Contra la larga vida
Hace no mucho encend¨ª el televisor, y ante mis ojos apareci¨® un cura cuyas primeras palabras fueron algo as¨ª como: "Buenas noches. Les deseo a todos larga vida, pero alg¨²n d¨ªa habr¨¢n de morir". Solt¨¦ una carcajada imaginando la abrumadora cantidad de dedos que en aquel instante estar¨ªan apretando el bot¨®n de off o el del otro canal, y acto seguido un¨ª a ellos el m¨ªo. Semejante falta de tacto -?y en televisi¨®n monopolizada!- s¨®lo pod¨ªa tenerla alguien cuyo reino no fuera de este mundo. Sin embargo, aquel cura televisivo no estaba a¨²n lo bastante inmerso en el reino de los cielos, como demuestra la primera mitad de su frase, "les deseo a todos larga vida". Antes al contrario, en la expresi¨®n de este deseo (que sin duda ¨¦l juzgaba atenuante de lo que a continuaci¨®n iba a soltar) mostraba su perfecta conformidad con el mundo terrenal.Larga vida no es s¨®lo algo que se haya deseado tradicionalmente a los novios, reyes y rep¨²blicas en brindis, aclamaciones y proclamaciones, respectivamente, sino que en nuestro tiempo se ha convertido en poco menos que una obligaci¨®n. Las autoridades sanitarias y no sanitarias del mundo entero hacen llover sobre los ciudadanos toda suerte de recomendaciones para prolongar la vida al m¨¢ximo; en las naciones m¨¢s j¨®venes, curiosamente, los consejos a tal efecto adquieren con frecuencia el aspecto de comunicaciones; la eutanasia no est¨¢ permitida en casi ning¨²n pa¨ªs. Las campa?as furibundas contra el h¨¢bito de fumar hacen hincapi¨¦ en los a?os de vida que tal vicio puede restar al vicioso; la inducci¨®n a practicar deporte o al menos a corretear por el asfalto de las grandes urbes o a agotarse en sus gimnasios tiene en parte su raz¨®n de ser en la idea de que tales actividades ayudar¨¢n a dilatar la existencia; con frecuencia se publican estad¨ªsticas comparativas sobre la longevidad de los habitantes de diferentes pa¨ªses, dando por descontado que la longevidad es estupenda; y se habla con gran alegr¨ªa del aumento de las as¨ª llamadas "expectativas de vida", gracias a los encomiables avances de la medicina.
Todo esto, sin embargo, no es para m¨ª sino una enorme contradicci¨®n sin sentido. Hasta tal punto que, a mi modo de ver, el deseo del cura televisivo no era un, paliativo de la gran e inoportuna perogrullada que anunci¨® a continuaci¨®n, sino m¨¢s bien un ensa?amiento para con los espectadores, a quienes no s¨®lo recordaba la inevitabilidad de su muerte justo antes de que se fueran a la cama, sino que adem¨¢s les deseaba lo peor hasta que llegase su hora.
La contradicci¨®n a que me refiero consiste en que, as¨ª como la sociedad actual vela (a veces de manera excesiva) y afirma procurar la longevidad de los ciudadanos, tiene la tendencia a rebajar cada vez m¨¢s la edad de jubilaci¨®n de esos ciudadanos. No s¨®lo en lo que ata?e a los puestos de trabajo, sino asimismo en un sentido m¨¢s amplio: tiende a privar de vigencia a los individuos cada vez m¨¢s pronto. No tengo demasiado en contra de esa tendencia. Desde tiempo inmemorial, la vejez se ha considerado algo execrable, y las seculares tentativas de dignificarla s¨®lo han encontrado aplicaci¨®n verdadera ¨²ltimamente en las academias, en el Vaticano y hasta hace poco en el Kremlin. La idea de que en la vejez se disfruta por fin de alg¨²n beneficio antes inalcanzable (sabidur¨ªa dice la leyenda) es una falacia que la propia y repetida historia de las enso?aciones humanas desmiente de continuo: el ni?o fantasea con su juventud, el joven puede fantasear con su madurez, pero el hombre adulto jam¨¢s fantasea con su vejez. La imagen del anciano encantador y apacible (con la que, lejos de fantasear, intentamos consolarnos) s¨®lo la he visto en los cuentos y en el que fue Vicente Aleixandre, y, por el contrario, observo que, cuanto m¨¢s viejas son las personas, mayores suelen ser su acritud, su ensimismamiento, su soberbia y su rencor, con cuantas excepciones se quieran. Se me dir¨¢ que esto les ocurre s¨®lo a aquellas personas que, al alcanzar la vejez, no han logrado sus metas, o a aquellas a las que una jubilaci¨®n forzosa y sentida como prematura ha puesto en guerra con el mundo ingrato. No estoy seguro. Lo malo de las metas es que siempre sigue habi¨¦ndolas; y en cuanto a las jubilaciones vividas como castigo, basta con pensar, por ejemplo, en los escritores viejos que en el mundo han sido (porque a los escritores s¨®lo nuestra decisi¨®n puede jubilarnos de nuestra actividad predilecta) para comprobar que en la mayor¨ªa de ellos prevalecieron la fatuidad, la ambici¨®n y el despecho. "Extra?o no seguir deseando los deseos", dijo Rilke aludiendo a la muerte, y en verdad eso parece la. mayor diferencia concebible entre la vida languideciente 31 la muerte al fin llegada. Los viejos -tengo para m¨ª- desean tanto como el que m¨¢s, s¨®lo que su incapacidad o su falta de tiempo para cumplir sus anhelos no hacen sino acrecentar lo que anunci¨¦ con anterioridad: su acritud, su ensimismamiento, su soberbia y su rencor. Los viejos son rencorosos de su vejez.
?A qu¨¦, por tanto, larga vida? En todas las recomendaciones que para alcanzarla hace nuestra sociedad se habla de la vida como si ¨¦sta fuera tan abstracta que constituyera en s¨ª misma un bien inmutable, independientemente de su contenido y de su momento. La vida no s¨®lo es siempre concreta, sino ¨²nica para cada individuo, y en el concepto de vida caben tantas como para que dese¨¢rsela larga seg¨²n a qui¨¦n pueda resultar la m¨¢s perversa de las maldiciones. Tambi¨¦n puede resultarlo dese¨¢rsela larga a cualquiera en una sociedad en la que la vejez, adem¨¢s de sus propias e innegables lacras, trae consigo la baja
Pasa a la p¨¢gina siguiente
Contra la larga vida
Viene de la p¨¢gina anterioren esa sociedad. En cuanto al famoso placer de "ver crecer a los nietos", me imagino que, en cambio, debe de ser un dolor ver a los hijos convertidos en cincuentones. Vaya lo uno por lo otro.
Al haber cumplido mis 35 a?os ya s¨¦ algo sobre mi biograf¨ªa: que dif¨ªcilmente "morir¨¦ joven". Ese riesgo est¨¢ casi superado (y toco madera). He dejado atr¨¢s los 19 con que publiqu¨¦ mi primera novela, y tambi¨¦n las edades de los nombres asociados para siempre a la juventud: los 20 a?os de Radiguet y los 25 de Keats, los 27 de Larra y los 29 de Shelley y Marlowe, los 31 de Schubert y los 33 de Alejandro y Cristo, y estoy en los que tuvo Mozart y a un paso de los que tuvo Byron, los ¨²ltimos de quienes se dice que "murieron j¨®venes". No se dice ya de Stevenson, que muri¨® con 44, ni de Poe, que expir¨® a los 40, y ni siquiera de Pushkin, que fue abatido en duelo a los 37. Curioso que el l¨ªmite de la juventud en la muerte coincida a¨²n con lo que era el mezzo del camin a fines del siglo XIII. Pero ahora subsiste el riesgo de morir muy viejo.
Como he dicho antes, aquellos a los que la actividad de escribir parece irnos acompa?ando durante nuestras vidas no nos veremos forzados a colgar la pluma m¨¢s que cu¨¢ndo resolvamos hacerlo. Y en ese sentido se me podr¨¢ decir que la longevidad ser¨¢ para nosotros un bien indudable. ?De veras? As¨ª como Cervantes me obliga a creer que un autor puede dar las m¨¢s benditas sorpresas despu¨¦s de los 60 a?os, no creo que la historia de la literatura universal fuera apenas distinta de como es si de ella se suprimieran todas las obras escritas con m¨¢s de 70. Hubo quien lo tuvo muy claro, y as¨ª el poeta Gabriel Ferrater anunciaba que a los 50 se quitar¨ªa la vida, afirmaci¨®n que -supongo- sus pr¨®ximos no tomar¨ªan del todo en serio. Poco despu¨¦s de cumplir esa edad, una bolsa de pl¨¢stico o un arma de fuego (ambas cosas se confunden en la informaci¨®n de mi memoria) acab¨® con su vida. Ferrater, poeta de gran talento, se precipit¨® sin duda, como pueden precipitarse otros muchos que han decidido guardar silencio antes de tiempo. No estoy abogando por el fin de la vida a ninguna edad determinada (quiz¨¢ la muerte sea a¨²n m¨¢s concreta que la vida), pero a lo que no veo sentido -tanto para los que escriben como para los que no lo hacen- es aspirar a una larga vida a todo trance.
Por eso, cada vez que alg¨²n alma bondadosa me reconviene afablemente por mis peque?os excesos anunci¨¢ndome que de continuar as¨ª vivir¨¦ 10 a?os menos de los que podr¨ªa tal vez vivir, enciendo un cigarrillo y pienso en Titono, del cual, de seguir d¨¢ndose en nuestra sociedad la contradicci¨®n expuesta, gran parte de la poblaci¨®n amenaza con ser mortal remedo en un futuro no muy lejano: cuenta el mito que Titono fue seducido por la lasciva Eos, diosa del alba; y ¨¦sta estaba tan segura de su deseo que implor¨® a Zeus inmortalidad para su amante, que le fue concedida. Pero Eos olvid¨® pedir eterna juventud tambi¨¦n para ¨¦l, y as¨ª Titono vivi¨® indefinidamente entre espantosos padecimientos, detestando cada nueva aurora que lo desde?aba, cada vez m¨¢s decr¨¦pito y arrugado y blanco -una voz apenas-, hasta que por fin la diosa lo transform¨® en cigarra. Y dijo de ¨¦l el poeta Tennyson: "Esta sombra cana, una vez hombre".
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.