"Ganaron la guerra la democracia y la monarqu¨ªa constitucional"
Hace 50 a?os, el 4 de julio de 1937, en esta ciudad de Valencia -para la que parece haber sido escrita la l¨ªnea de Apollinaire: "bello fruto de la luz"- inici¨® sus trabajos el II Congreso Internacional de Escritores Antifascistas. La guerra civil que desgarraba los campos y las ciudades de Espa?a se hab¨ªa convertido en guerra mundial de las conciencias. En el congreso que hoy recordamos participaron escritores venidos de los cuatro puntos cardinales. Muchos eran notables, algunos verdaderamente grandes; dos fueron mis maestros en el arte de la poes¨ªa; otros fueron mis amigos, y todos, en esos d¨ªas encendidos, mis camaradas, Compart¨ª con ellos esperanzas y convicciones, enga?os y quimeras. Est¨¢bamos unidos por el sentimiento de la justicia ultrajada 31 la adhesi¨®n a los oprimidos. Fraternidad -de la indignaci¨®n pero tambi¨¦n fraternidad de los enamorados de la violencia. La mayor¨ªa ha muerto. Al evocarlos, trazo el gesto que aparece en las estatuas de Harp¨®crates, en el que los antiguos ve¨ªan el signo del silencio. Callar ante sus nombres no es olvido sino recogimiento: momento de concentraci¨®n interior durante el cual, sin palabras, conversamos con los desaparecidos y comulgamos con su memoria.Examen de conciencia
Casi todos los sobrevivientes, dispersos en el mundo, a veces separados por ideas diferentes, hemos acudido al llamado que nos ha hecho el grupo de escritores espa?oles que ha organizado este congreso. No se nos ha invitado a una celebraci¨®n; este acto perder¨ªa su sentido m¨¢s vivo y hondo si no logramos que sea tambi¨¦n un acto de reflexi¨®n y un examen de conciencia. La fecha que nos convoca es, simult¨¢neamente, luminosa y sombr¨ªa. Esos d¨ªas del verano de 1937 dibujan en nuestras memorias una sucesi¨®n de figuras intensas, apasionadas y contradictorias, afirmaciones que se convierten en negaciones, hero¨ªsmo y crueldad, lucidez y obcecaci¨®n, lealtad y perfidia, ansia de libertad y culto a un d¨¦spota, independencia de esp¨ªritu y clericalismo, todo resuelto en una interrogaci¨®n. Ser¨ªa presuntuoso pensar que podemos responder a esa pregunta. Es la misma que se hacen los hombres desde el comienzo de la historia, sin que nunca nadie haya podido contestarla del todo. Sin embargo, tenemos el deber de formularla con claridad y tratar de contestarla con valent¨ªa. No buscamos una respuesta total, definitiva: buscamos luces, vislumbres, indicios, sugerencias. Queremos comprender, y para comprender se requiere intrepidez y claridad de esp¨ªritu. Adem¨¢s, y esencialmente: piedad e iron¨ªa. Son las formas gemelas y supremas de la comprensi¨®n. La sonrisa no aprueba ni condena: simpatiza, participa; la piedad no es l¨¢stima ni conmiseraci¨®n: es fraternidad.
La pregunta a que nos enfrentamos puede formularse de varias maneras. Una de ellas es la siguiente: ?conmemoramos una victoria o una derrota? En otros t¨¦rminos, ?qui¨¦n gan¨® realmente la guerra? No es f¨¢cil que la respuesta que demos, cualquiera que sea, conquiste el asentimiento general. Sin embargo, algo podemos y debemos decir. En primer lugar: no ganaron la guerra los agentes activos externos, es decir, Hitler, Mussolini, Stalin. Tampoco los pasivos: las democracias de Occidente que abandonaron a la Rep¨²blica espa?ola y as¨ª precipitaron la II Guerra y su propia p¨¦rdida. ?Ganaron la guerra Franco y sus partidarios? Aunque triunfaron en los campos de batalla, conquistaron el poder y rigieron a Espa?a durante muchos a?os, su victoria se ha transformado en derrota. La Espa?a de hoy no se reconoce en la que intentaron edificar Franco y sus partidarios; incluso puede decirse que es su negaci¨®n. El Frente Popular, por su parte, no s¨®lo perdi¨® la guerra sino que muchas de sus ideas, concepciones y proyectos tienen hoy poca vigencia hist¨®rica. Entonces, ?nadie gan¨®? La respuesta es sorprendente: los verdaderos vencedores fueron otros. En 1937 dos instituciones parec¨ªan heridas de muerte, aniquiladas primero por la violencia ideol¨®gica de unos y otros, despu¨¦s por la fuerza bruta; las dos resucitaron y son hoy el fundamento de la vida pol¨ªtica y social de los pueblos de Espa?a. Me refiero a la democracia y a la monarqu¨ªa constitucional.
?Qui¨¦nes entre nosotros, los escritores que nos reunimos en Valencia hace medio siglo, habr¨ªan podido adivinar cu¨¢l ser¨ªa el r¨¦gimen constitucional de Espa?a en 1987 y cu¨¢l ser¨ªa su Gobierno? No debe extra?arnos esta ceguera: el porvenir es impenetrable para los hombres. Pero en todas las ¨¦pocas hay unos cuantos clarividentes. Despu¨¦s de la II Guerra Mundial viv¨ª en Par¨ªs por una larga temporada. En 1946 conoc¨ª al l¨ªder socialista espa?ol Indalecio Prieto. Aunque lo hab¨ªa o¨ªdo vanas veces en Espa?a y en M¨¦xico, s¨®lo hasta entonces tuve ocasi¨®n de hablar con ¨¦l, a solas, en dos ocasiones. Prieto estaba en Par¨ªs, como muchos otros dirigentes desterrados, en espera de un cambio en la pol¨ªtica internacional de las potencias democr¨¢ticas que favoreciese a su causa. Yo trabajaba en la Embajada de M¨¦xico. Se me ocurri¨® que esa extraordinaria concentraci¨®n de personalidades, pertenecientes a los distintos partidos pol¨ªticos enemigos de Franco, era propicia para tener una idea m¨¢s clara de los proyectos d¨¦ la oposici¨®n y de las distintas fuerzas que, en su interior, buscaban la supremac¨ªa. Convers¨¦ con varios dirigentes pero en sus palabras -cautas o apasionadas, inteligentes o ret¨®ricas no encontr¨¦ nada nuevo: sus ideas y posiciones eran las que todos. conoc¨ªamos. No as¨ª Prieto. Durante dos horas -era prolijo y le gustaba remachar sus ideas- me expuso sus puntos de vista: el ¨²nico r¨¦gimen viable y civilizado para Espa?a era una monarqu¨ªa constitucional con un primer ministro socialista. Las otras soluciones desembocaban, unas, en el caos civil, y otras en la prolongaci¨®n de la dictadura reaccionaria. Su soluci¨®n, en cambio, no s¨®lo aseguraba el tr¨¢nsito hacia un r¨¦gimen democr¨¢tico estable sino que: abr¨ªa las puertas a la reconciliaci¨®n nacional.
Anteojeras ideol¨®gicas
En aquellos a?os la "democracia formal", como se dec¨ªa entonces, me parec¨ªa una trampa; en cuanto a la. monarqu¨ªa: era una reliquia o una excentricidad brit¨¢nica. Las palabras de Prieto me abrieron los ojos y vislumbr¨¦ realidades que: me hab¨ªan ocultado las anteojeras ideol¨®gicas. Hice un resumen de mi conversaci¨®n con el l¨ªder socialista, agregu¨¦ una imprudente sugerencia personal: tal vez el Gobierno de M¨¦xico deber¨ªa orientar su pol¨ªtica espa?ola en la direcci¨®n apuntada por Prieto, y present¨¦ mi escrito a uno de mis superiores. Era un hombre inteligente aunque demasiado seguro (le sus opiniones. Ley¨® mis p¨¢ginas entre asombrado y divertido. Tras un momento de silencio me las devolvi¨® murmurando: .curioso pero superfluo ejercicio literario".
La historia es un teatro fant¨¢stico: las derrotas se vuelven victorias; las victorias, derrotas; los fantasmas ganan batallas, los decretos del fil¨®sofo coronado son m¨¢s desp¨®ticos y crueles que los caprichos del pr¨ªncipe disoluto.
En el caso de la guerra civil espa?ola, la victoria de nuestros enemigos se volvi¨® ceniza, pero muchas de nuestras ideas y proyectos se convirtieron en humo. Nuestra visi¨®n de la historia universal, quiero decir: la idea de una revoluci¨®n de los oprimidos destinada a instaurar un r¨¦gimen mundial de concordia entre los pueblos y de libertad e igualdad entre los hombres, fue quebrantada gravemente. La idea revolucionaria ha sufrido golpes mortales; los m¨¢s duros y devastadores no han sido los de sus adversarios sino los de los revolucionarios mismos: all¨ª donde han conquistado el poder han amordazado a los pueblos. No me extender¨¦ sobre este tema: se ha convertido en un t¨®pico de predicadores, evangelistas y nigromantes. En cambio, s¨ª deseo subrayar que el predicamento del congreso de 1937 no es esencialmente distinto al nuestro. Sobre esto vale la pena detenerse un momento.
Hoy como ayer, las circunstancias son cambiantes; las ideas, relativas; impura la realidad. Pero no podemos cerrar los ojos ante lo que ocurre: la amenaza de la llamarada at¨®mica, las devastaciones del ¨¢mbito natural, el galope suicida de la demograf¨ªa, las convulsiones de los pueblos empobrecidos de la periferia del mundo industrial, la guerra trashumante en los cinco continentes, las resurrecciones aqu¨ª y all¨¢ del despotismo, la proliferaci¨®n de la violencia de los de arriba y los de abajo... Adem¨¢s, los estragos en las almas, la sequ¨ªa de las fuentes de la solidaridad, la degradaci¨®n del erotismo, la esterilidad de la imaginaci¨®n. Nuestras conciencias son tambi¨¦n el teatro de los conflictos y desastres de este fin de siglo. La realidad que vemos no est¨¢ afuera sino adentro: estamos en ella y ella est¨¢ en nosotros. Somos ella. Por eso no es posible deso¨ªr su llamado, y por esto la historia no es s¨®lo el dominio de la contingencia y el accidente: es el lugar de la prueba. Es la piedra de toque.
La historia no es otra cosa que nuestro diario vivir con, frente y entre nuestros semejantes. Vivir con nosotros mismos es convivir con los otros. Los poderes desp¨®ticos mutilan nuestro ser cada vez que suprimen nuestra dimensi¨®n pol¨ªtica. No somos plenamente sino en los otros y con los otros: en la historia. Al mismo tiempo, vivir nada m¨¢s en y para la historia no es vivir realmente. Aparte de nuestra vida ¨ªntima -que es intransferible y, me atrevo a decir, sagrada-, para que la historia se cumpla debe desplegarse en un dominio m¨¢s all¨¢ de ella misma. La historia es sed de totalidad, hambre de m¨¢s all¨¢. Llamad como quer¨¢is a ese m¨¢s all¨¢: la historia acepta todos los'nombres pero no retiene ninguno. ?sta es su paradoja mayor: sus absolutos son cambiantes, sus eternidades duran un parpadeo. No importa: sin ese m¨¢s all¨¢, el instante no es instante ni la historia es historia. Desde el principio vivimos en dos ¨®rdenes paralelos y separados por un precipicio: el aqu¨ª y el all¨¢, la contingencia y la necesidad. O, como dec¨ªan los escol¨¢sticos: el accidente y la sustancia.
En el pasado los dos ¨®rdenes ,estaban en perpetua comunicaci¨®n. Las decisiones que ped¨ªa el ahora relativo se inspiraban en los principios y los preceptos de un m¨¢s all¨¢ invulnerable a la erosi¨®n de la historia. El r¨ªo del tiempo reflejaba la escritura del cielo. Una escritura de signos eternos, legibles para todos a pesair de la turbulencia de la corriente. La edad moderna someti¨® los signos a una operaci¨®n radical. Los signos se desangraron y el sentido se dispers¨®: dej¨® de ser uno y se volvi¨® plural. Ambig¨²edad, ambivalencia, multiplicidad de sentidos, todos v¨¢lidos y contradictorios, todos temporales. El hombre descubri¨® que la eternidad era la m¨¢scara de la nada. Pero el descr¨¦dito del m¨¢s all¨¢ no anul¨® su necesidad. El hueco fue ocupado por otros suced¨¢neos y cada nuevo sistema se convirti¨®, transitoriamente, en un principio suficiente, un fandamento. Las doctrinas m¨¢s dis¨ªmbolas -incluso aquellas que expl¨ªcitamente declararon ser no una filosof¨ªa sino un m¨¦todo- inspiraron y justificaron toda suerte de actos y decisiones temporales como si fuesen verdades intemporales.
Los dos ¨®rdenes subsisten, aunque uno de ellos, el principio rector, peri¨®dicamente sea destronado por un principio rivalLos puentes entre los dos ¨®rdenes se han vuelto apenas transitables; no s¨®lo son demasiado fr¨¢giles sino que con frecuencia se derrumban. Ante la situaci¨®n contempor¨¢nea podr¨ªamos exclamar como Baudelaire en R¨ºve Parisien: "?Terrible novedad!". ?l lo dijo ante un paisaje geom¨¦trico en el que se hab¨ªan desvanecido todas las formas vivas, incluso las del "vegetal irregular", n¨²entras que para nosotros la novedad es terrible porque el paisaje hist¨®rico, el teatro de nuestros actos y pensamientos, se desmorona continuamente: no tiene fondo, no tiene fundamento. Estamos condenados a saltar de un orden a otro, y ese salto es siempre mortal. Estamos condenados a equivocarnos. Quisimos ser los hermanos de las v¨ªctimas y nos descubrimos c¨®mplices de los verdugos, nuestras victorias se volvieron derrotas y nuestra gran derrota quiz¨¢ es la semilla de una victoria que no ver¨¢n nuestros ojos. Nuestra condenaci¨®n es la marca de la modernidad. Y m¨¢s: es el estigma del inte-
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doble sentido de la palabra: marca de santidad y marca de infamia.
Mientras reflexionaba sobre este enigma, que habr¨ªa apasionado a Calder¨®n y a Tirso de Molina, pues no es otro que el misterio de la libertad, record¨¦ las p¨¢ginas indignadas que dedica Schopenhauer a Dante y al canto XXXIII del infierno. Es el canto que describe el Cocito, el c¨ªrculo noveno, donde penan los traidores. Es la parte m¨¢s profunda del Averno, la regi¨®n del hielo. Los traidores a la hospitalidad sufren un tormento atroz: el fr¨ªo cristaliza sus l¨¢grimas y as¨ª su pena misma les impide dar rienda suelta a su sufrimiento. Llorar es un alivio, y no poder llorar es una pena doble. Uno de los condenados le pide a Dante que limpie sus ojos; el poeta consiente a cambio de conocer su nombre y su historia. Una vez terminado su relato, el desdichado le dice: "Y ahora ti¨¦ndeme la mano y abre mis ojos". Pero Dante se niega: la moral, o, como ¨¦l dice: la cortes¨ªa, le exige ser villano con el pecador. Schopenhauer no se contiene: "Dante no cumple con la palabra que ha dado porque le parece inadmisible aliviar, as¨ª sea levemente, una pena impuesta por Dios... Ignoro si esas acciones son frecuentes en el cielo y si all¨¢ son consideradas meritorias: aqu¨ª en la tierra, a cualquiera que se porte as¨ª lo llamamos un truh¨¢n". Y agrega: "Esto demuestra qu¨¦ dificil es fundar una ¨¦tica en la voluntad de Dios: el bien se vuelve mal y el mal se vuelve bien en un cerrar de ojos". No se equivocaba Schopenhauer, pero una ¨¦tica fundada en otros principios -por ejemplo: en los suyos- est¨¢ expuesta a las mismas dificultades. La incongruencia nos acompa?a como el gusano al fruto enfermo.
Principio inmune al cambio
Una y otra vez los fil¨®sofos han intentado descubrir un principio inmune al cambio. Creo que ninguno lo ha logrado. De otro modo lo sabr¨ªamos: ser¨ªa incomprensible que un descubrimiento de esta magnitud no hubiese sido compartido por el resto de los hombres. Si las construcciones de la metaf¨ªsica han probado ser no m¨¢s sino menos s¨®lidas que las revelaciones religiosas, ?qu¨¦ nos queda? Tal vez ese principio que es el origen de la edad moderna: la duda, la cr¨ªtica, el examen. No s¨¦ si los fil¨®sofos encuentran pertinente mi respuesta, pero sospecho que por lo menos Montaigne no la desaprobar¨ªa enteramente. No pretendo convertir a la cr¨ªtica en un principio inmutable y autosuficiente; al contrario, el primer objeto de la cr¨ªtica debe ser la cr¨ªtica misma. A?ado, adem¨¢s, que el ejercicio de la cr¨ªtica nos incluye a nosotros mismos. Aunque la cr¨ªtica no es un principio autosuficiente como pretend¨ªan serio los de la metafisica tradicional, su pr¨¢ctica tiene dos ventajas. La primera: restablece la circulaci¨®n entre los dos ¨®rdenes, pues examina cada uno de nuestros actos y los limpia de su fatal propensi¨®n a convertirse en absolutos o en deducciones de un principio absoluto. Una propensi¨®n casi siempre inadvertida por nosotros y que es la fuente principal de la iniquidad. La segunda: la cr¨ªtica crea una distancia entre nosotros y nuestros actos; quiero decir: nos hace vernos y as¨ª nos convierte en otros -en los otros- Insertar a los otros en nuestra perspectiva es trastornar radicalmente la relaci¨®n tradicional: lo que cuenta ya no es la voluntad de Dios, sea justa o injusta, sino la s¨²plica del condenado que nos pide abrir sus ojos. Dejamos de ser los servidores de un principio absoluto sin convertirnos en los c¨®mplices de un c¨ªnico relativismo.
El congreso de 1937 fue un acto de solidaridad con unos hombres empe?ados en una lucha mortal contra un enemigo mejor armado, y sostenido por poderes injustos y malignos. Unos hombres abandonados por aquellos que deber¨ªan haber sido sus aliados y defensores; las democracias de Occidente. El congreso estaba movido por una ola inmensa de generosidad y de aut¨¦ntica fraternidad; entre los escritorse participantes muchos eran combatientes, algunos hab¨ªan sido heridos y otros morir¨ªan con las armas en la mano. Todo esto -el amor, la lealtad, el valor, el sacrificio- es inolvidable, y en esto reside la grandeza moral del congreso. ?Y su flaqueza? En la perversi¨®n del esp¨ªritu revolucionario. Olvidamos que la Revoluci¨®n hab¨ªa nacido del pensamiento cr¨ªtico; no vimos o no quisimos ver que ese pensamiento se hab¨ªa degradado en dogina y que por una transposici¨®n moral y pol¨ªtica que fue tambi¨¦n una regresi¨®n hist¨®rica, al amparo de las ideas revolucionarias se amordazaba a los opositores, se asesinaba a los revolucionarios y a los disidentes, se restauraba el culto supersticioso a la letra de la doctrina y se lisonjeaba de manera extravagante a un aut¨®crata. Olvidamos a nuestros maestros, ignoramos a nuestros predecesores. Otras generaciones y otros hombres hab¨ªan sostenido que el derecho a la cr¨ªtica es el fundamento del esp¨ªritu revolucionario. En 1865, para defenderse de los ataques que hab¨ªa desatado su historia de la Revoluci¨®n francesa, Edgard Quinet escrib¨ªa estas palabras, que pueden aplicarse a nuestra actitud en, 1937: "Se ha hecho la cr¨ªtica del entendimiento y de la raz¨®n; ?dir¨¦is que la hicieron los enemigos de la raz¨®n humana? Del mismo modo, si yo hago la cr¨ªtica de la Revoluci¨®n, se?alando sus errores y sus limitaciones, ?me acusar¨¦is de ser un enemigo de la Revoluci¨®n? Si el esp¨ªritu cr¨ªtico hoy examina sin tapujos los dogmas religiosos y los evangelios, ?no es sorprendente que se pretenda suprimir el examen de los dogmas revolucionarios y el del gran libro del terrorismo? En nombre de la Revoluci¨®n se quiere extirpar el esp¨ªritu cr¨ªtico. Tened cuidado: as¨ª acabar¨¦is tambi¨¦n con la Revoluci¨®n".
Unos d¨ªas antes de la apertura del congreso apareci¨® en Par¨ªs un peque?o libro de Andr¨¦ Gide, Retoques a mi regreso de la URSS. Era una reiteraci¨®n y una justificaci¨®n de un libro anterior en el que expresaba su sobresalto ante lo que hab¨ªa visto y o¨ªdo en Rusia. Las cr¨ªticas de Gide eran moderadas; m¨¢s que cr¨ªticas eran reconvenciones de un amigo. Pero Gide fue maltratado y vilipendiado en el congreso; incluso se le llam¨® "enemigo del pueblo espa?ol". Aunque muchos est¨¢bamos convencidos de la injusticia de aquellos ataques y admir¨¢bamos a Gide, callamos. Justificamos nuestro silencio con los mismos especiosos argumentos que denunciaba Quinet en 1865. As¨ª contribuimos a la petrificaci¨®n de la Revoluci¨®n. El caso de Gide no fue el ¨²nico. Hubo otros ejemplos de independencia moral. En la memoria de todos ustedes est¨¢n sin duda, los nombres de George Orwell y de Simone Weil, que se atrevieron a denunciar, sin men gua de su lealtad, los horrores y los cr¨ªmenes cometidos en la zona republicana. En el otro lado tambi¨¦n fue adn-¨²rable la reacci¨®n del cat¨®lico Georges Bernanos, autor de un libro estremecedor Los grandes cementerios bajo la luna; y m¨¢s tarde, la del poeta falangista Dionisio Ridruejo.
En el congreso apenas si se discutieron los temas propiamente literarios. Era natural: la guerra estaba en todas partes Pero hubo excepciones. Algunos cre¨ªamos en la libertad del arte, y nuestras opiniones nos enfrentaban a los partidarios del "realismo socialista". Hace unos d¨ªas, al hojear el n¨²mero que Hora de Espa?a dedic¨® al congreso, volv¨ª a leer la ponencia que present¨® Arturo Serrano Plaja, su autor principal, en nombre de un grupo de j¨®venes escritores espa?oles. Ese texto fue para nosotros el punto de partida de una larga campaffla en defensa de la libre marginaci¨®n. Lo recuerdo ahora porque la libertad de expresi¨®n est¨¢ en peligro siempre. La amenazan no s¨®lo los Gobiernos totalitarios y las dictaduras militares sino tambi¨¦n, en las democracias capitalistas, las fuerzas impersonales de la publicidad y el mercado. Someter las artes y la literatura a las leyes que rigen la circulaci¨®n de mercanc¨ªas es una forma de censura no menos nociva y b¨¢rbara que la censura ideol¨®gica. La tradici¨®n de nuestra literatura ha sido desde si siglo XVIII la tradici¨®n de la cr¨ªtica, la disidencia y la ruptura; no necesito enumerar las sucesivas rebeliones art¨ªsticas, filos¨®ficas y morales de los poetas y los escritores del romanticismo a nuestros d¨ªas. El arte que ha sufrido m¨¢s por el mercantilismo actual ha sido la poes¨ªa, obligada a refugiarse en las catacumbas de la sociedad de consumo. Pero las otras formas literarias tambi¨¦n han sido da?adas, especialmente la novela, objeto de una degradante especulaci¨®n publicitaria. Ante esta situaci¨®n es saludable recordar que nuestra literatura comenz¨® con un no a los poderes sociales. La negaci¨®n y la cr¨ªtica fundaron la edad moderna.
Los otros
Mis impresiones m¨¢s profundas y duraderas de aquel verano de 1937 no nacieron del trato con los escritores ni de las discusiones con mis compa?eros acerca de los temas literarios y pol¨ªticos que nos desvelaban. Me conmovi¨® el encuentro con Espa?a y con su pueblo; ver con mis ojos y tocar con mis manos los paisajes, los monumentos y las piedras que yo, desde la ni?ez, conoc¨ªa por mis lecturas y por los relatos de mis abuelos; trabar amistad con los poetas espa?oles, sobre todo con aquellos que estaban cerca de la revista Hora de Espa?a -una amistad que no ha envejecido, aunque m¨¢s de una vez haya sido rota por la muerte-; en fin y ante todo, el trato con los soldados, los campesinos, los obreros, los maestros de escuela, los periodistas, los muchachos y las muchachas, los viejos y las viejas. Con ellos y por ellos aprend¨ª que la palabra fraternidad no es menos preciosa que la palabra libertad: es el pan de los hombres, el pan compartido. Esto que digo no es una figura literaria. Una noche tuve que refugiarme con unos amigos en una aldea vecina a Valencia mientras la aviaci¨®n enemiga, detenida por las bater¨ªas antia¨¦reas, descargaba sus bombas en la carretera. El campesino que nos dio albergue, al enterarse de que yo ven¨ªa de M¨¦xico, un pa¨ªs que ayudaba a los republicanos, sali¨® a su huerta a pesar del bombardeo, cort¨® un mel¨®n y con un pedazo de pan y un jarro de vino lo comparti¨® con nosotros.
Podr¨ªa relatar otros episodios, pero prefiero, para terminar, evocar un incidente que me marc¨® hondamente. En una ocasi¨®n visit¨¦ con un peque?o grupo -Stephen Spender, aqu¨ª presente, lo recordar¨¢, pues era uno de nosotros- la Ciudad Universitaria de Madrid, que era parte del frente de guerra. Guiados por un oficial recorrimos aquellos edificios y salones que hab¨ªan sido aulas y bibliotecas, transformados en trincheras y puestos militares. Al llegar a un amplio recinto, cubierto de sacos de arena, el oficial nos pidi¨® con un gestoque guard¨¢semos silencio. O¨ªmos del otro lado del muro, claras y distintas, voces y risas. Pregunt¨¦ en voz baja: ?qui¨¦nes son? Son los otros, me dijo el oficial. Sus palabras me causaron estupor y despu¨¦s una pena inmensa. Hab¨ªa descubierto de pronto -y para siempre- que los enemigos tambi¨¦n tienen voz humana.
Babelia
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