La noche de Otulum / 1
Cuando llegu¨¦ al supuesto aer¨®dromo de San Crist¨®bal no vi ning¨²n avi¨®n, ninguna avioneta, ning¨²n artilugio que tuviera la apariencia de volar. Eran la seis de la ma?ana y el primer sol ca¨ªa opaco, pesadamente, sobre una explanada interminable presidida por dos o tres desvencijadas construcciones de uralita. A lo lejos, como chirridos infernales, se o¨ªan los desagradables cantos de los gallos. Pens¨¦ que era un p¨¦simo inicio: me escoc¨ªan los ojos, hab¨ªa dormido poco y mal, no hab¨ªa desayunado el imprescindible caf¨¦ matutino y adem¨¢s probablemente hab¨ªa sido estafado. En realidad no ten¨ªa ning¨²n billete de los que pueden ser considerados normales en el mundo, sino s¨®lo un papelucho en el que un malhumorado gordinfl¨®n me hab¨ªa estampado un sello la tarde anterior. Con ¨¦l -me asegur¨® cansinamente- podr¨ªa tomar el avi¨®n que me llevar¨ªa a Otulum. Pero no deb¨ªa retrasarme -me amenaz¨® con cierto entusiasmo-, pues las plazas eran rigurosamente limitadas y los aspirantes todav¨ªa inciertos.Tras permanecer un rato oteando maquinalmente el horizonte decid¨ª indagar en las silenciosas casuchas. En la primera no hab¨ªa nadie ni nada, a excepci¨®n del penetrante olor a moho que supuraba la uralita. Sin mucha convicci¨®n entr¨¦ en la segunda y distingu¨ª la cabeza oscura de un muchacho apoyada en una mesa de escritorio junto a un tel¨¦fono tambi¨¦n oscuro. Despu¨¦s de provocar diversos ruidos, dos grandes ojos somnolientos se alzaron hacia m¨ª.
-Espero el avi¨®n de las seis -dije con conciencia de decir algo grotesco.
El muchacho indio me mir¨® asombrado, sin que yo adivinara si el motivo de su asombro resid¨ªa en mi afirmaci¨®n o sencillamente en mi sola presencia. Busqu¨¦ palabras m¨¢s ajustadas.
-?Sabes a qu¨¦ hora sale el avi¨®n para -Otulum?
Hizo un gesto vago con las manos:
-Don Enrique no lleg¨® ... -contest¨® ambiguamente.
-?Te refieres al piloto?
-No lleg¨®...
Se mantuvo callado, tal vez a la expectativa de reanudar su sue?o:
-?D¨®nde podr¨ªa tomar un caf¨¦?
-Aqu¨ª no se puede, se?or.
EL AVI?N
Sal¨ª de nuevo al exterior. La luz era m¨¢s hiriente que antes y el calor empezaba a dejar sentir su agobio. Deambul¨¦ por la explanada con la duda de retornar a la ciudad para pedir explicaciones al gordo de la oficina tur¨ªstica. Era demasiado pronto para pensar en ello y opt¨¦ por sentarme en un oxidado taburete con la intenci¨®n de fumar un cigarrillo. Mientras lo hac¨ªa, mi atenci¨®n se fij¨® torpemente en las p¨¢ginas amarillentas de un peri¨®dico deportivo atrapado bajo una tabla de madera. El ¨¢rbitro de un combate de pesos mosca hab¨ªa cometido un error descomunal al descalificar al m¨¢s noble de los p¨²giles. Estuve a punto de levantar el madero para continuar con la lectura de la cr¨®nica cuando de pronto record¨¦ la visi¨®n del tel¨¦fono oscuro y me encamin¨¦ otra vez hacia la casucha.
-?Por qu¨¦ no lo llamas por tel¨¦fono?
El muchacho, medio dormido todav¨ªa, pareci¨® asustarse.
-A don Enrique -insist¨ª?Tienes el n¨²mero de su casa?
S¨ª.
-?Pues por qu¨¦ no le llamas? -Porque no est¨¢ en su casa.
-Y entonces, ?d¨®nde est¨¢?
-En otra casa.
-?Y tambi¨¦n tienes el n¨²mero de esta otra casa?
-S¨ª.
-Bien, pues telefon¨¦ale all¨ª.
-No puedo.
-?Por qu¨¦ no puedes?
-Porque no es su casa.
Estaba impacient¨¢ndome, pero me contuve al observar la expresi¨®n del muchacho. Parec¨ªa apesadumbrado, como si de un momento a otro pudiera estallar en sollozos. Cambi¨¦ de t¨¢ctica:
-Oye, y el avi¨®n ?d¨®nde est¨¢?
Esta pregunta le gust¨® y los ojos se le iluminaron alegremente.
-Ah, el avi¨®n est¨¢ en el dep¨®sito. ?Quiere verlo?
Asent¨ª con la incomprensible sensaci¨®n de que el asunto se estaba aclarando. Segu¨ª a mi gu¨ªa hasta un edificio, tan escu¨¢lido como los otros dos que ya hab¨ªa visitado, pero m¨¢s grande. Abrimos entre ambos la puerta corrediza y apareci¨® una min¨²scula avioneta que probablemente no sobrepasaba los tres metros de largo. Su estado era lamentable, con diversas abolladuras, la h¨¦lice medio corro¨ªda y una de las ruedas pinchada. Me pareci¨® tan absurdo que aquel f¨®sil pudiera volar que me ech¨¦ a re¨ªr. El muchacho tambi¨¦n se ri¨® antes de informarme con toda seriedad:
-De mayor yo tambi¨¦n ser¨¦ piloto. Muchas veces don Enrique me lleva con ¨¦l.
A continuaci¨®n empez¨® una detallada descripci¨®n de los muchos recursos del vetusto monstruo y de las mil haza?as a¨¦reas que hab¨ªa emprendido.
EL COMANDANTE FLORES
Cerca de las nueve, un autom¨®vil entr¨® autoritariamente en la explanada y tras levantar una vistosa nube de polvo se detuvo ante el dep¨®sito. Descendi¨® de ¨¦l un hombre delgado y de mediana edad, con el cabello de color azabache, todav¨ªa h¨²medo e ¨ªmpecablemente peinado. Sus ojos, negros y penetrantes, brillaban tanto como sus dientes.
-?Alg¨²n mensaje para m¨ª, Juli¨¢n? -pregunt¨® velozmente.
-El se?or le est¨¢ esperando para ir a Otulum.
Entr¨® sin mirarme en la casucha de la mesa y el tel¨¦fono seguido por el muchacho indio. Tras unos n-¨²nutos volvi¨® a salir y se acerc¨® a m¨ª.
-Soy el comandante Enrique Flores -dijo con naturalidadDisc¨²lpeme por el retraso, pero he tenido mucho que hacer.
Pens¨¦ que al menos habr¨ªa tomado caf¨¦ y le alargu¨¦ el papelucho de la oficina tur¨ªstica.
-No hace falta, gu¨¢rdelo usted mismo. ?Podr¨ªa ayudarme? Vamos a salir inmediatamente.
Flanqueados por Juli¨¢n, nos ¨ªntrodujimos en el dep¨®sito y empujarnos la avioneta una veintena de metros hacia el centro de la explanada. Luego, siguiendo las indicaciones del piloto, orientamos la quilla hacia levante.
-Conviene cortar el viento en el despegue -aleg¨® neutralmente don Enrique.
Animado por esta confidencia, le se?al¨¦ la rueda deshinchada.
-No se preocupe. Eso no tiene la menor importancia -dijo con seguridad- Cuando quiera.
Juli¨¢n sonri¨® y me vi obligado a subir la breve escalerilla que hab¨ªa tendido debajo de la portezuela. Tir¨¦ mi bolsa de mano al fondo de la cabina y me acomod¨¦ como pude en uno de los ra¨ªdos asientos. Por la otra puerta entr¨® el piloto e inmediatamente me sugiri¨® que me sentara a su lado para conservar mejor el equilibrio.
-Si llama quien t¨² ya sabes dile que volver¨¦ ma?ana -grit¨® al muchacho a modo de despedida.
Vuelto hacia m¨ª, sin que yo le pidiera ninguna explicaci¨®n, me aclar¨®:
-Estoy en una delicada situaci¨®n amorosa, y Juli¨¢n es el mejor guardi¨¢n de mi secreto.
Puso el motor en marcha y el aparato retumb¨® s¨®rdidamente. Busqu¨¦ con disimulo el cintur¨®n de seguridad hasta que mi acompa?ante me asegur¨® que no lo hab¨ªa ni hac¨ªa ninguna falta. A trav¨¦s del sucio cristal pod¨ªa observar a Juli¨¢n haciendo ademanes con una se?al de madera como si efectivamente emprendi¨¦ramos una delicada maniobra. Por fin la avioneta comenz¨® a avanzar dando bruscos saltos al contacto con el suelo. A medida que aumentaba su velocidad parec¨ªa m¨¢s evidente que cualquier r¨¢faga de viento era suficiente para estrellarla contra la polvorienta pista. Sin embargo, contra mis previsiones, el fr¨¢gil armaz¨®n fue elev¨¢ndose dando tumbos en el aire hasta dejar a nuestras espaldas la mancha parduzca de la explanada.
-Usted no lo cre¨ªa, ?verdad? -dijo el piloto con viva satisfacci¨®n.
Sonre¨ª educadamente y me aprest¨¦ a observar los paisajes vacilantes que se suced¨ªan a nuestro alrededor. Pronto la vegetaci¨®n se hizo suficientemente densa para que la tierra desapareciera de nuestra vista. Vol¨¢bamos tan bajos que a cada momento,cre¨ªa o¨ªr el roce de los ¨¢rboles con el acero. De cuando en cuando, al aparecer ante nosotros alguna. colina, la avioneta remontaba el vuelo para, acto seguido, descender otra vez a. su altura anterior. S¨®lo en los primeros veinte minutos guard¨® silencio el piloto, medianamente concentrado en su tarea. Luego, tras bostezar y agitarse nerviosamente, me empez¨® a mostrar puntos irreconocibles en el laberinto verde de la selva.
-No s¨¦ si -odio o ame, este lugar -advirti¨®-, pero lo cierto es que siempre me produce una extra?a atracci¨®n.
-?Ha nacido en esta regi¨®n? aventur¨¦.
-No, en el Distrito Federal. Vine aqu¨ª casi por casualidad. He pensado muchas veces en marcharme, pero cada vez que me lo-propongo acabo abandonando la idea.
CONFIDENCIAS
Acto seguido volc¨® sobre mi un alud de confidencias. Hab¨ªa estado en el Ej¨¦rcito varios a?os como piloto militar. Luego, a causa de ciertos negocios, se instal¨® en Chiapas. Sus actividades mercantiles, pr¨®speras al principio, sufrieron un paulatino colapso y tambi¨¦n algo parecido sucedi¨® con su matrimonio. Estos reveses de la vida le hab¨ªan obligado a buscar un traba o semiclandestino -de que yo estaba cercior¨¢ndome en aquel inomento- y una amante clandestina por completo. Re¨ªa con facilidad, gesticulaba mucho y, lo que era peor, abandonaba frecuentemente los, mandos para realizar con mayor libertad curiosos aspavientos. Cuando le pregunt¨¦ por Otulum su expresi¨®n se tom¨® seria y circunspecta. Me mir¨® solemnemente:
-Toda esta regi¨®n es misteriosa. Por eso no puedo escapar de aqu¨ª.
Esperaba que continuara con su fogosidad anterior, mas guard¨® silencio como si estuviera ensimismado en ¨ªntimas enso?aciones metafisicas. No pude averiguarlo porque tras unos instantes, desentendi¨¦ndose ya totalmente de su labor, se puso a hurgar en la guantera. La avioneta era como un insecto zumbando entre plantas gigantescas. Sin embargo, por alguna absurda raz¨®n, aquel loco me inspiraba confianza. Por ello, cuando lo vi blandiendo triunfalmente una petaca acept¨¦ inmediatamente su invitaci¨®n.
-Es bourbon del mejor. Ya ver¨¢ -asegur¨®.
Beb¨ª un largo trago que deseen di¨® como lava a mi est¨®mago va c¨ªo. Mi compa?ero engull¨® con avidez dos o tres sorbos y tambi¨¦n yo, contagiado por sus suspiros de satisfacci¨®n, repet¨ª la operaci¨®n. En aquellas circunstancias quedaba claro que si era necesario llamar a las puertas del infierno era mejor hacerlo alegremente.
-?Qu¨¦ le parece? -pregunt¨®.
-Excelente -respond¨ª cada vez m¨¢s convencido de estar en el inr.i¨¢s admirable de los mundos.
TABERNA VOLADORA
Flores sac¨® no s¨¦ de d¨®nde un par de puros, y el resto del viaje transcurri¨® en lo que asemejaba ser una taberna voladora. A¨²n ahora estoy convencido de que mi anfritri¨®n se equivoc¨® de rumbo y luego rectific¨® su error, pues la duraci¨®n del trayecto pas¨® de los 30 minutos previstos a cerca de tina hora. Yo dudaba del combustible y sent¨ªa una morbosa curiosidad ante el aterrizaje. Por eso no prest¨¦ mucha atenci¨®n a la brusca presencia de las pir¨¢mides esparcidas en la selva.
-Aquel es el Templo de las Inscripciones -se?al¨® con el dedo el piloto.
Era sin duda hermoso el espect¨¢culo de aquellas cicl¨®peas estructuras gris¨¢ceas atrapadas por la espesura de los cedros, pero me resultaba todav¨ªa m¨¢s fascinante atender a las habilidades de un borracho que intentaba retornar a tierra firme. Bebimos el resto del Whisky contenido en la petaca y Flores, con el cigarro incrustado entre los labios, irgui¨® la cabeza con s¨²bita profesionalidad. El aparato vacil¨® con rudeza enfilando el ¨²nico espacio abierto entre la vegetaci¨®n. A medida que descend¨ªamos, la cabina temblaba furiosamente -sumida en un aleteo ag¨®nico. Pero el contacto con el suelo fue asombrosamente suave, teniendo en cuenta la condici¨®n de los neum¨¢ticos, y s¨®lo en el frenado, final la avioneta padeci¨® un ligero giro. Ante mi mirada esc¨¦ptica, Flores sonri¨® y me dio una palmada en el hombro.
-Le recomiendo el hotel Tulij a. Yo siempre voy all¨ª.
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