El crujido de la luz
En el principio fue la nieve. Si yo ahora cerrara mis ojos y al cerrarlos pretendiera hacer una recapitulaci¨®n de palabras, sue?os y vivencias, surgir¨ªa un solo s¨ªmbolo, un solo recuerdo: el de la nieve. La nieve de uno de aquellos inviernos leoneses que ya no se han vuelto a repetir. Leopardi, parafraseando a Castiglione, dice en sus Pensamientos que es rotundamente falsa esa sensaci¨®n que los humanos tenemos de que los inviernos de hoy no son como los de anta?o, que este tipo de lamentaciones son t¨®picas y anacr¨®nicas; responden, seg¨²n ¨¦l, al paso de los a?os, que nos hace posponer, enga?osamente, el presente al pasado.Yo creo, por el contrario, que los inviernos de hoy ya no son los de un tiempo, y no s¨®lo por ese hecho, cient¨ªficamente. probado, de que cada d¨ªa la atm¨®sfera se recalienta m¨¢s. S¨¦ bien, por ejemplo, que aquel invierno de mediados de los a?os cincuenta fue diferente. Cay¨® mucha nieve y los colmillos del hielo colgaban de cada teja en los aleros. Luego, al final de las vacaciones, volv¨ªa a lucir el sol y llegaban las heladas. Los ramajes reverberaban, si hab¨ªa luna, y la nieve ya ca¨ªda se helaba. Nevadas de medio metro, car¨¢mbanos, la helada endureciendo el suelo, por el que no se pod¨ªa caminar... Es obvio que eran otros inviernos.
Cierro los ojos otra vez, hago un nuevo esfuerzo m¨¢s vigoroso y con la nieve surgen otras im¨¢genes. Eran los d¨ªas de Navidad. Mi padre hab¨ªa quitado con una pala la nieve acumulada contra la puerta de casa y yo pude asomarme a la calle. Menudeaban todav¨ªa los copos, y al margen de la sorpresa de la nieve, la mirada infantil no pod¨ªa distraerse con nada. S¨®lo hab¨ªa en el aire difuso y lechoso de la ma?ana un crujido inconfundible: el de unas botas que hollaban la nieve tierna y nueva.
Uno de los m¨¦dicos de la ciudad -?diremos tambi¨¦n que los m¨¦dicos de hoy ya no son como los de entonces?- se aventuraba, impert¨¦rrito, por aquel desierto helador en busca de la casa de un enfermo. Cruj¨ªan sus pasos como si pisaran la luz, como si al pisar la nieve tambi¨¦n hollaran la luz.
Pero hay en el recuerdo de aquellos d¨ªas una imagen no s¨¦ si tan clara como la de la nieve, pero s¨ª tan intensa: la de un libro. Hab¨ªa llegado el d¨ªa de los Reyes Magos. Creo, sin embargo, que ya me encontraba en ese l¨ªmite de la edad -entre los ocho y los nueve a?os- en el que la ilusi¨®n de esta festividad se borra repentinamente, casi con violencia. El sue?o de los Magos que reparten dones se acababa rompiendo, inevitablemente, como un espejo, en mil pedazos. A partir de entonces los sue?os a¨²n perduraban, pero rotos como los fragmentos del espejo, reververando como los reflejos lunares. Un compa?ero de escuela o el descubrimiento en lo m¨¢s profundo del armario de los regalos acababan arramblando con la preciada ilusi¨®n.
Es, pues, probable que ese a?o nevado que recuerdo sea el del desencanto. Pero el hecho de que entre los regalos hubiera un libro, uno de esos libros -necesario es precisarlo- con m¨¢s letra que ilustraciones, denotaba ya que los juegos f¨¢ciles hab¨ªan dejado paso a la reflexi¨®n; el sue?o, al ensue?o. Ha transcurrido mucho tiempo y tantos libros le¨ªdos han devorado aquel primer volumen que me regalaron. Me refiero a que no recuerdo su t¨ªtulo y a que el contenido de sus relatos me resulta impreciso. ?Se trataba quiz¨¢ de una edici¨®n infantil de Las mil y una noches? El recuerdo de algunas de las ilustraciones a plumilla me hace pensar ahora que de historias orientales trataba. Pero ya he dicho que lo que cuenta no es el t¨ªtulo, ni incluso el contenido, sino la impresi¨®n imborrable del regalo, la sensaci¨®n de intensidad. El libro era algo m¨¢s que un objeto; el libro era un microcosmos, un pozo al que su autor hab¨ªa arrojado ilusiones sin fin. Las tapas era r¨²sticas y el papel muy ¨¢spero, pero ?qu¨¦ misterio era el que ¨¦stas comunicaban?
La placentera experiencia volvi¨® luego, en cierta medida, con cada lectura imborrable, especial, pero aquella sensaci¨®n de intensidad -el encuentro con un mundo nuevo que se revelaba en arte- ya no se ha vuelto a repetir. Quiz¨¢ explique esta especial¨ªsima sensaci¨®n una circunstancia harto probada: el libro me lleg¨® en unos momentos muy concretos, en esa edad clave en la que el ni?o aprende a descubrir y a amar las lecturas. Son unos a?os delicados y decisivos. Se trata de quebrar el goce f¨¢cil que produc¨ªan el color y las im¨¢genes para pasar a desentra?ar la letra; se trata de que las ilustraciones dejen de so?ar por nosotros para que sea el lector el que sue?e libremente a trav¨¦s del doble filtro de la reflexi¨®n y de sus sentimientos. No me detendr¨¦ aqu¨ª en un tema que ofrece sobrada materia para todo un art¨ªculo: el de la peligrosa influencia sobre adolescentes y ni?os de una educaci¨®n excesivamente visual. Simplemente subrayar¨¦ la importancia de esa edad cr¨ªtica en la que si el ni?o no supera el tebeo, el comic o el v¨ªdeo, no se desarrollar¨¢ en ¨¦l un verdadero lector.
La nieve, el primer libro... Cierro los ojos y los recuerdos se agolpan. Una imagen tira de la otra. Brota de nuevo un libro en aquellos a?os, pero ahora la atm¨®sfera no es de invierno, sino de est¨ªo. Hay muchos gorriones en las acacias de la plaza, y los balcones de la Biblioteca Municipal est¨¢n abiertos a un atardecer cruzado por los vencejos. He cumplido, sin ninguna duda, los 10 a?os de edad. La prueba de ello es que ya puedo llevar libros a casa. He tardado en elegir, pero al fin me he decidido por uno de ellos. El recuerdo de aquel libro -tambi¨¦n con mucho m¨¢s texto que ilustraciones- me resulta igualmente intenso, pero siento a la vez un ligero sinsabor, o un sabor agridulce.
?Qu¨¦ acab¨® sucediendo con el primer libro que me prestaron en una biblioteca? Lo extravi¨¦, nunca volv¨ª a saber nada de ¨¦l. Desde entonces he hecho ¨ªmprobos esfuerzos para recordar por qu¨¦ motivo o de qu¨¦ manera lo perd¨ª, pero en esto la memoria resulta inextricable; no hay forma de que recuerde las circunstancias que provocaron aquel descuido. No tard¨® en llegar a casa una carta del bibliotecario. Para ella no hubo moment¨¢neamente respuesta. Me imagino las enfebrecidas b¨²squedas de aquellos d¨ªas bajo las imprecaciones paternas. No tard¨® en llegar una nueva carta de la biblioteca, con la multa correspondiente, que ascend¨ªa a 25 pesetas, el precio del libro no devuelto.
Hoy aquel hecho me parece significativo. Puso a prueba el nacimiento -en esa edad cr¨ªtica- de un nuevo lector. A la multa siguieron, durante semanas y meses, los reiterados avisos y prevenciones de mi padre. Si hab¨ªa extraviado el primer libro prestado, ?c¨®mo pod¨ªan fiarse de m¨ª? Afortunadamente, no se produjo ning¨²n tipo de trauma. Se sucedieron las visitas a la biblioteca al anochecer; siguieron los pr¨¦stamos y no hubo nuevas p¨¦rdidas. El incipiente lector pod¨ªa haberse quedado bloqueado -tras su primera y p¨¦sima experiencia- por las ilustraciones y los cuentos, pero en ¨¦l ya hab¨ªa echado ra¨ªces aquella otra experiencia imborrable del libro regalado en una ma?ana de Reyes.
En los d¨ªas en que escribo estas p¨¢ginas releo a un poeta que me es muy querido, Yorgos Seferis. Entre sus densos y transparentes versos he espigado uno que dice: "el recuerdo duele dondequiera que uno lo toque". Como a Leopardi, hoy tampoco le dar¨¦ la raz¨®n a Seferis. Este invierno ya no es como los de entonces, y el recuerdo no duele. Cierro los ojos y de la memoria brota una experiencia imborrable, una lectura con sabor a nieve reci¨¦n ca¨ªda, una sensaci¨®n como la que produce el crujido de la luz.
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