨ªa por el camino y asustada de los perros.

Al poco lleg¨® la t¨ªa Valentina y las comadres abrieron c¨ªrculo para incorporarla a su cabeza por la preeminencia que le era reconocida. Las dos mujeres se miraron, y alguien quiso ver, mucho despu¨¦s, un algo de resignaci¨®n y sabidur¨ªa en los ojos de la mejor echadora de la oraci¨®n al santo Ant¨®n que el pueblo siempre tuvo. Pero ella tampoco pudo apreciar las raras palabras de la reci¨¦n llegada y todos, ya sin orden, tomaron el relevo.

No s¨¦ cu¨¢nto tiempo hubiera pasado en esa inversa subasta hospitalaria que nos honra de no haber llegado mi madre. Despu¨¦s de unos primeros intentos vanos prob¨® con las palabras tra¨ªdas de Cuba, las mismas que atormentaron mis escasos d¨ªas de estudiante, y la magia se rompi¨® de pronto. El asombro de los ojos de ella se desvaneci¨® y casi una sonrisa arrug¨® su rostro. Todos pudimos asistir maravillados a un intercambio de palabras, parecidas pero ajenas, de las que entendimos, un poco por el gesto, que ella se negaba. con tozudez reconcentrada, que se encontraba bien y que s¨®lo quer¨ªa un rato de reposo.

Acaso esta escena bast¨® para que alguien dedujera que ven¨ªa de Palencia, extremo este que qued¨® incorporado en el relato como verdad irrefutable. Y en todos se extendi¨® por un momento una dorada visi¨®n de trigales bien cebados que algunos segaban en cuadrilla cada a?o, hoz y coraje, a cambio de jornal. El recuerdo de esa riqueza distante y llana hizo surgir la duda de una mujer expulsada de su ambiente, puede que por la maldad que apretaba entre sus manos, enredada en el hatillo.

El sol se fue de pronto y ese primer fr¨ªo, ayer inesperado, se escondi¨® en el interior de los zuecos y trep¨® por nuestras piernas. Quiz¨¢s fue por eso por lo que ella acab¨® cediendo a los ruegos de mi madre y con la camarader¨ªa del idioma compartido entr¨® en la casa. El disgusto de la t¨ªa Valentina, apenas murmurado en palabras inconcretas, servir¨ªa despu¨¦s para hacernos culpables de aquella hospitalidad que todos hab¨ªan ofertado. Ese comentario y los hechos que vendr¨ªan sobre el pueblo ser¨ªan la raz¨®n de nuestra ruina y tambi¨¦n de la de todos.

'VIENTO'

Dentro de la casa fue diricil a mi madre hacerla hablar y s¨®lo a duras penas acept¨® el pan y el caldo. Cuando al poco n¨² hermano lleg¨® del monte y entr¨® en la casa con Viento, la penumbra de la cocina pareci¨® estallar con sus ladridos. No hubo forma de hacerle entrar en raz¨®n y mi padre, por una vez, mand¨® atarlo en el corral. Sus aullidos reprimidos, la inquietud de las vacas y el brillo de los ojos de ella nos dejaron m¨¢s tiempo aquella noche sentados alrededor del fuego coronado con el pote.

Viento era un perro listo, alegre, amigo de la familia. Su especial olfato para el lobo lo habr¨ªa de completar a?os despu¨¦s con su intuici¨®n de los fascistas, lo que evit¨® a mi padre algunos de los muchos disgustos que le dieron. Mientras los hermanos estuvimos en la guerra, Viento cuid¨® solo el reba?o y avis¨® siempre a padre, con justa antelaci¨®n, de los fachas que ven¨ªan al pueblo y lo asolaban con multas y palizas. Su muerte puede que fuera descuido de viejo y nunca qued¨® claro a cu¨¢l de las dos especies que tan bien conoc¨ªa cab¨ªa atribu¨ªrsela. Yo lo llor¨¦ mucho en lo hondo de la trinchera, mezcladas mis l¨¢grimas con el color de la p¨®lvora, pero entonces ya era casi un hombre.

Cediendo a mi insistencia, ante el silencio de ella que parec¨ªa sobrecogemos, sin nada mejor que mi tozudez de ni?o para conseguir prolongar la velada junto al fuego, mi hermano cont¨® aquella historia que ¨¦l hab¨ªa vivido un d¨ªa con las vacas y que me alimentaba un miedo insuperable. Hac¨ªa a?os, cuando yo era as¨ª de peque?o, se hab¨ªa ido con el ganado al prado que mi padre ten¨ªa junto al r¨ªo, bien lejos del pueblo. Antes de salir, recibi¨®' para todo el d¨ªa, un mendrugo de pan y un trozo de tocino -aqu¨¦l que yo recuerdo el ¨²nico alimento siempre presente en nuestra casa-, y march¨® no sin antes escuchar de padre la conocida monserga de que en sus tiempos hasta aquel trozo de grasa rancia era un lujo inesperado.

Mi hermano recuerda que llov¨ªa y que ya en el prado, mientras las vacas pastaban, ¨¦l labraba con la navaja un palo, protegido por un cobertizo improvisado de ramajes. Del r¨ªo surg¨ªa una bruma honda, desmechada por los sauces, que asombraba el d¨ªa y amortiguaba el ruido del arroyo. Llegada el hambre hizo una fogata y se puso a asar el trozo de tocino pinchado en una vara. Recuerda que una vez que mir¨® hacia la orilla, vio surgir de entre la niebla un viejo diminuto y harapiento, que le pareci¨® m¨¢s pobre que el do Segundo, aquel que era el mendigo en un pueblo de niiseria como el nuestro.

Lo primero que sinti¨® fue el miedo a perder su comida o tener que compartirla, pero no pudo huir -dijo- para no dejar las vacas sin amo y, aunque ten¨ªa 10 a?os, tambi¨¦n para no ser un cobarde. Escuch¨® del hombre un "qu¨¦ haces muchacho" y "debe estar bueno eso que asas", con una voz que le hizo da?o en las tripas y se dobl¨® sobre s¨ª mismo, acaso para esconder de su mirada el mendrugo de pan que sosten¨ªa en sus rodillas. El viejo hurone¨¦ un rato cerca y luego, de cuclillas, provisto tambi¨¦n ¨¦l de un palo, se puso a asar babosas, la ¨²nica caza conseguida por el prado. Com¨ªan los dos en silencio,y s¨®lo el otro, de vez en cuando, comentaba aprobatoriamente su pitanza. De repente, mi hermano sinti¨® que se hab¨ªa ido c¨®mo absorbido por la niebla.

Recogi¨® las vacas pronto y las azuz¨® m¨¢s de lo que era prudente una vez llenas, y cerca ya del pueblo se encontr¨® con t¨ªo Severiano. Con voz apresurada, urgido por un miedo irrefrenable, le cont¨® lo que hab¨ªa vivido poco antes. Quiso saber qui¨¦n era aquel viejo estrafalario y pobre, de voz tan aflautada, capaz de desaparecer como por encanto. Severiano, mi t¨ªo, que luego se Yiao comunista, no supo m¨¢s que responderle: .?Ah burro, no viste que era el diablo!"

Cuando termin¨® el relato, como siempre me pasaba, brotaron por mi espalda tinos surcos de fr¨ªo intermitente y me acurruqu¨¦ junto al fuego, m¨¢s cerca de mi madre.

LOS AVISOS

No s¨¦ cuanto m¨¢s rato pasamos all¨ª, todos juntos, pero ni siquiera mi hermano con su alegr¨ªa siempre viva pudo hacemos hablar mucho, mientras padre, pensativo, chupaba sin descanso su pipa inapagable. No, reparamos entonces en los ojos de ella, ni en sus manos aferradas al hatillo aun cuando com¨ªa, ni en los avisos de Viento, lo que habr¨ªamos de la,mentar por muchos a?os.

La insistencia de mi madre no pudo esta vez con su negativa a aceptar una cama y s¨®lo la dureza de la helada la convenci¨® de dormir bajo techo. Se acomod¨® tras la puerta, junto al p¨®rtico de entrada, siempre abrazada a su hatillo, m¨ªnimo tesoro de misterios. Aquella noche los perros aullaron sin descanso y sentimos alguno rondar ante la casa.

A la ma?ana ya no estaba -nunca la puerta se cerr¨® con llave- y nadie pareci¨® preocuparse por su poco amable despedida. S¨®lo lo sucedido a partir de la siguiente noche fue la base de esta historia, pero todos despu¨¦s recordamos su llegada y su aspecto, buscando quiz¨¢ el indicio que hubiera evitado nuestra desgracia.

Cuando Emesto, el mayor de Recaredo, lleg¨® al atardecer diciendo que la hab¨ªa visto, al regresar de los prados que est¨¢n detr¨¢s del monte que se enfrenta con el pueblo, cortando hurces y hacin¨¢ndolas en el hueco de la pe?a, muchos encontraron la corroboraci¨®n de la locura que le hab¨ªan pronosticado. ?nicamente la t¨ªa Valentina torci¨® el gesto y se persign¨® ante la iglesia, lo que nadie recordaba que nunca hubiera hecho. M¨¢s tarde, meses, despu¨¦s, Ernesto agrand¨® el relato y cont¨® tambi¨¦n que ella no hab¨ªa respondido a su saludo y, que no pudo evitar en aquel instante que la piel se le erizase y asir m¨¢s fuerte la batedera.

Aquella noche, el largo aullido del lobo surgi¨® antes de las diez del mismo pico de la loma, encima de la pe?a. Pronto fue respondido desde la cumbre cercana y se transmiti¨® por los montes como un eco cada vez m¨¢s d¨¦bil y ondulado. Los perros, asustados, buscaron todos cobijo de casas y corrales, y alguien coment¨® en el bar, al amor de la partida, que se anunciaba una lobada. La fiesta de lobos, reunidos junto ala pe?a, fue larga, entremezcladas sus canciones con silencios, y nadie pudo dormir en el pueblo.

Guiados por la experiencia de antiguas lobadas transmitidas por los viejos, a la ma?ana siguiente los reba?os salieron reforzados de perros y pastores, y las vacas se quedaron en praderas pr¨®ximas al pueblo. Los mozos no pudieron evitar que volvieran dos cabras y cinco ovejas menos, y todos coincidieron en el miedo insuperable de los perros ante nueve lobos comandados por una loba fiera, que parec¨ªa dirigirlos con los destellos de sus ojos. Aquel a?o fue abundante de nieves y los reba?os regresaron diezmados con frecuencia. Tambi¨¦n murieron muchos lobos.

Un domingo, a pesar del fr¨ªo, acudieron al pueblo cazadores en busca de la gloria y en pos del premio del municipio. Antes de la batida, en la explanada de la iglesia, los muchachos escuchamos un disputado recuento de proezas conseguidas a base de p¨®lvora y punter¨ªa, un relato con exageraciones producto del orujo. Tambi¨¦n los perros hicieron de las suyas y hubo que echar mano de dureza y sabidur¨ªa de ojeadores para poner fin a las peleas. La batida fue larga y las botas rompieron aquel d¨ªa la escarcha de los arroyos, asustaron las liebres y pusieron en peligro a los escasos urogallos. Ya por la tarde, alguien quiso adivinar el trote corto y la silueta movediza de lobos huyendo entre las pe?as. La voz de aviso desencaden¨® un estruendo de disparos in¨²tiles, de gritos, ladridos y carreras, pero ni aquel d¨ªa ni otros que despu¨¦s se sucedieron pudo nadie matar a la loba grande, de ojos de hielo y fauces desmesuradas, que todos juraban haber visto encabezar la manada asesina. No fue nuestro pueblo el ¨²nico elegido y todos sufrieron la depredaci¨®n de unas bestias jam¨¢s tan atrevidas.

Poco a poco, con medias palabras y cuentos sin rienda se fue salmodiando la maldici¨®n que habr¨ªa de caer sobre nuestro pueblo, que, a su vez, escogi¨® en nosotros la causa que provoc¨® la ira del destino. Tambi¨¦n surgieron las leyendas. En una aldea que lindaba nuestras bra?as se dec¨ªa que un ni?o hab¨ªa sido raptado por un lobo de tama?o inusitado, que lo arrastr¨® en la calle sujeto entre sus fauces, antes de desaparecer para siempre. Resucitaron por un tiempo las historias de maldiciones arrojadas por padres cegados de la ira, que hac¨ªan de sus hijos lobos cuando la luna llena aparec¨ªa entre las nubes. En esas historias la maldici¨®n era liberada. cuando el padre acud¨ªa a la presencia de su hijo travestido en bestia para deshacer la desgracia. Hubo tambi¨¦n preces presididas por un cura llegado desde lejos, pero nada pudo evitar el diezme, de los ganados desgranado poco a poco, ajeno a las mutaciones de la luna.

Nosotros todo lo intentamos. Al fin, desesperados de esa maldici¨®n que en sus correr¨ªas agrandaba m¨¢s nuestra pobreza, recurrimos al remedio de los viejos. Fue una consigna transmitida con seereto, al margen del cura y el ped¨¢neo, enemigos, por motivos no distintos, de pr¨¢cticas contrarias a las leyes del Gobierno. Preparamos todo con sigilo. Y una noche de marzo, cargada de luna, salimos todos, grandes y peque?os, al camino con los carros. Las vacas uncidas llevaban m¨¢s tapados que nunca los ojos para que no rehusaran los abismos de la ruta ni los fulgores de las antorchas que llevaban los hombres. Aquella noche, salmodiando la oraci¨®n antigua, la que s¨®lo saben viejos y comadres, recorrimos, con el alma en pu?o, los caminos y senderos que circundan los comunales del pueblo. El conjuro y los fulgores que engendraban fantasmas en las pe?as quedaron apagados por el chirrido tenso y monocorde de los ejes de los carros, como un lamento de madera desmembrado por los ecos. Tambi¨¦n los zuecos de la gente retumbaban por el laberinto recorrido de quebradas, prados, pedregales, sendas y no pocos atajos. Nunca podr¨¦ olvidar la procesi¨®n de aquella noche que, todav¨ªa hoy, resucita los fantasmas de mis sue?os.

VUELVE LA RAPINA

Nuestro desario al orden se vio coronado por el ¨¦xito durante un tiempo, pero luego volvi¨® la rapi?a de las bestias y con ella el dedo acusador de casi todos contra los m¨ªos, culpables de una hospitalidad maldita que hac¨ªa a la comarca renegar de nuestra aldea.

Nadie sabe cu¨¢ndo fue que se rompi¨® la fuerza que manten¨ªa la existencia del pueblo, y todos, uno a uno, fuimos decidiendo la partida. Comenzamos nosotros, malqueridos desde entonces y arruinados por la guerra, disimulando el viaje con querencias de emigrante. Fue como una se?al y en tres a?os todos nos siguieron. El pueblo se qued¨® solo, demoliendo con paciencia los techos de paja y los muros que dan al norte, donde azota la lluvia en oto?o y se acomoda la nieve hasta bien entrada la primavera.

Hace poco, despu¨¦s de muchos a?os, he regresado a mi pueblo, que no ha podido conservar m¨¢s que una coraza de paredes derruidas, con zarzales que lo asedian y lo encubren, y su nombre escrito en ciertos mapas. En la aldea de al lado me contaron una historia separada de la m¨ªa por versiones y remiendos, que es mucho m¨¢s cruel y de final disparatado. A¨²n ahora, despu¨¦s de tantos a?os, mi hermano asegura que en un descuido imposible pudo entrever en el fondo del hatillo la piel del sortilegio.

Tambi¨¦n algunos cuentan que, a veces, en la noche, un fulgor de ojos recorre los campos llenos de abandono y el bosque enramado con exceso. Me dijeron, y esto s¨ª que pude confirmarlo, que en la pe?a de la loba, ya desde el atardecer, si uno se aproxima al recoveco, puede o¨ªrse, indistinto y rumoroso, un aullido plural, como de lobos, al igual que el mar en una caracola.

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