Cuento cruel
Mercedes Abad es barcelonesa, de 25 a?os. Ha publicado Ligeros libertinajes sab¨¢ticos, con el que obtuvo el premio La Sonrisa Vertical de literatura er¨®tica. Este cuento nada tiene que ver, en cuanto a tema, con los pubicados hasta ahora por la autora, pero s¨ª en la iron¨ªa y el argumento sorprendente y c¨¢ustico.
Erase un d¨ªa t¨®rrido y h¨²medo, una carretera mal cosida, un coche que anhelaba jubilarse y, en el interior del veh¨ªculo, un hombre y una mujer. La mujer -yo- conduc¨ªa con evidente torpeza acausa de los incesantes manotazos que daba al aire en un vano intento de ahuyentar a un enjambre de moscas, especialmente tenaces, que soslayaban a su compa?ero de viaje y concentraban en ella toda su furia. La empecinada predilecci¨®n de los insectos hacia m¨ª era cuesti¨®n que no lograba explicarme y que hab¨ªa verificado a lo largo de penosos veranos durante los cuales picores y escozores me hab¨ªan impedido entregarme a cualquier actividad que no fuera la de rascarme el pellejo, mientras los bichos, semejantes a una aureola m¨ªstica, segu¨ªan ejecutando su fren¨¦tica danza en torno a m¨ª.R¨ªos de sudor y perversos afluentes estriaban mi rostro. No pude evitar maldecir en voz alta, con la consiguiente ofuscaci¨®n del hombre que iba a mi lado, un simple desconocido, interesado en la compra de una mansi¨®n que ni siquiera me pertenec¨ªa. Maldije el momento en que, no s¨¦ si por un masoquismo profundamente arraigado o simplemente para demostrar que era capaz de hacerlo, .acept¨¦ encargarme de todos los asuntos relacionados con la venta de la propiedad que Paula hab¨ªa abandonado meses atr¨¢s. Al morir Igor, ella hab¨ªa jurado no volver a poner los pies en aquel extra?o lugar, morada fantasmag¨®rica de la demencia del difunto.
Cuando, tras nuestra lenta y dificultosa ascensi¨®n, llegamos a lo alto de la colina donde se hallaba la casa, tanto mi posible cliente como yo ofrec¨ªamos un aspecto lamentable; est¨¢bamos desgre?ados, empapados de sudor y cubiertos de polvo. Antes de cruzar la verja que daba acceso a la mansi¨®n, y aun a sabiendas de que el impacto de lo real superar¨ªa con creces cuanto yo pudiera decir, me dispuse a iniciar al hipot¨¦tico comprador -creo recordar que se llamaba Julitis Capdefila- en las innumerables virtudes del lugar: precio francamente irrisorio, amplitud del terreno circundante, paisaje id¨ªlico, salpicado de ¨¢rboles de nombres ex¨®ticos y sombras bienhechoras, piscina octogonal con un fauno en el centro haciendo las veces de surtidor y una n¨¢yade ba?¨¢ndose en sus aguas, jard¨ªn rom¨¢ntico donde se apretujaban m¨¢s de un centenar de estatuas cuyos estilos eran absolutamente dispares, edificio construido bajo los preceptos de la arquitectura cubista y una capillita barroca que Igor hab¨ªa transformado en taller de pintura y cuyos frescos sorprender¨ªan a m¨¢s de un avezado porn¨®grafo.
GUARIDA DE AL? BABA
El conjunto no pod¨ªa ser m¨¢s absurdo. Considerado por separado, cada elemento era bello en s¨ª mismo, pero su arbitraria yuxtaposici¨®n hac¨ªa imposible cualquier armon¨ªa, por heterodoxa que fuera. A causa de ello, y aunque Paula, poco interesada en el dinero que la venta de semejante pastiche pudiera proporcionarle, hab¨ªa bajado el precio una y otra vez, nuestros prop¨®sitos de venta se estrellaban contra la previsible reticencia de los visitantes. Desmoralizada como estaba, y absorta en mil y una tretas, tard¨¦ en advertir el inter¨¦s que manifestaba mi acompa?ante; mientras inspeccion¨¢bamos el interior de la vivienda, Julius Capdefila observaba atentamente cada uno de los objetos que se api?aban en mesas y anaqueles. Me dijo que coleccionaba objetos antiguos o simplemente curiosos, y que se hallaba sinceramente sorprendido ante el desapego de la propietaria hacia piezas tan valiosas. Percib¨ª cierto recelo de hombre honesto en su mirada estr¨¢bica, como s¨ª sospechara que aquellos objetos pod¨ªan ser producto del robo, y la casa, una hermana gemela de la guarida donde Al¨ª Bab¨¢ y sus 40 compinches ocultaban sus tesoros. Supuse que el precio de aut¨¦ntico saldo que ped¨ªamos a cambio no hac¨ªa sino acentuar semejante impresi¨®n, y al ver que el escrupuloso coleccionista permanec¨ªa mudo y expectante, a la espera de una explicaci¨®n plausible que aniquilara de una vez por todas a cualquier gusanillo roedor de conciencias, decid¨ª relatarle los motivos que impulsaban a mi amiga Paula a deshacerse de aquella casa al precio que fuera.
Cuando Paula conoci¨® a Igor -ya no recuerdo en qu¨¦ circunstancias, aunque jurar¨ªa que debieron de ser tan absurdas como todo lo que vino a continuaci¨®n-, su primera sensaci¨®n, seg¨²n me cont¨® unos d¨ªas despu¨¦s, fue que ninguna de las partes que compon¨ªan la exc¨¦ntrica personalidad del checo se aven¨ªa a integrarse en una totalidad ordenada y coherente. M¨¢s tarde, yo misma lo comprob¨¦. Igor era ca¨®tico, pero tambi¨¦n obsesivamente escrupuloso en cuestiones de orden, sincero aun cuando mintiera, exhibicionista y p¨²dico a la vez, y hur¨®n solitario y estrella indiscutible de todas las fiestas. Era precisamente esa cualidad b¨ªfida de su naturaleza la que mayor encanto le confer¨ªa.
Paula, a quien lo ins¨®lito atra¨ªa sistem¨¢ticamente, no tard¨® en sucumbir a los turbios encantos del checo, y como, ¨¦ste correspond¨ªa con notable ardor a los galanteos de mi amiga, todo permit¨ªa augurarles una inolvidable secuencia de pasi¨®n y felicidad. Las cosas, sin embargo, empezaron a torcerse mucho antes de lo previsto.
Un d¨ªa, muy poco tiempo despu¨¦s del inicio de su relaci¨®n con Igor, Paula me llam¨® por tel¨¦fono y me rog¨®, sin m¨¢s aclaraciones, que acudiera a su casa lo antes posible. De su tono de voz deduje que era presa de una viva agitaci¨®n, de modo queme reun¨ª con ella inmediatamente. Nada m¨¢s llegar a su casa me deslumbr¨® la visin de un magn¨ªfico clavicordio. Alevosamente, Paula me dej¨® paladear mi estupefacci¨®n sin decir palabra; luego se?al¨® hacia un rinc¨®n de la sala donde mi at¨®nita nurada tropez¨® con un inmenso colmillo de elefante. Habida cuenta la precaria situaci¨®n econ¨®mica en la que se hallaba mi amiga, la repentina aparici¨®n de objetos tan costosos no dejaba de ser sorprendente. Estaba a punto de preguntarle a Paula si hab¨ªa ganado la loter¨ªa cuando ella, Horosos los ojos y temblorosos los labios, me anunci¨® que era Igor quien le hab¨ªa regalado, no s¨®lo el clavicordio y el colmillo, sino un sinf¨ªn de otros objetos, aunque de tama?o mucho m¨¢s modesto, que se alineaban en anaqueles anta?o desnudos.
LOS REGALOS
Paula me cont¨® que todo hab¨ªa empezado un d¨ªa en que Igor y ella se hallaban en el casco antiguo de la ciudad y pasaron casualmente-junto al escaparate del anticuario donde estaba expuesto aquel hermoso clavicordio. Paula se detuvo unos instantes a contemplar el instrumento; luego, ambos prosiguieron su paseo. En este punto del relato, mi amiga se empe?¨® en jurarme que ella nunca hab¨ªa pedido nada a Igor, yo, que la conoc¨ªa bien, sonre¨ª ante sus intentos justificatorios: Paula era la persona menos interesada de cuantas hab¨ªa conocido. Sea como fuere, el clavicordio apareci¨® en casa de Paula al d¨ªa siguiente, acompa?ado de una nota en la que Igor le rogaba aceptar aquel humilde presente. Ella, halagada, agradeci¨® el gesto. Sin embargo, ese gesto adquiri¨® con el tiempo un significado absolutamente siniestro. Tras aquel primer regalo, un aut¨¦ntico diluvio de ellos invadi¨® la vida de Paula. Todas las sinceras protestas de mi amiga eran vanas; no pasaba un solo d¨ªa, sin que, cuando sal¨ªan juntos, Igor la arrastrara al interior de alguna tienda y la obligara a salir de ella con un mont¨®n de objetos que Paula ni siquiera hab¨ªa deseado. ?l firmaba cheques con verdadero deleite, como si ¨¦sa fuera su ¨²nica n¨²si¨®n en la vida, y si ella intentaba rehusar los regalos ¨¦l se sent¨ªa mortalmente ofendido.
El d¨ªa en que me lo confes¨® todo, una Paula visiblemente desconcertada me ped¨ªa un consejo que yo no fui capaz de ofrecer; balbuce¨¦ torpemente y sin convicci¨®n alguna que los regalos pod¨ªan ser un reclamo afectivo, o tal vez una tradici¨®n checa poco conocida en nuestro pa¨ªs, o un experimento psicol¨®gico revolucionario. Pasamos horas y horas cavilando, sin que ninguna lucecilla se encendiera en nuestras mentes. Con todo, el mero hecho de haberse confiado a m¨ª alivi¨® sensiblemente a mi amiga; al despedirnos, su estado de ¨¢nimo, sin ser precisamente el ¨®ptimo, hab¨ªa mejorado bastante.
Cuando volvimos a vernos, Paula me cont¨®, no sin un moh¨ªn ir¨®nico, que se hab¨ªa convertido en una adicta a los regalos; aunque segu¨ªan provoc¨¢ndole cierta inquietud acerca de la salud mental de Igor, si transcurr¨ªan un d¨ªa o dos sin que ¨¦l le hubiera ofrecido alg¨²n presente, una horrible ansiedad se apoderaba de ella. Entre risas de complicidad, Paula me dijo que hab¨ªa amenazado a Igor: si no le regalaba una casa donde cupieran ella y sus regalos, daba por terminada su relaci¨®n. Re¨ªmos juntas y olvidamos el asunto durante unas horas, en las que me alegr¨® encontrar a la Pau
Cuento cruel
la de siempre, confiada, risue?a y vital.El tiempo transcurri¨® de regalo en regalo. Cuando Igor compr¨® la casa de la colina para Paula, ella ya hab¨ªa logrado aceptarlo todo sin problemas de conciencia. Los gestos compulsivos de Igor se hab¨ªan convertido en. agradable normalidad. Y por temor a resultar indiscreta, ella nunca se atrevi¨® a indagar acerca de: las fuentes de ingresos de Igor; se contentaba con pensar que si ¨¦l derrochaba el dinero de -aquella manera, era porque sin duda alguna pod¨ªa permitirse ese lujo. Pero como las personas felices tienen la peligrosa costumbre de asumir como algo evidente e incuestionable la felicidad de sus seres m¨¢s queridos, la tragedia plill¨® a Paula desprevenida. Cuando Igor, con todas sus cuentas bancarias agotadas y un sinfin de deudas -lo atestiguaron ciertos papeles que la polic¨ªa encontr¨® en los bolsillos de la chaqueta del cad¨¢ver-, salt¨® poir la ventana del noveno piso de un edificio, el mundo se desmoron¨® sobre Paula y los regalos. Un psiquiatra se vioobligado a internarla temporalmente en una cl¨ªnica para enfermos de los ner vios. Ella no llev¨® ning¨²n regalo consigo. Postrada en su cama del hospital, alarm¨®, todos los m¨¦dicos y enfermeras de la cl¨ªnica con sus delinos, infatigables repeticio nes de misteriosos inventarios de objetos rar¨ªsimos, entre los cuales destacaba un clavicordio.
LA CASA DE LA COLINA
Cuando Paula, una vez resta blecida, sali¨® del liosipital, se neg¨® a volver a la casa de la colina; cada uno de los regalos que all¨ª se amontonaban era un dardo clavado ensu cerebro. Me dijo que me regalaba la, mansi¨®n, y cuando logr¨¦ hacerle entrar en raz¨®n yconvencerla de que lo mejor ser¨ªa venderla, puso como condici¨®n que hab¨ªa de ser yo quien se encargara de todo.
Al acabar mi relato, el rostro de Julitis Capdefila, coleccionista desconfiado y hombre ejemplar, expresaba el m¨¢s profundo estupor. Todo cuanto hab¨ªa relatado, me dijo, a?ad¨ªa m¨¢s valor a una casa que desde el primer momento le hab¨ªa seducido. Capdefila quiso aclarar algunos detalles de nuestro trato y la venta qued¨® acordada. Anochec¨ªa ya cuando subimos al coche para iniciar el regres¨® y, como suele ocurrirme a esa hora del d¨ªa si no interpongo una tenaz resistencia, empez¨® a embargarme la melancol¨ªa. La aliment¨¦ recordando a Igor y la ansiedad que parec¨ªa regir todos sus actos, su avidez por la vida, su talante risue?o, los accesos de hilaridad que tan frecuentemente le estremec¨ªan y que siempre acababa contagi¨¢ndonos a Paula y a m¨ª sus largos y repentinos silencios y su mirada llena de fuego. Y luego los regalos, todos los regalos, desfilaron por mi mente en siniestra comitiva. Hab¨ªa algo en aquella historia que no encajaba: faltaba una pieza en el rompecabezas.
Tras la muerte de Igor, esa vaga sospecha me hab¨ªa inducido, sin que Patila lo supiera, a investigar en la vida del checo. Habl¨¦ con todas las personas que le hab¨ªan conocido, recorr¨ª consulados y departamentos de inmigraci¨®n y met¨ª la nariz en todos sus papeles, sin encontrar jam¨¢s indicio alguno queme permitiera comprender lo que hab¨ªa sucedido. Desanirnada, cej¨¦ en mi b¨²squeda al cabo de un tiempo. Pero la pieza segu¨ªa faltando, y nada pod¨ªa convencerme de lo contrario.
Tras la firma del contrato de venta de la casa de la colina, Paula tomo el dinero obtenido y, en un gesto tan absurdo como liberador, lo reparti¨® entre todos aquellos que hab¨ªan querido a Igor y lamentaron sincerainente su muerte. A modo de desquite, Paula dio a la parte que le hab¨ªa tocado un destino muy peculiar: hizo construir un pante¨®n para Igor en el cementerio m¨¢s bonito y costoso de la ciudad. La pesadilla de Paula se convert¨ªa en chiste.
UNA CARTA DE IGOR
Yo hab¨ªa desistido ya en m? empe?o de encontrar la pieza que faltaba en el rompecabezas cuando un d¨ªa me llam¨® por tel¨¦fono Julius Capdefila. Me estremec¨ª, temerosa de que el coleccionista hubiera tenido alg¨²n problema relacionado con la casa de la colina, pero ¨¦l me tranquiliz¨® en seguida; el asunto que le impulsaba a ponerse en contacto conmigo era mucho m¨¢s grave de lo que yo hab¨ªa imaginado: hab¨ªa encontrado en la rendija de una puerta una carta de despedida de Igor, dirigda a Paula. Capdefila me pidi¨® que avisara a la destinataria de la carta y que fu¨¦ramos inmediatamente a la casa de la colina. Yo aduje que Paula no querr¨ªa volver a aquel lugar, y Capdefila, tan comprensivo como siempre, se avino a que nos encontr¨¢ramos en un bar. Paula ya estalba esperando cuando llegu¨¦ yo; sosten¨ªa una copa de vino con mano temblorosa. Estaba tan p¨¢lida y tan tensa, y sus ojos miraban al vac¨ªo de una manera tan enajenada que hasta en un lugar tan repleto de gente como aquel bar llamaba la atenci¨®n. Julius Capdefila no tard¨® en aparecer; e ntreg¨® la carta a Paula. Dentro de un sobre sucio y arrugado hab¨ªa una hoja peque?a de papel y un par de l¨ªneas que dec¨ªan as¨ª:
"Querida Paula: He pasado media vida buscando un pretexto para suicidarme. No sabes cu¨¢nto agradezco tu colaboraci¨®n. Gracias mil. Igor".
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