En el principio era el Rin
El preludio del preludio del preludio del preludio: a Gertrude Stein, que hizo c¨¦lebre el versoemblema Rose is a rose is a rose is a rose ("Una rosa es una rosa es una rosa es una rosa") le hubiera gustado definir en estos t¨¦rminos El anillo del Nibelungo de Richard Wagner. De hecho, Wagner nos abandona a nuestra suerte en el momento en que deber¨ªa explicarnos c¨®mo es la nueva sociedad basada en el amor que ha de llegar tras el hundimiento del reino de los dioses. Por ello, sin duda, las interpretaciones sobre la nueva sociedad han sido tan dispares y han hecho correr tantos r¨ªos de tinta y de sangre."En principio era el Rin", ha dejado escrito Thomas Mann en un ensayo sobre la Tetralog¨ªa Para explicar la muerte de Sigfrido hac¨ªa falta remontarse a los or¨ªgenes del mundo, al caos primigenio. Tras la larga par¨¢bol¨¢ de m¨¢s de diez horas de m¨²sica, de nuevo el Rin, enriquecido po el oro que le pertenece, -y no todav¨ªa por los productos qu¨ªmicos de la Sandoz: qu¨¦ diferente hubiera sido la Tetralog¨ªa de haberse escrito hoy-, restablecer¨¢ la pureza inicial.
El crep¨²sculo de los dioses
Richard Wagner. Principales int¨¦rpretes: Jeannine Altemeyer, Williarris Johris, Manfred Schenk, Anthony Raffell, Sabine Hass e Yvorme Minton. Directores de escena: Elmar von Ottenthal y Wolfgang Weber. Producci¨®n: Teatro San Carlos de N¨²poles. Orquesta y coro del Gran teatro del Liceo, dirigidos por Pinchas Steinberg. Liceo, 22 de noviembre de 1986.
El crep¨²sculo de los dioses tiene un ins¨®lito preludio de dos cuadros y un primer acto de otros tantos: son dos horas de reloj ininterrumpidas. El problema que ,plantea tan contundente arranque es que los int¨¦rpretes saben que queda mucha obra por delante y suelen reservar sus fuerzas para el final. Arranc¨® pues la representaci¨®n cansinamente, lenta en la orquesta, t¨ªmida en las voces, est¨¢tica en los gestos y oscura en la escena hasta el total agotamiento de la retina.
No hab¨ªa de mejorar demasiado en lo sucesivo la puesta en, escena: Wolfgang Weber y Elmar von Ottenthal son aut¨¦nticos seflores de las tinieblas, que mantienen a los personajes clavados sobre las tablas. Reservan adem¨¢s todos sus cartuchos para la escena final, cuando ya el p¨²blico se ha resignado a soportarles, m¨¢s que a seguirles.
Diferente resulta el caso de las voces. Jeannine Altemeyer se impuso en el tercer acto con una voz potente y bien timbrada y una plena identificaci¨®n con el personaje de Brunilda. Al Sigfrido de William Johns, que fue justamente aplaudido, le falt¨® quiz¨¢s un punto de presencia musical y esc¨¦nica. Convincente, el resto del reparto.
El director de la orquesta, Pinchas Steinberg, supo equilibrar con autoridad los vol¨²menes sonoros.
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