Los perdedores
Me lo dijo m¨¢s de una vez, s¨ª -se enderez¨® en su sill¨®n don Marcos con cierto esfuerzo-. ?l estaba seguro de que la pareja exist¨ªa, es curioso.Casi palpable, como una miel tranquila que se filtrase por los visillos del balc¨®n, la ¨²ltima luz de la Alameda sobre el mar favorec¨ªa el ambiente rom¨¢ntico y severo de la sala, la cuidada antig¨¹edad de los cuadros y las marqueter¨ªas en caoba de los muebles, la biblioteca, el crucifijo de marfil colgado tras el div¨¢n.
- Quiz¨¢ estaba seguro por alguna raz¨®n cient¨ªfica -aventur¨® el visitante.
Y el anciano se lo pens¨® un poco:
-Tendr¨ªa que ser por eso -repuso-. Pero me parece que no hay ninguna, ning¨²n dato que le permitiera... No, no. Es que don Rafael Quintero se met¨ªa en todas estas cosas a su aire. Y cuando dio con...
-?C¨®mo era ¨¦l? -lo interrumpi¨® el visitante-. La persona.
Don Marcos no lo pens¨® esta vez:
-Un hombre dispuesto, muy simp¨¢tico -dijo-. Y val¨ªa mucho. Tuvo tambi¨¦n sus equivocaciones, como las podemos tener todos... en el trabajo, me refiero ahora.
-Pero ah¨ª acert¨®.
-Acert¨® tarde. ?rsele m¨¢s de 40 a?os busc¨¢ndola, y aparecer cuando ya hab¨ªa muerto...
-Que muri¨® en Tetu¨¢n, ?no es as¨ª?
-S¨ª, en un viaje a Tetu¨¢n. Y bien mayor. Como yo ahora, o m¨¢s. Lo que es que siempre aparent¨® menos edad de la que ten¨ªa, bastante menos. Un hombre muy especial en todo. Y muy alegre. ?l, sus toros, el teatro, sus viajitos, sus fiestas... Siempre estaba organizando algo, o alguna reuni¨®n en el chal¨¦. Pero sin dejar de mano el trabajo.
ESTR?PITO
El visitante crey¨® o¨ªr un momento el estr¨¦pito de la maquinaria por el solar, despejando entre una polvareda restos de tabiques descoloridos, de capiteles de escayola, de una cocina de carb¨®n de los a?os veinte, y, sobre el runruneo cercano del tr¨¢fico rodado en la avenida, el s¨²bito chirrido de la pala de la excavadora al rozar el m¨¢rmol y el policromado milenarios. Ahora sab¨ªa del todo por qu¨¦ hab¨ªa ido a ver al viejo historiador, y que lo que en seguida iba a decirle deb¨ªa dec¨ªrselo fr¨ªamente, incluso medio en juego o como aguando las palabras, aunque para ¨¦l fueran importantes. Prefiri¨® dar un peque?o rodeo.
-Lo que resulta m¨¢s raro es que el hombre estuviera seguro de que La Dama andaba por ah¨ª y de que un d¨ªa iba a hacerse ver. Qui¨¦n sabe si... tan cerca como la ten¨ªa...
Don Marcos pareci¨® no haber o¨ªdo la oscura sugerencia ¨²ltima.
-Ya veo que tambi¨¦n usted le dice eso de La Dama -apunt¨® con una sonrisa indulgente-. Pero que le parezca m¨¢s raro lo de... bueno, raro lo es todo. 0 no lo es nada, a los ojos de Dios.?Es que piensa escribir algo sobre eso?
-No s¨¦ si podr¨¦ -dijo el visitante, y atisb¨® por el balc¨®n el resol concentrado en dos velas peque?as junto a la costa fronteriza de la bah¨ªa, sobre el metal opaco ya del agua.
- Si va a hacerlo, docum¨¦ntese -le advirti¨® el anciano con amabilidad, y luego cambi¨® un poco de tono-. Los novelistas y los poetas fantasean muchas veces m¨¢s de la cuenta, equivocan a los lectores y a la gente, perdone que se lo diga. La Historia es otra cosa.
En sus palabras finales, not¨® el visitante, se hab¨ªan acentuado la ligera indiferencia, quiz¨¢ cansancio, de don Marcos, y la ambigua inexpresibidad de su mirada como desviada o perdida. Entendi¨® que estaban, de golpe, en un punto clave de la conversaci¨®n y decidi¨® no entorpecerla replicando, soslayar el albur de ahondar desconfianzas mutuas y prevenciones.
-Creo -se redujo a decir- que cuando se hace literatura de creaci¨®n con la Historia, basta con no fallar en lo b¨¢sico y con darle su sitio a la imaginaci¨®n, que no es la ignorancia.
-S¨ª... -murmur¨® el erudito, con una sombra de incredulidad cort¨¦s.
-Lo que s¨¦ -dijo el visitante- es que no inventar¨ªa ni una palabra sobre eso, caso de que me atreva a escribirlo. Podr¨ªa ser un relato corto, pero, que lo haga o no, ahora es lo de menos. Usted conoci¨® y trat¨® a don Rafael Quintero, me cont¨® su hija Julia, y he venido para que me hable algo de ¨¦l. Un campe¨®n de la mala suerte, ?no?-Bueno, bueno, no tanto. Pero si usted lo siente as¨ª... Claro que a Quintero le hubiera gustado ver a... yo tambi¨¦n lo dir¨¦: a La Dama.
-?Gustado nada m¨¢s, don Marcos? -casi le reproch¨®, algo exaltado, el visitante.
-Ll¨¢melo como quiera -contest¨® el anciano en un asomo de impaciencia y, retornando el tema del posible relato, agreg¨®-: ?Dice que no inventar¨ªa nada? Mejor, eso est¨¢ muy bien.
No perd¨ªa un ¨¢pice de su correcci¨®n, pero parec¨ªa de pronto estar habl¨¢ndole al mequetrefe ocurrente y bullicioso que hab¨ªa sido su interlocutor, tres d¨¦cadas atr¨¢s.
-Ah¨ª s¨ª est¨¢ bien no inventar -se defendi¨® el visitante-, para qu¨¦ echarle invenciones a lo que es ya una historia fant¨¢stica. No hay m¨¢s que conocerla, ir al museo y enterarse de que lo es.
MALVA
Con una complacencia extra?a cay¨® en la cuenta de que el museo, cerrado a esa hora, estaba casi a la espalda de la manzana, s¨®lo a dos tramos cortos de calle, y pens¨® que, aunque menos viva all¨ª, aquella luz malva de la sala tambi¨¦n iluminaba en ese momento los ojos abiertos de La Dama y su cara redonda, con facciones como de nena gordita llegada de otros mundos o de enorme mu?eca picassiana, las ondulaciones de su cabello marm¨®reo y el abultamiento tenue de los pechos, los anchos labios que ¨¦l hab¨ªa besad, a escondidas, con unci¨®n y con algo de miedo, un mes despu¨¦s de que la desenterrasen. Record¨® el pu?al en su mano izquierda y la corona de laurel en la mano izquierda del Hombre de la barba acaracolada tendido junto a ella en el museo desierto, esa figura de la que, muchos a?os antes, hab¨ªa hablado alg¨²n arque¨®logo como de una pieza ¨²nica en Occidente y que, de haberlo sido, ya no lo era porque ahora estaba all¨ª su contempor¨¢nea, su pareja, cerca de ¨¦l para siempre sin que hubiesen podido posarse en ella, siquiera unos ansiosos segundos, los ojos de otro hombre muerto en 1946.
-Una historia fant¨¢stica completa -reiter¨® el visitante.
-"Fant¨¢stica" entre comillas -le corrigi¨® con suavidad don Marcos-. Interesante, todo lo que se quiera. Pero, mir¨¢ndolo bien, no son m¨¢s que hechos. Hechos y circunstancias explicables.
-S¨ª que lo son. Salvo la seguridad de don Rafael Quintero en la existencia... o digamos en la presencia de la mujer. Usted tampoco se explica eso -dio el visitante un paso m¨¢s.
Sin contestar, y apoy¨¢ndose en los brazos del sill¨®n, el anciano levant¨® sus llamativas estatura y delgadez, cruz¨® la sala desgarbadamente, las manos juntas a su espalda, y encendi¨® al otro lado una pantalla de tulipa, in¨²til a¨²n en la flama del crep¨²sculo.
-Bueno -admiti¨® al volver-, de eso s¨ª puede decirse que es curioso. Aunque nada m¨¢s que eso: curioso. La Divina Providencia hace aquello que
Los perdedores
mejor le parece, no sabemos por qu¨¦ ni cu¨¢ndo va a hacerlo.Se sent¨® con disimulado trabajo; el visitante le intu¨ªa un empe?o, deliberado o espont¨¢neo, en alejar del asunto cualquier cabo m¨ªnimamente transgresor de los sucesos comprobados o de la ortodoxia religiosa, y se puso en guardia contra los probables coletazos de su antigua y ya casi superada indisposici¨®n hacia don Marcos.
Nunca hab¨ªa frecuentado su trato. Pero 30 a?os antes, cuando el visitante trabajaba de pe¨®n en el muelle pesquero y empezaba a escribir, dos o tres contactos de sus ardent¨ªas literarias y de su aturdida vehemencia joven con el racionalismo y la cortes¨ªa as¨¦ptica, un punto despectiva, que don Marcos y otros se?ores parec¨ªan esgrimir frente a su manera imaginativa y emocional de sentir el mundo, lo hab¨ªa llenado contra ellos de un despecho y un desprecio no silenciados y, en el caso de don Marcos, pese a su fama de buena gente, recrecidos por su talento demasiado circunspecto, su reserva, rayana en una antip¨¢tica altivez a los ojos del chaval, as¨ª como por un educado pero evidente aire de despacharlo cuanto antes, y por sab¨¦rsele persona muy dada a misas, cofrad¨ªas, novenas, la adoraci¨®n nocturna y las procesiones m¨¢s solemnes: devot¨ªsimo, en fin, de unos ritos y ambientes de los que el aprendiz de escritor no guardaba m¨¢s que memorias penosas y resentidas, como las de un forzoso dispositivo o cepo de vaciedades, penitencias, tedios, que aburrieron y ensombrecieron muchos de sus primeros a?os.
Pero, ya de hac¨ªa tiempo, aquella animadversi¨®n hab¨ªa ido quedando paliada por la lectura de algunos trabajos del hombre alto, laciamente se?orial y tal vez m¨¢s introvertido o t¨ªmido que desde?oso, como al entrar en madurez lleg¨® a sospechar el visitante: una secreta, unilateral mejora de imagen, propiciada tambi¨¦n por el decisivo y no esperado apoyo que don Marcos, tan reacio a intervenciones p¨²blicas, dispens¨® en seguida en el diario, como 10 a?os atr¨¢s, a un fogoso art¨ªculo del visitante, en defensa de un patio mud¨¦jar amenazado de derribo.
Ahora, por primera vez en casa de ¨¦l y apuntada ya la cuesti¨®n de La Dama y don Rafael Quintero, era el renuevo de otra idea sobre don Marcos, una sola, lo que lo incomodaba y lo extra?aba sin enfado: no pod¨ªa alcanz¨¢rsele que un confiado a efusiones y misterios como la Eucarist¨ªa o la Trinidad, un creyente acaso capaz de ver a Dios en el pu?ado de espigas ante el que, de cuando en cuando, pasaban la noche rezando el caballero y sus cofrades, no pareciera en cambio disponer de aperturas, as¨ª fuesen estrechas, a otros ¨®rdenes de efusiones y misterios menos esquem¨¢ticos y m¨¢s frecuentes: todo aquel dep¨®sito lleno de fluidas aceptaciones para los enigmas de la Iglesia, y ni una gota (o as¨ª lo dedujo siempre el visitante de las palabras y la actitud de don Marcos) para tanto enigma general e insujetable a dogmas o a razones. Como en su juventud, aunque ahora sin irritarse, segu¨ªa el visitante pensando que esa contradicci¨®n era a¨²n m¨¢s fuerte en alguien internado, como don Marcos, en las agujereadas brumas fenicios, las luces del arte p¨²nico y del mundo griego y latino, los informes de Plinio o de Plat¨®n, de Estrab¨®n o Avieno y, en fin, las m¨¢s peculiares y rec¨®nditas su estancias de la ciudad a trav¨¦s de la catarata del tiempo, desde aquellos trasfondos de la Edad Antigua hasta los ind¨®ciles Goyas de la Santa Cueva o los obedientes pintores locales de comienzos de siglo.Pero todas esas cavilaciones a¨²n pod¨ªan maldisponer un poco al visitante contra el anciano, as¨ª que las rechaz¨® como pudo y regres¨® a su tema:-?Estuvo alguna vez en ese chal¨¦, don Marcos? En lo de don Rafael. La Quinta.
-No fui nunca, no. A ¨¦l lo ve¨ªa en Bellas Artes, en la Ac¨¢demia Hispanoarnericana, en el tenis..., ya sabr¨¢ que don Rafael Quintero fue quien se invent¨® aqu¨ª lo del club de tenis. Yo era mucho m¨¢s joven. Y me trat¨® siempre con deferencia, la verdad.
-Como usted a m¨ª ahora.
-Mejor. ?l no me andaba con consejillos.
-Que yo le agradezco. As¨ª que nunca estuvo en La Quinta, ni para alguna de aquellas reuniones... Entonces deb¨ªa caer lejos, claro, y ahora est¨¢ en pleno C¨¢diz. Eso s¨ª: acudir¨ªa usted all¨ª en cuanto apareci¨® La Dama.
-Desde luego. Me llamaron y tom¨¦ un taxi. Andaban sac¨¢ndola cuando llegu¨¦.
VISILLOS
Fuera era ya casi de noche. Recorr¨ªa los ¨¢rboles de la Alameda un viento de levante en ciernes que no llegaba a¨²n a aborregar el mar, y el visitante, sin desatender la conversaci¨®n, estaba procurando suprimir todo cuanto entreve¨ªa de visillos afuera: la balaustrada blanca con sus faroles altos sobre el agua, el fuerte de La Candelaria, las espada?as coloniales del Carmen, todav¨ªa distinguibles y como plantadas en la masa oscura de un casta?o de Indias; estaba procurando eliminar el presente, y el pasado inmediato, y otros mucho m¨¢s lejanos, para situarse en el paraje elemental que, 25 siglos antes, habr¨ªan visto all¨ª La Dama y el Hombre del museo: la bah¨ªa y el cielo viol¨¢ceos, taludes terrizos, rocas, pocos y desmedrados ¨¢rboles entre mucha zarza y matojo, el pla?ido de alguna alima?ana menor y, como sola relaci¨®n con el presente, un piar de p¨¢jaros tard¨ªos o unas velas blancas si acaso, y tambi¨¦n hacia la otra banda de la costa, semejantes a las que a¨²n divisaba a duras penas.
Pasa a la p¨¢gina siguiente
Los perdedores
Viene de la p¨¢gina anteriorSin sustraerlo a ese esfuerzo, sino como favoreci¨¦ndolo involuntariamente, unas palabras indecisas de don Marcos vinieron a aumentar tambi¨¦n la buena predisposici¨®n hacia el anciano que ya le hab¨ªa causado la disculpa elegante de los consejillos, aparte de que le resultaban ins¨®litas en ¨¦l:
-Si se decide a escribir eso... bueno... tendr¨ªa usted que ponerse un poco en los verdaderos protagonistas. No en Quintero ni en los arque¨®logos, sino en ellos, los antiguos. Es decir, en c¨®mo pensaba, c¨®mo sent¨ªa la gente de aquel tiempo. Estudi¨¢ndolo con rigor, por supuesto.
-Gracias, aunque es mucho lo que me est¨¢ pidiendo. Es lo que habr¨ªa que hacer, pero me viene muy grande. Ellos me son desconocidos, como marcianos o algo as¨ª... ?Me dejar¨ªa pensarlo un momento?
SEMITAS
Volvi¨® a sorprenderle que don Marcos lo hubiera instado a avanzar en el terreno de trabajo inventivo que le era m¨¢s propio y que esta vez ten¨ªa desechado porque, a no ser que se lanzara a mover personajes de cart¨®n piedra o al tipo de narraci¨®n comercial que no quer¨ªa ni sabr¨ªa escribir, ni ¨¦l ni quiz¨¢ nadie alcanzar¨ªa en 1982, aun conociendo su historia y costumbres, a compenetrarse con las gentes de Tiro, de Sid¨®n, de la Cartago que en dos siglos agobi¨® a Roma. ?l nunca hab¨ªa podido intuirlas: estaban, no m¨¢s, en unos objetos refulgentes, en unos p¨¢rrafos, en las ilustraciones de una p¨¢gina. Con los hombres de la Grecia mayor, y con los romanos de la Rep¨²blica final y del Imperio, todav¨ªa sent¨ªa posible identificarse un poco sin hacer grandes trampas. Pero aquellos reinos y pueblos semitas, los fundadores de la ciudad, le eran demasiado ajenos y desconcertantes. Nunca encontrar¨ªa para reflejar sus caracteres un lenguaje adecuado y sincero, ya que tampoco pod¨ªa entenderlos medio fiablemente, y, al igual que le ocurr¨ªa con otras comunidades primitivas, no acertaba a compaginar su barbarie con sus refinamientos. As¨ª, y en cuanto a fenicios y cartagineses, le costaba avenir sus sacrificios de ni?os, los cr¨¢neos hundidos de un mazazo, con la delicadeza insigne de la abeja en oro y pedrer¨ªa exhibida en el museo muy cerca de La Dama y del Hombre; relacionar las quemas hasta de los p¨¢jaros de las ciudades asaltadas, con el pueblo autor y usuario de aquellos brazaletes, collares, vasijas, sensibles ajuares para vivir-, y otros para morir; conciliar, entre datos ya m¨¢s confusos, la atrocidad ritual de los animales interminablemente torturados con los melodiosos cantos corales de las tripulaciones de las naves o de los vendedores en las plazas fenicias y p¨²nicas: cuanto para La Dama y para el Hombre fue vida cotidiana, espect¨¢culo, pr¨¢ctica o noticia tan corrientes como los oscuros cultos a Ptah, a Melkart, a Astart¨¦, en la inicial ciudad de islas divididas por un espacio navegable, entre la bah¨ªa y el Atl¨¢ntico abierto.
Pero estas realidades calientes, y que se le negaban a redacci¨®n, no deb¨ªan ser para el anciano m¨¢s que una serie de hechos curiosos como ¨¦l dec¨ªa, de datos interesantes que sumar al conocimiento hist¨®rico, y nunca una materia de comunicaci¨®n apasionada con el pasado, de virtual ruptura de los siglos, de relaci¨®n con el tiempo vivo de otros seres y con invariables profundidades de la ¨ªndole humana: un primer af¨¢n del trabajo del visitante, junto al cuido de la escritura, y al que ahora lo alentaba ligeramente el hombre de ciencia.
Sinti¨®, con alivio y gratitud, disminuir su m¨¢s picante divergencia con el anciano: la de haber llegado a entender sus r¨ªgidas motivaciones profesorales, la Historia concebida como una maquinaria, una pura lista de sucesos a conocer y concertar, mientras que sus propias pautas emotivas no parec¨ªan haber sido consideradas hasta ese momento por el caballero, quien, como casi todos los bienpensantes personajes de su medio, deb¨ªa tener al visitante -que recordaba ahora ese otro factor- por un tipo liviano y divertido, con visos de alocamiento, descaro y sonadas flamenquer¨ªas, una especie de juerguista simp¨¢tico a ratos, amante de la ciudad, sin duda, pero con el que andarse con prudencia, y due?o de una mano mafiosa para abrirse un hueco medio aparente en el saco revuelto de la literatura. Sin embargo, las ¨²ltimas palabras de don Marcos y su buen efecto sobre ¨¦l parec¨ªan ir recomponi¨¦ndolo todo ahora, y el visitante arriesg¨® llegar m¨¢s lejos, aprovechando esa nueva situaci¨®n.
-Desde que iba al colegio con su hijo Ignacio, sab¨ªa que usted conoce muchas cosas -comenz¨® halagando- y no voy a pretender yo hacerle ver ninguna de otro modo. Me quedar¨ªa conforme con que usted lo est¨¦ en que... en que pueden verse o sentirse de otro modo. En 1887, siendo ¨¦l un chaval, don Rafael Quintero da en Punta de la Vaca con ese sarc¨®fago del Hombre que conmueve al mundo de la arqueolog¨ªa, y goza la victoria de su descubrimiento: normal. Pero no se queda satisfecho, ?es verdad? Sabe, como le dijo luego a usted, que La Dama tambi¨¦n ten¨ªa que aparecer. Y sin dinero, arrancando dos pesetas de aqu¨ª y dos, de all¨¢, se pasa excavando por media ciudad una parte del resto de su vida. Muere con 79 (he mirado todas las fechas), y 44 a?os despu¨¦s sale a luz La Dama, justamente en La Quinta, ese chal¨¦ m¨¢s bien peque?o donde ¨¦l hab¨ªa vivido, y adem¨¢s cerca de la superficie, usted me corrige si me equivoco o invento.
-No, no. Pero a ver d¨®nde va a parar.
-Ya he llegado. ?sa es la historia, o la que yo podr¨ªa escribir, y no la de los fenicios: la desgracia de alguien que crey¨® en algo incre¨ªble, as¨ª por las buenas, que se sacrific¨® y luch¨® medio siglo movido por esa fe que no entend¨ªa y muri¨® sin verlo, cuando lo ten¨ªa debajo de su cama como quien dice. Por cierto, que en el Diccionario Enciclop¨¦dico de la provincia vienen 30 l¨ªneas sobre don Rafael, pero sin foto. Un hombre as¨ª, y que desempe?¨® tanto cargo, que hizo tantas cosas, y no queda una foto suya. Se fue hace menos de 40 a?os y queda ya tan lejos como su Dama de 2500, la que buscaba y estaba a su lado y no lleg¨® a ver.
-Todo eso est¨¢ bien expuesto, aunque ya lo sab¨ªamos -dijo don Marcos.
Parec¨ªa volver a sus distanciadoras reservas, pero el visitante prosigui¨®:
-Usted, hombre religioso, sabe mejor que yo cu¨¢nta cosa hay que no pueden explicar la sabidur¨ªa ni la l¨®gica, pero que tampoco pueden negarse, yo por lo menos no puedo. Usted encuentra raro y fuera de raz¨®n que don Rafael Quintero estuviera seguro de que La Dama exist¨ªa y, como a todo el mundo, le debi¨® impresionar m¨¢s o menos que la tuviese tan cerca. Don Marcos: va a llevarse las manos a la cabeza en cuanto le diga que... yo qu¨¦ s¨¦... como que ella lo avisaba o lo llamaba.
-Hombre, eso ya...
-Un sarc¨®fago grande de m¨¢rmol, con la cubierta labrada y un esqueleto alhajado dentro, s¨ª. Pero, ?es todo? ?Creemos o no en la duraci¨®n del alma, en el esp¨ªritu? En lo sobrenatu... ?vaya!, parezco el beato Diego o algo as¨ª, qu¨¦ sermonazo.
-Creo que se ha desviado mucho del tema -adelant¨® una mano don Marcos llam¨¢ndolo a contenci¨®n.
TIEMPO
Y el visitante acus¨® recibo del gesto y de las palabras, aunque dijo:
-Disculpe que ahora me desv¨ªe todav¨ªa m¨¢s, es que me estoy acordando de algo que no tiene que ver con ¨¦l espacio sino con el tiempo, pero... bueno, perd¨®neme todo este discurso o atropello. Es una cosa de Borges, el argentino.
-S¨¦ que est¨¢ en alza y no he le¨ªdo casi nada suyo. Unos ensayos, me parece -declar¨® don Marcos- Siga, siga.-?l habla de un bergant¨ªn noruego que vio de chico en Buenos Aires, y se extra?a o se asombra de que recordemos con pelos y se?ales algo que sucedi¨® 70 a?os antes, mientras que no podemos ni entrever lo que va a suceder o lo que vamos a pensar dentro de un minuto, por calculable que sea.
El anciano semejaba otra vez distra¨ªdo, o un poco fatigado ya, pero el visitante sab¨ªa que estaba oy¨¦ndolo con atenci¨®n y concluy¨®:
-En La Dama enterrada bajo su casa y que tanto busc¨® don Rafael, hay aIgo... no s¨¦ c¨®mo decirlo... hay tambi¨¦n una inminencia insospechable como la de ese minuto que est¨¢ al caer, algo secreto pero inmediato. En lo de don Rafael y La Dama, quiz¨¢ demasiado inmediato como para que ¨¦l se barruntara que exist¨ªa y siguiera busc¨¢ndola.
Pens¨® otra vez en el ensa?amiento del Destino con el hombre del chal¨¦ y con su larga y burlada tenacidad. Se lo imagin¨® poniendo cien veces los pies o las manos a unos palmos del objeto de su fe y de su dese¨®; volviendo cansado, director ya de Bellas Artes y despu¨¦s del fracaso de otra nueva excavaci¨®n, a descansar sobre el ¨²nico sitio donde hubiera tenido que hacerla; recibiendo de alg¨²n modo en la cama, entre los calores de agosto o los chaparrones de noviembre y el constante h¨¢lito del mar, las quietas vibraciones del segundo sarc¨®fago, la proximidad poderosa de la mujer descarnada con los rasgos de mu?eca y los ojos de m¨¢rmol muy abiertos, su callado llamamiento como el de un animal vagando por la tierra y la noche, desazon¨¢ndolo, convenci¨¦ndolo, acostumbr¨¢ndolo por fin a esa inquietud indescifrable (los nervios, pensar¨ªa ¨¦l), pero nunca a la renuncia a encontrarla. Dio como posible que incluso la vislumbrara durante alg¨²n sue?o, sin detalles, o con formas cambiantes, o con una cara fija pero distinta a la que esculpieron artesanos locales en la tapa de su sepulcro.
-?Tomar¨ªa conmigo una copa de oloroso? -rompi¨® don Marcos la larga callaz¨®n-. Es mi hora de hacerlo y ¨¦ste es bueno. Me lo mandan de Jerez.
-S¨ª que se lo voy a agradecer.
Sin volverse apenas y como recobrando su aire de distra¨ªda indiferencia, el anciano alcanz¨® de una mesita auxiliar un frasco de cristal tallado y dos vasos peque?os que llen¨® despacio. Le alarg¨® uno al visitante.
-El bergant¨ªn noruego y La Dama -musit¨® despu¨¦s de un breve sorbo-. Pobre don Rafael Quintero. No crea usted que echo en saco roto bastante de lo que me ha dicho -agreg¨® bondadosamente-. Y, vaya, por lo que he le¨ªdo de usted, creo que podr¨¢ escribir algo que est¨¦ bien, si Dios quiere. Ya no voy a recomendarle que tenga cuidado con la Historia, ya s¨¦ que no ir¨¢ por ah¨ª. Cuide, entonces, las conclusiones.
-?Conclusiones? Si es que consigo escribir eso, no creo que vaya a sacar ninguna.
-Quer¨ªa decir el sentido ¨²ltimo de su escrito. Por ejemplo, yo... yo no me mostrar¨ªa demasiado compasivo con Quintero. Eso podr¨ªa quitarle fuerza al texto y, sobre todo, tampoco es para tanto..., ¨¦l disfrut¨® mucho y, si nos fijamos en lo de La Dama, ?qui¨¦n no es por fin Rafael Quintero? Antes o despu¨¦s, todos perdemos o no vemos algo que ten¨ªamos al lado y que buscamos o quisimos toda la vida.
El visitante se esper¨® una disertaci¨®n moralista corta o larga y, mientras saboreaba el jerez, resolvi¨® entretenerla figur¨¢ndose el majestuoso prestigio que la soledad y la noche prestar¨ªan en ese momento a los sarc¨®fagos. Luego oje¨® por el balc¨®n el gui?o de los faros y el parpadeo menudo de las luces en la bah¨ªa a oscuras; crecido ya, el levante revolv¨ªa las hojas de los ¨¢rboles, rizaba la marea y comenzaba a cimbrear la araucaria grande al fondo de la Alameda.
La pl¨¢tica moralista no lleg¨®, sin embargo.
-Hay que reconocer -dijo el anciano sin desclavar los ojos de la alfombra- que los poetas dan a veces con lados singulares de la realidad y que, a su manera, son ciertos. No esperaba que hablase usted como lo ha hecho, pero siento no estar de acuerdo en bastantes cosas. Cada cual tiene sus verdades, claro.
FAMILIA
El visitante apur¨® su vino antes de levantarse.
-Yo respeto las suyas -dijo.
-De eso no estoy ya tan seguro -sonri¨® don Marcos-. Usted... usted est¨¢ muy de lleno en la vida, lo s¨¦. Y no es solamente por la edad. Yo era un muchacho y ¨¦l era ya mayor, pero Rafael Quintero tambi¨¦n estuvo muy en la vida, tambi¨¦n. Lo m¨ªo... bueno, lo m¨ªo ha sido la familia. Y los libros, la iglesia... Eso es mucho, pero... -lo dijo como si se le escapara, con un eco hondo y pesaroso, para volver en seguida a su tono de siempre-: ?No lo vi a usted el domingo a la salida de misa de doce, en San Francisco?
-S¨ª -contest¨® el visitante-. Es que me hab¨ªa citado en la plaza a esa hora con una amiga.
-Ah, ya -dijo don Marcos entre defraudado e indiferente.
Y se levant¨® para despedirlo, rehusando su insistencia en que no se molestara.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.