'Dirty realism'
Dirty realism (realismo sucio) es el nombre con el que la cr¨ªtica de habla inglesa ha acabado bautizando el nuevo estilo literario impuesto en su pa¨ªs por la ¨²ltima generaci¨®n de escritores norteamericanos. El nueva estilo, que recibiera con anterioridad apelativos tan notables como hiperminimalismo, ficci¨®n televisiva o narrativa de la escoria blanca, debe gran parte de su ¨¦xito a su capacidad para enterrar sus ra¨ªces m¨¢s profundas en el coraz¨®n mismo de una sociedad atravesada, desde hace ya bastantes a?os, por la desilusi¨®n del consumismo y por la desesperanza que en ella provocara la muerte del gran sue?o americano. Las novelas de es tos j¨®venes y sucios realistas son relatos desnudos, escuetos, descarnados, paisajes espectrales y mec¨¢nicos habitados por personas solitarias, por gentes sin pasado ni futuro cuya vida se reduce ¨²nicamente a sobrevivir del mejor modo posible en una sociedad que les condena de antemano a la incomunicaci¨®n y al anonimato, y en un mundo del que todo idealismo ya ha sido desterrado. Con el puntual retraso de 10 a?os que, en el mejor de los casos, nos separa, el realismo sucio est¨¢ llegando a Espa?a. De momento, a trav¨¦s a ente de traducciones literarias de autores como Carver, Wolff o Bobbie Ann Mason que, muy pronto, a no dudarlo, tendr¨¢n su conveniente r¨¦plica en una nueva generaci¨®n de escritores espa?oles, quiz¨¢ in¨¦dita hasta hoy, pero que tiene a su favor nuestra tradicional y provinciana propensi¨®n a repetir con entusiasmo deslumbrante cualquier moda for¨¢nea y, sobre todo -y es quiz¨¢ lo m¨¢s notable-, las condiciones sociales objetivas que propiciaron en su d¨ªa el nacimiento del realismo sucio al otro lado del Atl¨¢ntico.
Basta echar una r¨¢pida ojeada al panorama nacional para entender que, en efecto, ello es as¨ª. M¨¢s all¨¢ de la autosatisfacci¨®n arrebatada de quienes nos gobiernan -y de quienes a su sombra se cobijan m¨¢s all¨¢ del narcisismo posmoderno y de los fuegos pirot¨¦cnicos de la cultura light, la Espa?a real est¨¢ viviendo actualmente la depresi¨®n existencial que, de manera inevitable, sucede siempre a todo sue?o colectivo. Cierto que nuestro sue?o no fue precisamente el sue?o americano, y que nuestros 10 o 20 ¨²ltimos a?os no han sido en modo alguno todo lo reconfortantes que debieran. Pero no es menos cierto tambi¨¦n que nuestras ciudades est¨¢n llenas, como en los relatos de Carver o Jayne Phillips, de gentes que no tienen grandes casas ni grandes autom¨®viles, que trabajan en turnos de noche o en jornadas partidas, que se emborrachan en sus casas frente al televisor, que viven las miserias de la cotid¨ªanidad y del consumo r¨¢pido, que van de un sitio a otro sin saber muy bien por qu¨¦ y que, en definitiva, no esperan nada nuevo del futuro, sino sobrevivir. No se llaman Linda o Mac, ni habitan los suburbios de Chicago o Nueva York, pero conocen, como ellos, el v¨¦rtigo del tiempo y sufren igualmente la sociedad de la ciudad y la precariedad irreversible de cualquier contacto humano.
Muchos de ellos vivieron la euforia de los a?os sesenta, conocieron el sexo y la libertad en oscuras buhardillas y en carreteras que no llevaban a ninguna parte, creyeron en los h¨¦roes y se creyeron unos h¨¦roes ellos mismos y, ahora, al cabo de los a?os, arrastran sus an¨®nimas existencias por los mismos despachos que tanto detestaron o sobreviven en los m¨¢rgenes del socialismo sucio en que aquel sue?o dorado se ha deshecho. Otros, quiz¨¢ sus mismos hijos, llegaron ya lo suficientemente tarde como para aprender en piel ajena lo s¨®rdido y lo absurdo de cualquier suerte de idealismo. Son los j¨®venes hijos del desencanto, los squatters, los punkies, los heavies, los hijos del abismo y la desolaci¨®n. Es la generaci¨®n de los setenta que ya ha crecido. Detestan la pol¨ªtica y la literatura, ignoran el pasado y la melancol¨ªa, desprecian a sus padres tanto como a s¨ª mismos y, como aprendieron a ver el mundo en la televisi¨®n, saben ya desde siempre que no deben de esperar grandes cosas del futuro.
Todos tienen en com¨²n el mismo escepticismo, la misma propensi¨®n a la pasividad. Viven en casas medias de ciudades medias, se mueven entre el paro y la econom¨ªa sumergida, van de un trabajo a otro sin demasiado, entusiasmo, se saben condenados a la mediocridad. Son individualistas, esc¨¦pticosi incr¨¦dulos, demasiado indefensos para poder ser c¨ªnicos, pero lo bastante fuertes como para habitar el centro de la desilusi¨®n. Hace ya mucho tiempo que dejaron de creer en la pol¨ªtica, pero tampoco intentan cambiar nada por s¨ª mismos. Aspiran simplemente a la supervivencia y emplean en la lucha el menor ardor posible.
Ocupan -y lo saben- esa parte del iceberg que queda bajo el agua. La de mayor volumen. La reservada a los suicidas y a los n¨¢ufragos. Sobre la superficie, mientras tanto, los triunfadores del momento nadan en la abvindancia y acaparan la atenci¨®n de los diarios y las c¨¢maras. Viven tan satisfechos de su suerte que piensan que su ¨¦xito ha de ser necesariamente compartido por el com¨²n de sus conciudadanos. Caminan por el mundo, tan convencidos de estar todos viviendo tal fortuna que quien disiente de ello es simplemente un resentido o un miserable. Con el pa¨ªs entero convertido en un espejo de s¨ª mismos, en una gran pantalla en la que s¨®lo se proyecta la felicidad omnipresente de sus caras, se niegan a creer que todav¨ªa exista alguien incapaz de comprender el inmenso privilegio que supone, vivir hoy en Espa?a.
Pero los hay. Y cada d¨ªa m¨¢s. Y cada vez m¨¢s solos y desesperanzados. Durante a?os han vivido resignados a su condici¨®n de n¨¢ufragos e, incluso, han desde?ado con orgullo las sobras de un banquete para el que no habian sido invitados. Pero la superrvivencia es dif¨ªcil bajo el agua y, a veces, el escepticismo se convierte en impotencia y la pasividad estalla. Es entonces cuando las aguas de la felicidad se encrespan, cuando la r¨ªgida estructura del iceberg se rompe, y cuando, entre la sorpresa y la zozobra de quienes se encontraban instalados en lo alto, la sucia realidad hasta entonces sumergida sale a la superficie con toda su violencia y su desesperaci¨®n.
Fue lo que ocurri¨® en Estados Unidos y en Europa hace 10 o 15 a?os, y es lo que est¨¢ ocurriendo ahora en Espa?a. Nos distingue, de momento, la falta de esos sucios narradores que nos cuenten en novelas descarnadas lo que ocurre bajo el agua. Pero, a la espera de que surjan, un autor colectivo y an¨®nimo est¨¢ escribiendo ya los primeros relatos de nuestro dirty realism particular en las calles y barrios de las grandes ciudades, en las minas del Norte, en las barricadas de Puerto Real y Reinosa, en los tejados desahuciados de Ria?o.
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