Querer y no poder
Marco Bellocchio es aficionado a meterse en asuntos que le vienen grandes. Un ejemplo en bandeja, para quien quiera verlo, est¨¢ en la primera secuencia de El diablo en el cuerpo. El arranque del filme quiere ser una de esas escenas llamadas de choque que definen de un solo golpe el ¨¢mbito dram¨¢tico o po¨¦tico del filme e imponen a la mirada del espectador las reglas a que ha de atenerse en su seguimiento de las relaciones entre los personajes.La escena inicial de El diablo en el cuerpo est¨¢ bien dise?ada sobre el papel: una mujer, encaramada en un tejado, ofrece s¨ªntomas de perturbaci¨®n ps¨ªquica, de que se encuentra en el umbral del suicidio. A un lado y a otro del tejado, los dos futuros protagonistas del filme observan la inminente tragedia y en un instante fugaz cruzan sus miradas a trav¨¦s del horror de su confluencia sobre la mujer suicida. He ah¨ª el eje te¨®rico de la secuencia: esa mirada, que pretende a todas luces decir que algo, demarcado por la irradiaci¨®n de la imagen de la mujer suicida, va a ocurrir entre quienes se miran, algo angosto y terrible como esa m¨¦dium, que conduce a sus contempladores a una situaci¨®n l¨ªmitrofe con las pesadillas.
El diablo en el cuerpo
Director: Marco Bellocchio. Gui¨®n: Marco Bellocchio y Enrico Palandri, seg¨²n la novela de Raymond Radiguet. Fotografia: Gluseppe Lanci. M¨²sica: Carlo Crivelli. Italia, 1986. Int¨¦rpretes: Maruschka Detrners, Federico Pitzalis, Anita Lauirenci, Ricardo de Torrebruna, Alberto di Stasio. Estreno: cine Alphaville, Madrid.
La escena, en teor¨ªa, es perfecta. Pero, en cine, de la teor¨ªa a la pr¨¢ctica hay un abismo. Entra en juego la c¨¢mara de Bellocchio, y la poderosa invenci¨®n dram¨¢tica queda literalmente aplastada por mediocres, chatas y endebles im¨¢genes de tercera clase, de tal manera que su materializacion es ostentosamente inferior a su ideaci¨®n. Una vez m¨¢s, el cineasta Bellocchio se muestra muy inferior al ide¨®logo Bellocchio, y el fabulador, muy por debajo del analista. Ni el tiempo ni el espacio definido por los encuadres ni el contenido -y menos a¨²n el ritmo interior- de esos encuadres alcanza a dar pr¨¢cticamente ni la cent¨¦sima parte de lo que la c¨¢mara busca te¨®ricamente. A esto hay quien lo llama con elogio desdramatizaci¨®n, cuando hay para radiografiarlo una palabra m¨¢s antigua y mucho m¨¢s veraz: incapacidad.
Las manos limpias
Todo el filme es un alarde de pura y simple incapacidad, de un esforzado quiero y no puedo, adem¨¢s de un batiburrillo entre petulantes intenciones, perfectamente visibles, y espor¨¢dicos logros, casi invisibles de puro an¨¦micos, todos ellos en ayunas de esa indefinible energ¨ªa moral que estalla en el interior de una imagen cinematogr¨¢fica genuina, cuando la ecuaci¨®n entre su continente y su contenido, entre el espacio sobre el que juega y la cadencia sobre la que se mueve, entre el chorro de signos que emana del actor y el recipiente ¨®ptico que los formaliza, conduce a los dominios de la extra?eza, al misterio de la representaci¨®n, y no -como es el caso de El diablo en el cuerpo- a esa negaci¨®n de la extra?eza y del misterio que es la enunciaci¨®n meramente conceptual, no incardinada en actos, en sucesos, en conductas, en relaciones rec¨ªprocas entre materias visuales.La novela de Raymond Radiguet, que es una joya de buena malicia y que derrocha al mismo tiempo candor y ma?a para el uso corrosivo de lo indirecto, es degradada por Bellocchio a un vulgar y esquem¨¢tico soporte argumental para un tosco, en ocasiones casi penoso, ejercicio de explicitud, es decir, de falta de sentido de lo indirecto. Pero con un agravante: que Marco Bellocchio, queri¨¦ndonos ofrecer en su versi¨®n de El diablo en el cuerpo la ilusi¨®n de que juega con el riesgo del barro humano, atesta la pantalla de gui?os ideol¨®gicos higi¨¦nicos, sin otro destino que el de hacerle a ¨¦l salir del asunto con las manos limpias. No se sumerge en la dureza del infierno ¨ªntimo -el deslizante descubrimiento del amor en el tejado de la locura- que pretende contarnos, porque no lo cuenta, sino que finge con cuquer¨ªa contarlo. Y la joya de la novela se convierte en un diamante tallado por las manos de un bisutero. Un experto en costurones de esparto no se puede meter impunemente a bordar sedas.
La adaptaci¨®n de El diablo en el cuerpo, que hace d¨¦cadas realiz¨® el franc¨¦s Autant-Lara, no era ni mucho menos perfecta, pero contaba con un deslumbrante juego interpretativo del entonces muy joven Gerard Phlippe, al que el actor Federico Pitzakis no consigue otra cosa que elevar por contraste. Para remediar el entuerto de ¨¦ste y los dem¨¢s actores, la parte m¨¢s convincente del pretencioso y frustrado filme se la lleva la presencia de la actriz Maruschka Detmers, mujer muy bella y, aunque limitada a dos o tres intensos gestos que prodiga con exceso -y de esa falta de medida es responsable su director-, una m¨¢s que aceptable actriz, que sabe mirar a la c¨¢mara, sostener un primer plano y dar verdad a la mentira que protagoniza.
Babelia
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