?Qui¨¦n moderniza a los modernizadores?
Si exprimi¨¦ramos, como a los limones, los programas de los partidos sacar¨ªamos de todos ellos un mismo proyecto de modernizaci¨®n. Por lo menos en lo que concierne a los objetivos, apenas existen diferencias: los espa?oles, nos coloquemos m¨¢s a la derecha o m¨¢s a la izquierda, estamos unidos en un mismo af¨¢n por alcanzar y mantener un crecimiento econ¨®mico y un desarrollo social que nos permita gozar de un nivel de vida que se aproxime a la media comunitaria. Algunas discrepancias, no demasiado relevantes, se detectan s¨®lo en lo que se refiere a las medidas a aplicar para conseguir esta meta. Sin cuestionar que la modernizaci¨®n sea un proceso harto complejo, en el que para tener ¨¦xito hayan de incidir factores muy diversos, culturales, sociales, pol¨ªticos, pocos ponen en duda que los elementos prioritarios, por no decir esenciales, no haya que buscarlos en el campo econ¨®mico, incluso en el mucho m¨¢s restringido de lo tecnol¨®gico, hasta el punto que el concepto de modernizaci¨®n que utilizan los partidos ha quedado reducido a significar la sustituci¨®n de tecnolog¨ªa anticuada por la que en un momento dado se considera de punta. Si se mencionan o se toman en cuenta los dem¨¢s ¨¢mbitos de la modernizaci¨®n, culturales o sociales, es s¨®lo como requisitos prev¨ªos o como factores coadyuvantes de la verdadera modernizaci¨®n que suele cifrarse en la capacidad de innovaci¨®n tecnol¨®gica.Reducir el concepto de modernizaci¨®n al de simple cambio o sustituci¨®n de tecnolog¨ªa comporta para los partidos algunas ventajas inmediatas. Por lo pronto, no cabe que se agote semejante proyecto de modernizaci¨®n: las tecnolog¨ªas nuevas quedan anticuadas en plazos cada vez m¨¢s breves y, por tanto, siempre habr¨¢ que estar modernizando; desde luego, no son tantos los objetivos que puedan servir indefinidamente. Asimismo, evita plantear directamente formas, por lo menos tan urgentes, pero mucho m¨¢s conflictivas, de modernizaci¨®n en el campo pol¨ªtico, social o cultural; basta con alimentar la esperanza de que los problemas que hoy nos agobian se resolver¨¢n un d¨ªa gracias al desarrollo tecnol¨®gico y al correspondiente crecimiento vertiginoso de la productividad. Tanto en los pa¨ªses capitalistas de Occidente como en los comunistas del Este, se recurre a la fuerza milagrosa de la tecnolog¨ªa futura cuando se hace preciso parar los pies a los que, pecando de hipercr¨ªticos o de desconfiados, se atreven a poner en solfa el ¨²nico mensaje que transmite elpoder: no hay alternativa realista a lo existente; cualquiera que se ofrezca se revelar¨¢ bien irrealizable, bien un empeoramiento de la situaci¨®n dada. Desde la l¨®gica del poder establecido, vivimos siempre en el mejor de los mundos posibles; de ah¨ª que desde las alturas s¨®lo quepa la invitaci¨®n a seguir por el mismo camino.
Equiparar modernizaci¨®n con cambio tecnol¨®gico comporta tambi¨¦n algunos inconvenientes graves; el mayor, que desaparece del horizonte el car¨¢cter bifronte de la modernizaci¨®n: por un lado, menciona un proceso complejo de cambio tecnol¨®gico, con consecuencias enormes en la econom¨ªa y la sociedad, que conocemos como la revoluci¨®n industrial; por otro, modificaciones sustanciales en las actitudes, creencias, mentalidad, formas de comportamiento, que hicieron posible la llamada revoluci¨®n cient¨ªfica de los siglos XVII y XVIII. Sin entrar y ahora en el espinoso problema del tipo de relaci¨®n que se da entre ambos procesos -nadie duda de que son interdependientes-, lo que est¨¢ claro es que la revoluci¨®n cient¨ªfica precedi¨® en el Reino Unido, Francia, Alemania a la industrial, y que el desarrollo tecnol¨®gico, econ¨®mico y social que ha significado el despliegue de la racionalidad capitalista estuvo vinculada en su origen a una noci¨®n del ser humano como sujeto libre y racional.
La modernizaci¨®n incumbe tanto al ¨¢mbito socioecon¨®mico como al psicosocial. Por una parte, conlleva un tipo de tecnolog¨ªa, de comportamiento econ¨®mico y de organizaci¨®n social que cabe calificar de racional; por otra, implica un tipo de persona consciente de su dignidad, capaz de ejercer responsabilidad y poner en marcha iniciativas propias. No se entiende lo que ha llegado a ser Europa y la cultura moderna sin tener en cuenta este doble proceso: por un lado, se objet1viza, se desencanta a la hasta entonces madre naturaleza, arranc¨¢ndola toda significaci¨®n personal o misteriosa" de modo que pueda ser instrumentalizada, subyugada por la raz¨®n. Conocer es dominar. Por otro, y en sentido inverso, se sacraliza a lo humano, causa de s¨ª y fin en s¨ª mismo, al que se transfieren cualidades y privilegios del dios destronado en la naturaleza. La Ilustraci¨®n exalta la dignidad y los derechos inalienables del individuo, entre los que descuellan el de cr¨ªtica, por el que se somete cualquier proposici¨®n al examen de la raz¨®n, y el de autonom¨ªa, por el que rechaza toda norma que no legitime el individuo. En cambio, el car¨¢cter social que hab¨ªa fraguado en las sociedades premodernas viene marcado por el temor -temor de Dios, del amo, de la naturaleza-, lo que supone aceptar la sumisi¨®n como la ¨²nica forma razonable de sobrevivir. El hombre moderno se cree capaz de trazar libremente su destino; el premoderno lo considera resultado de poderes ajenos y atribuye al favor del superior el origen de todos los bienes, as¨ª como a su enemistad el de todos los males. El hombre premoderno vive de la voluntad del otro, lo que le obliga a asumir como regla de conducta la sumisi¨®n y la obediencia.
En un pa¨ªs en el que no ha habido una Ilustraci¨®n tan suficientemente fuerte -pese a figuras muy sugestivas, tiene raz¨®n Ortega, en Espa?a se echa mucho en falta el siglo XVIII- que apenas ha contribuido a la revoluci¨®n cient¨ªfica y que la industrial la ha vivido ya mediado el siglo XX, se comprueba un desfase considerable entre el grado de modernizaci¨®n recientemente alcanzado en el plano tecnol¨®gico y econ¨®mico y el que se divisa en mentalidad y comportamiento de la gente. A poco que escarbemos en la vida espa?ola -hay que advertir que las diferencias entre las regiones son considerables-, tras la fachada de modernidad nos tropezamos con conductas caracter¨ªsticas de la sociedad tradicional, a veces en las formas negativas que configuran al anarquismo, que representa, no la superaci¨®n moderna de la sumisi¨®n tradicional, sino simplemente su negaci¨®n absoluta. En Espa?a abundan los sumisos t¨ªpicos del antiguo r¨¦gimen, que el franquismo prolong¨® artificialmente hasta nuestros d¨ªas, mezclados con algunos anarquistas ib¨¦ricos, que son su negaci¨®n radical, pero escasea el ilustrado razonable que ha creado la modernidad, capaz de mantener un criterio propio, pero tambi¨¦n de aceptar un compromiso.
La l¨®gica de la sumisi¨®n comporta el todo o nada, el est¨¢s conmigo o contra m¨ª, mientras que la de la libertad supone el pacto y el compromiso. En la sociedad tradicional se espera
Pasa a la p¨¢gina siguiente Viene de la p¨¢gina anterior
la obediencia sin discusi¨®n; en la moderna, la discusi¨®n sin obediencia, pues, el resultado de la discusi¨®n, el compromiso pactado, al ser expresi¨®n de la voluntad de las partes, supone una obediencia de cada uno consigo mismo, que no es obediencia, sino la definici¨®n misma de la libertad: no obedecer otra norma que aquella en que he participado en su elaboraci¨®n y que ha quedado legitimada a los ojos de la raz¨®n.
Ahora que la mayor¨ªa de los espa?oles, despu¨¦s de dos siglos de disputas, aspiran a la modernidad, no parece oportuno empezar con su cr¨ªtica, desenmascarando a la raz¨®n como poder; ocasiones sobradas tendremos en ruta. Lo que urge es tan s¨®lo subrayar la contradicci¨®n que se advierte en unos partidos pol¨ªticos que han inscrito en sus programas la bandera de la modernidad y que, sin embargo, muestran estructuras y comportamientos claramente premodernos. Contradicci¨®n que supongo en la base de las crisis continuas que disuelven o rompen a los partidos pol¨ªticos espa?oles, sin que logren arraigar en la sociedad.
El tipo ideal de partido pol¨ªtico en un contexto social premoderno es aquel que gira en torno a la personalidad de un l¨ªder, capaz por s¨ª de ganar las elecciones y al que se adhiere una clientela personal, a la espera de las prebendas y beneficios que reparta entre sus incondicionales el d¨ªa que llegue al poder. En estas condiciones, un partido funciona cuando cierra filas tras un l¨ªder que se vende electoralmente y hace crisis cuando el l¨ªder falla como locomotora electoral.
Los partidos de este tipo pasan en un santiam¨¦n de ofrecer una unidad sin fisuras a saltar en mil pedazos. Aparentan ser los m¨¢s recios y estables por el estruendo de alabanzas a la unidad interna, que se expresa en la adhesi¨®n incondicional al l¨ªder, cuando en realidad llevan en su interior la fragilidad cong¨¦nita del caudillismo: la sucesi¨®n, plena de conflictos y de tensiones, suele acabar en ruptura. El modelo caudillista que los partidos espa?oles, expl¨ªcita o impl¨ªcitamente, proponen como el mejor remedio para consolidar de una vez el sistema de partidos produce el efecto contrario: una fortaleza aparen te que comporta en su seno un peligro permanente de escisi¨®n.
Pero hay m¨¢s: el modelo caudillista de partido no s¨®lo es enormemente fr¨¢gil; es que ya no corresponde con el grado de desarrollo econ¨®mico, social y cultural que ha alcanzado nuestro pa¨ªs. Aumenta esperanzadoramente el n¨²mero de aquellos que rechazan las adhesiones incondicionales, el culto a los caudillos carism¨¢ticos, as¨ª como se desentienden de las querellas que se producen cada vez que hay cambiar un l¨ªder. Una ventaja del sistema democr¨¢tico consiste precisamente en que establece las reglas para una circulaci¨®n pac¨ªfica de las elites.
Cada vez son m¨¢s los espa?oles que est¨¢n dispuestos a participar en la vida de los partidos, s¨®lo si cumplen las exigencias m¨ªnimas que impone la modernidad. Aunque harto conocidas, conviene resumirlas en tres principios para aviso de c¨ªnicos o esc¨¦pticos que no logran escapar del pasado.
Principio de legalidad: el respeto a las normas establecidas posibilita la racionalidad de la conducta, al conocerse de antemano los cauces de lo que puede ocurrir, as¨ª como el haz de las respuestas autorizadas. En un partido premoderno el eje b¨¢sico lo constituye la voluntad del caudillo, y la norma escrita, cuando existe, s¨®lo sirve para reforzarla, lo que comporta la irracionalidad de lo arbitrario y el riesgo de lo imprevisto. Pero no basta con la existencia de unos estatutos que se cumplan, es preciso adem¨¢s que regulen el acceso y reparto del poder entre todos los participantes, principio de la, divisi¨®n de poderes que determina el car¨¢cter democr¨¢tico de los Estados y de los partidos. Mientras que los partidos premodernos centran todos los poderes en una sola persona, los partidos modernos se caracterizan por una divisi¨®n del poder entre distintos ¨®rganos con competencias espec¨ªficas. En el primer tipo, a la sociedad no llega m¨¢s que la luz que despide el caudillo con los gritos de adhesi¨®n de sus secuaces; en el segundo, la imagen que transmite un partido pol¨ªtico es la de un equipo de personas, equiparables entre s¨ª, que pueden cambiar y de hecho cambian posiciones.
En Espa?a cuenta con mala prensa el principio de la divisi¨®n de poderes en el interior de los partidos, hasta el punto que se suele caricaturizar con la cr¨ªtica de los llamados barones; ahora bien, la derrota de este principio en la organizaci¨®n de los partidos conlleva el que cada vez se cuestione m¨¢s el mismo principio en el Estado. El caudillismo, como forma de organizaci¨®n de los partidos, no resulta congruente con el principio de la divisi¨®n de los poderes en el Estado. El principio de legalidad m¨¢s el principio de la divisi¨®n de poderes constituyen el contenido constitucional que determina que la organizaci¨®n interna y funcionamiento de los partidos deber¨¢n ser democr¨¢ticos.
Del principio de divisi¨®n de poderes se deriva un tercero que impregna toda forma de convivencia democr¨¢tica: el principio de negociaci¨®n. En un partido moderno nadie cuenta, de hecho ni de derecho, con el poder suficiente para imponer su voluntad; de ah¨ª que no quepa avanzar m¨¢s que por la v¨ªa de la negociaci¨®n, que supone en todos los participantes la disponibilidad de proponer y de aceptar compromisos. El signo definitorio de la estructura democr¨¢tica de un partido es que se negocie en su interior entre los ¨®rganos y personas que se reparten el poder. La se?al inequ¨ªvoca de que estamos ante una estructura caudillista es que el l¨ªder no se rebaje nunca a negociar con nadie de su clientela: exige una adhesi¨®n incondicional, a la que vincula recompensas, as¨ª como castiga de inmediato a aquel que se atreva a defender una opini¨®n o a impulsar una pol¨ªtica que no cuente con su aprobaci¨®n expresa.
No es f¨¢cil, y probablemente tampoco aconsejable, comprimir la crisis de UCD y del PNV, ocurridas disfrutando del poder, aunque a la baja en la consideraci¨®n del electorado, o del PCE y de AP, al alejarse demasiado de las expectativas que levantaron, a un modelo ¨²nico de explicaci¨®n. Cada caso muestra rasgos espec¨ªficos que exigen una interpretaci¨®n particular. Con todo, el contexto en el que se produce esta crisis permanente de los partidos espa?oles, cuya gravedad para el sistema democr¨¢tico no cabe exagerar, es el mismo: el predominio de comportamientos premodernos, tanto en el interior de los partidos como en sus relaciones con la sociedad.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.