Ronald Reagan: el Estado no es ¨¦l
Harry S. Truman puso de moda durante su mandato, a fines de los a?os cuarenta, una frase definitoria de lo que para ¨¦l era la primera magistratura de Estados Unidos, y el alcance de la responsabilidad presidencial. Seg¨²n cuentan, en su mesa del despacho Oval hab¨ªa un letrero que dec¨ªa: "The buck stops here", que, en lengua romance, podr¨ªamos entender como: "El responsable soy yo", o, m¨¢s coloquialmente, "se acab¨® lo que se daba". "To pass the buck", por el contrario, "Pasar el d¨®lar" en versi¨®n literal, ser¨ªa pasarle la pelota a otro, esquivar la responsabilidad, o, en su caso, enviar hacia arriba los problemas derivados de la obediencia debida. Ronald Reagan, si no por otra cosa, puede pasar a la historia por ser el primero de su clase -no el primero de la clase- que se declara irresponsable y pr¨¢cticamente inocente de ser presidente de Estados Unidos; en otras palabras, la ant¨ªtesis de Luis XIV y su sentido del Estado.En la ¨²ltima fase de las sesiones televisadas de la encuesta sobre el Irangate, el esc¨¢ndalo por el desv¨ªo de fondos procedentes de la venta de armas a Ir¨¢n en beneficio de la contra, el coronel Oliver North -ll¨¢menme Ollie- se gan¨® el afecto y la admiraci¨®n de una gran parte de su auditorio m¨¢s ac¨¢ y m¨¢s all¨¢ de la pantalla del televisor, dejando bien claro que era un honrado militar que, cuando su comandante en jefe le ped¨ªa que "cargara colina arriba", se cuadraba y sal¨ªa disparado a ganar el premio de la monta?a. El coronel s¨®lo obedec¨ªa ¨®rdenes y ni siquiera se hab¨ªa planteado la relaci¨®n de las mismas con el ordenamiento legal vigente. Lo suyo era el derecho natural, y nada m¨¢s natural que hacer lo imposible para que el marxismo-sandinismo no se consolidara en Nicaragua. Por tanto, la cuesti¨®n se reduc¨ªa a saber, tras las declaraciones de North, qui¨¦n era el que le hab¨ªa dado al coronel esas ¨®rdenes. El ¨²ltimo de los encuestados, vicealmirante John Poindexter, ex jefe del Consejo Nacional de Seguridad de Estados Unidos, superior inmediato de North y subordinado muy adyacente de Ronald Reagan, ten¨ªa como misi¨®n despejar todas las dudas.
Sin embargo, no ha ocurrido nada de eso. El vicealmirante ha formulado en d¨ªas pasados la formidable declaraci¨®n de que obr¨® por su cuenta y riesgo, aunque no seg¨²n su exclusivo criterio, puesto que ten¨ªa la seguridad de que su presidente quer¨ªa que se hiciera todo lo posible para ayudar a la contra. As¨ª fue como, para evitarle problemas a Reagan, hab¨ªa omitido decirle lo que estaba haciendo. Indudablemente, el previsor Poindexter ya se sospechaba que lo que llevaba entre manos no merec¨ªa la medalla del Congreso, y de ah¨ª su prudente silencio. Pero lo extraordinario del caso es la novedosa aplicaci¨®n del principio de la obediencia debicla en versi¨®n Poindexter, quien se siente obligado por la cadena de mando a poner en pr¨¢ctica los deseos de sus superiores simplemente por saber que existen, aunque s¨®lo hayan sido formulados con el pensamiento. Y ya se sabe que el pecado de pensamiento s¨®lo est¨¢ contemplado en el ordenamiento de la Iglesia cat¨®lica.
La reacci¨®n de la Casa Blanca, por su parte, ante este man¨¢ de declaraciones se halla plenamente a la altura de tan impensable tingladillo. Tanto la declaraci¨®n de North como, especialmente, la de Poindexter, han sido acogidas con entusiasmo por un presidente que se siente muy aliviado de no saber nada de lo que hac¨ªan sus subordinados. La estrategia, sin embargo, del equipo asesor de Reagan para evitar que se produjera, tras el caso watergate, una segunda dimisi¨®n en la Casa Blanca, entra?aba una comprensi¨®n mucho m¨¢s elaborada que la del presidente de los riesgos de una investigaci¨®n de las c¨¢maras sobre el esc¨¢ndalo.
Cuando Richard Nixon se vio incomprensiblemente enredado en la madeja de un latrocinio pol¨ªtico de cuarta categor¨ªa, la predisposici¨®n de una gran parte de la clase pol¨ªtica, no s¨®lo dem¨®crata sino tambi¨¦n republicana, era la de demostrar la culpabilidad del presidente. Con ello, la operaci¨®n de acoso y derribo y la correspondiente t¨¢ctica evasiva de la Casa Blanca se articularon de abajo arriba, con un perfecto crescendo, que iba de la revelaci¨®n menor a la mayor, hasta crear un cl¨ªmax insoportable en el que un presidente republicano se ve¨ªa obligado a dimitir. Los hearings, los trabajos de los comit¨¦s del Congreso que realizaban la encuesta fueron en aquel a?o de 1974 lo m¨¢s parecido que se ha visto modernamente a las sesiones de la Convenci¨®n, en las que hasta el primo Orl¨¦ans, Philippe Egalit¨¦, acab¨® votando por que guillotinaran a Luis XVI.
Muy al contrario, en el caso de Reagan lo que se ha tratado de demostrar desde el primer momento es que el presidente no es culpable. Por eso, de com¨²n acuerdo Congreso y asesores de la Casa Blanca, en vez de ascender hacia el cl¨ªmax, han coincidido en una estrategia de arriba abajo, dejando que recayeran inicialmente las m¨¢s horribles sospechas sobre la conducta del presidente, para hacer que el hilo de la madeja, al desenredarse, condujera a la conclusi¨®n inevitable de que el hombre de la Casa Blanca no tiene m¨¢s aut¨¦ntica responsabilidad que la de haberse dejado elegir. Al Partido Dem¨®crata, incluso a su facci¨®n m¨¢s liberal, le conven¨ªa esa estrategia en la medida en que, si bien le interesaba destruir en su capacidad creativa y testamentaria lo que quedara de la presidencia Reagan, no quer¨ªa adquirir con ello la reputaci¨®n de reincidente en regicidios.
El problema, a los ojos del Partido Dem¨®crata, que aspira a que uno de los suyos suceda a Reagan en las elecciones de 1988, era el de cortar las intenciones din¨¢sticas del presidente, reforzadas, sin duda, ahora, cuando se acredita la tesis de su irresponsabilidad ante los acontecimientos como si se tratara de un monarca. La capacidad que tuviera Reagan de arrastrar hasta la presidencia, en nombre de su famosa revoluci¨®n conservadora, a un candidato de su escuela es lo que ¨²nicamente se pretend¨ªa destruir con la investigaci¨®n del Irangate. Eso ha hecho posible la estrategia de la desarticulaci¨®n descendente, y que con gran j¨²bilo la Casa Blanca proclame hoy que el presidente haya sido probado limpio de toda culpa.
No significa ello, sin embargo, que Reagan vaya a verse libre de problemas. Habr¨¢ que explicar ahora por qu¨¦, si North es un h¨¦roe nacional y no hizo otra cosa que obedecer ¨®rdenes, hubo que ponerle en la calle; algo se tendr¨¢ que hacer con Poindexter, cuyas declaraciones, trazadas con el m¨¢s fino tiral¨ªneas, proclaman simult¨¢neamente su inocencia y la del presidente, cuando es de toda evidencia que al producirse un delito la justicia tiene que esforzarse en encontrar al menos un culpable. Probablemente es excesivo que si, al final, todo el mundo es inocente resulte que los ¨²nicos y verdaderos culpables sean los sandinistas o los seguidores de Jomeini.
Un parlamentario de una naci¨®n del Occidente europeo comentaba, tras la contemplaci¨®n de una de las sesiones del Irangate, que ¨¦sa escasamente pod¨ªa ser la manera de conducir la pol¨ªtica exterior de la primera potencia del planeta. La pasi¨®n norteamericana por la luz y taqu¨ªgrafos no es, sin embargo, por ello menos encomiable y, en ¨²ltimo t¨¦rmino, sigue siendo verdad, como en el watergate, que hay algo muy positivo en ese v¨ªa crucis calvinista en que se resumen estos espect¨¢culos televisivos. Pero, como en las novelas policiacas, parece indiscutible que habiendo crimen, m¨®vil y v¨ªctima, tiene que haber por alguna parte tambi¨¦n un asesino.
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