Flema y flama
El escenario era poco id¨®neo. Un mar de verdes claros terminaba en calma a pocos metros; las aves, a¨²n sin fr¨ªo en octubre, no levantaban vuelo hacia las tierras c¨¢lidas, y el sol, pese al filtro de las grandes vidrieras, enceguec¨ªa. Pero en aquel museo de Lousiana, en el v¨¦rtice norte de la n¨®rdica isla de Seelandia, un grupo de invitados de un pa¨ªs del Sur discut¨ªa amistosamente con el Norte acerca de la identidad cultural europea y sus maneras, sus coincidencias ¨²ltimas y su primera raz¨®n de ser. Un debate que ¨²ltimamente distrae mucho en los foros a la intelligentsia occidental.La primera declaraci¨®n de Jos¨¦ Luis Sampedro -uno de los participantes espa?oles en ese acto tuvo la virtud de ilustrar con una bella s¨ªntesis pl¨¢stica una proposici¨®n moral; para el autor de Octubre, octubre era revelador -en el tiempo de los colosalismos multiestatales y las grandes empresas que bajo los supuestos de una cooperaci¨®n universal olvidan el tama?o del hombre- estar hablando en un pa¨ªs de escalas reducidas, tan generosamente moldeado a la medida del hombre, esa medida de oro hoy cubierta a menudo por el revestimiento de las fibras sint¨¦ticas. El trazado urbano y las viviendas, y el paisaje de sus costas, muy respetadas, y hasta el mismo volumen de aquel debate, eran, para Sampedro, lecciones sociales de una atenci¨®n hist¨®rica al hombre m¨¢s que a sus pompas.
Sampedro recibi¨® el aplauso de los daneses por su alegato de humanista vibrantemente esc¨¦ptico, y tambi¨¦n, un poco m¨¢s tarde, el editor Jaime Salinas fue ovacionado a mi costa. En una respuesta a las reflexiones de un miembro del p¨²blico sobre el posible entendimiento cultural hspano-dan¨¦s hab¨ªa yo hablado -como desider¨¢tum- de la s¨ªntesis ideal o la mutua vigilancia interesada que el Norte y el Sur pod¨ªan llevar a cabo, aportando los ¨²ltimos sus grandes recursos pasionales, y los primeros, la amortiguada pero s¨®lida l¨ªnea de su raz¨®n. Salinas, que es un gran conocedor de las tierras de Escandinavia, su cultura y su idiosincrasia, discrep¨® abiertamente y denunci¨® en su r¨¦plica la leyenda sangu¨ªnea del temperamento meridional; seg¨²n ¨¦l, el c¨¢lculo y la cautela ser¨ªan los m¨¢s hondos repliegues de nuestra forma de ser, y en pa¨ªses como los que nos encontr¨¢bamos existir¨ªa una cultura del coraz¨®n mucho m¨¢s impetuosa y espont¨¢nea de lo que la reserva parsimoniosa de sus habitantes deja entrever. Naturalmente, los daneses premiaron con calurosas palmas a tan galante reivindicador de su fuego interior.
No se trata ahora de ajustar las cuentas de una suave pol¨¦mica, sino de rescatar brevemente otra controversia, m¨¢s antigua, pero sin duda igual de intrascendente que la de la identidad europea: la que se centra en torno a la polaridad sentimental Norte / Sur y los modos ambiguos de vivir y entender las ant¨ªpodas. Y por ser ese enigma "cosa sin trascendencia", como Ortega ve¨ªa las formas m¨¢s modernas del arte nuevo, es esta discusi¨®n materia apasionante que, al igual que el arte de nuestro siglo, nos interesa singularmente por su no tener importancia grave.
Quiz¨¢ el Sur, como afirman los disputantes m¨¢s teol¨®gicos del asunto, est¨¢ destinado a no ser entendido por el Norte y s¨®lo a ser hollado por los pesados pies del b¨¢rbaro que en ciclos acude a sus costas a crearse. 0 tal vez sea cierto que los ojos, tan a menudo deslumbrados, de los que habitamos el hemisferio Sur no puedan penetrar la coraza de niebla con la que los norte?os se protegen.
Pero ?no es preferible, degradando la bizantina causa, ir a la biolog¨ªa y fijar los extremos en la flema y la flama, contraposici¨®n que, como en un juego de espejos enfrentados, podr¨ªa repetirse ad infinitum si la extrapol¨¢semos a las opuestas peculiaridades sure?as y norte?as de cada pa¨ªs norte y cada pa¨ªs sur?
Lo que importa dejar bien claro es que, al hacer una afirmaci¨®n tan temerariamente general como la que identifica la flema con el Norte y la fogosidad con el Sur, el sujeto que as¨ª afirma o es un tonto contempor¨¢neo o es consciente de que su aserto est¨¢ caucionado por una mediaci¨®n intelectual. Es decir, tiene la garant¨ªa -resbaladiza, claro, como todo lo que se mueve por los pasillos del imaginario- del reflejo indirecto de aquellos individuos que han so?ado art¨ªsticamente o han especulado sobre el ser de los suyos, y a trav¨¦s de esos espejos (aun los m¨¢s deformantes) han formado una reconocible imagen moral de su tribu.
El paseo inconsecuente por unas tierras o el trato con algunos de sus habitantes escogidos, el turismo sentimental, en suma, no permiten exposiciones muy tajantes sobre el ser de nadie, y menos de un pueblo. S¨ª lo permite, a mi juicio, el conocimiento de sus signos y creaciones simb¨®licas. Y en el caso de Dinamarca, la iron¨ªa crepuscular de los relatos de Karen Blixen, el cine terminal de Dreyer, las espinosas sinfon¨ªas de Carl Nielsen o los topoi modernos interiorizados de pintores de la talla de Hammershoi y Ejnar Nielsen (que ya se anuncian, una vez m¨¢s pregonados desde el mundo anglosaj¨®n, como revelaciones mayores de la pintura contempor¨¢nea, un Caspar David Friedrich del siglo XX el primero, un pr¨®jimo de Stanley Spencer el segundo) son datos que, si bien no probados por investigaciones de campo, se superponen a la sabidur¨ªa sociol¨®gica y pueden informar sobre el car¨¢cter profundo de una gens.
De otro so?ador escandinavo, Kierkegaard, hay un breve ap¨®logo (en La edad presente) que en mi opini¨®n confirma la dicotom¨ªa constitucional entre pasi¨®n y raz¨®n. En el ejemplo de Kierkegaard, una joya muy codiciada ha ido a caer en un lago helado cuya capa de hielo est¨¢ empezando a perder dureza en la parte donde el tesoro reposa. En una ¨¦poca apasionada, escribe Kierkegaard, Ias multitudes aplaudir¨ªan el coraje del hombre que se arriesgase, temblar¨ªan por ¨¦l y con ¨¦l en el peligro de su decisiva acci¨®n, se lamentar¨ªan si se ahogara, har¨ªan de ¨¦l un dios si consiguiera el premio". Muy distinto ser¨ªa en un tiempo sin pasi¨®n, en pueblos reflexivos. Las gentes de este otro talante juzgar¨ªan m¨¢s sabia la transformaci¨®n de la osad¨ªa y el entusiasmo en una prueba de destreza. Y esas multitudes "observar¨ªan desde un lugar seguro, y con los ojos del conocedor valorar¨ªan al patinador consumado que patinase hasta el mismo borde (all¨ª hasta donde el hielo es m¨¢s seguro y no hay peligro) y despu¨¦s regresara". La mayor¨ªa de esa ¨¦poca estar¨ªa de acuerdo en juzgar muy poco razonable ir m¨¢s lejos por conseguir la joya.
M¨¢s que en las razones raciales o clim¨¢ticas, tan subrayadas por Taine y su escuela, ya rancia, de antropolog¨ªa social, el emblema de la pasi¨®n hay que verlo en el empe?o heroico, gestual y un poquito ampuloso que las culturas del Sur ponen en primer t¨¦rmino: sobresalto, valor, llanto y recompensas son sus trofeos predilectos, su forma de estar el presente frontal, su paisaje, historiado, evocativo, denso. Su cielo prometido, la intemperie.
Enfrente, el mundo del septentri¨®n lo preside la habilidad callada, el recurso probado del buen observador que no se aventura sino en lo que alcanza. Y su alcance es largu¨ªsimo, aunque no se vea tanto como las zancadas de siete leguas de los de abajo, tan diestros en el acompa?amiento de su marcha con rondallas. El hombre de las tierras m¨¢s altas se descubre el pecho menos veces y no le importa el brillo de las insignias en su casaca. Prefiere estar de espaldas y mirar de soslayo, en la actitud -como escribe Rilke en su octava eleg¨ªa duinesa- de
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quien se marcha. "Como aquel que, sobre la postrera colina que le muestra todo el valle,/ por ¨²ltima vez se vuelve, se detiene, se demora, / as¨ª vivimos nosotros, siempre en despedida".
La mirada al infinito y d¨¢ndonos la espalda a nosotros, el p¨²blico curioso, de tanto solitario de la imaginaci¨®n n¨®rdica. La descripci¨®n de los paisajes como recept¨¢culos provistos de vida, de semejanza, y no como dep¨®sitos inertes de nuestra memoria dolorida. Esa personificaci¨®n y, por tanto, humanizaci¨®n de lo inanimado que se advierte en las cosmogon¨ªas de Coleridge y Wordsworth, Munch, Friedrich, Nolde, Dreyer o Bergman son ense?anzas del Norte que el Sur no deber¨ªa desde?ar. De la misma manera que ha de atraer a quienes viven en la acumulaci¨®n y el derroche sem¨¢ntico el desalojo n¨®rdico de objetos y materia en el espacio, tanto el real como el de ficci¨®n, su angustia retenida o m¨ªstica de la preservaci¨®n de contenidos, que contrasta con la genialidad rom¨¢ntica ejercida como religi¨®n derramada (en palabas de Hulme), caracter¨ªstica de los del Sur.
Pero no es cosa de renunciar a nada, de preferir o de preterir. Ni siquiera de corregir. Lo que ser¨ªa hermoso es alargar la f¨¢bula de Kierkegaard con un final feliz en el que el hombre de pasi¨®n -quien, por su no temer las falacias del patetismo, depara al mundo sus escasos instantes de emoci¨®n convulsiva- lograra arrastrar hasta el borde m¨¢s fr¨¢gil del lago, con sus maravillosos volatines de patinador desprevenido, al hombre de raz¨®n. All¨ª, y despu¨¦s de calmar el resuello de su acompanante, el hombre de raz¨®n responder¨ªa al bonito espect¨¢culo del salto impidiendo al apasionado el remate de su proeza suicida. Quietos los dos delante de las grietas lechosas, al hombre de raz¨®n muy pronto ha de venirle a la cabeza una idea de soluci¨®n. Porque, al fin y al cabo, lo que a todos nos gusta, fogosos o flem¨¢ticos, es recuperar la piedra preciosa del fondo de las aguas.
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