Las migraciones de agosto
En aquellos veranos de la miseria y del boato, agosto duraba tres meses largos. Todo era largo entonces, con la inmovilidad polvorienta de lo eterno, y nunca acababan el miedo, el racionamiento, el curso, el primer amor. La dictadura se mostraba descaradamente a¨²n m¨¢s inacabable durante los interminables veranos, en cuyas tardes el sol iba bajando como en paraca¨ªdas y se quedaba en suspenso sobre la l¨ªnea del horizonte, mientras los vecinos sacaban las sillas a la acera y en las acacias alborotaban los vencejos. Por entonces, la dictadura fue en las ciudades un crep¨²sculo, sofocante e inm¨®vil, que alargaba las tardes hasta la anemia.El pan era blanco en los pueblos de las monta?as, a los que la mayor¨ªa de las familias veraneantes acud¨ªan por razones de tuberculosis. Todo, desde las desnudas bombillitas del alumbrado urbano hasta los sermones dominicales, desde las par vas recolecciones inacabables hasta los trenes que circulaban a velocidad de trillo, cobraba en agosto el amarillo churretoso de aquellas tiras en cuya pringue agonizaban las moscas durante semanas. A la hora del paseo crepuscular por la carretera, el traqueteo del autob¨²s de l¨ªnea constitu¨ªa el m¨¢s destacado acontecimiento del d¨ªa. Y con raz¨®n, porque aquel traqueteo de la carrocer¨ªa, superior al ruido del motor a gas¨®geno que lo provocaba, recordaba por unos instantes que, al menos, se viv¨ªa en el siglo XX.
Carabelas parec¨ªan, desde las desiertas playas, las barcas que sal¨ªan a echar el chinchorro, ahorrando el petr¨®leo de las l¨¢mparas a la incierta claridad de un sol reci¨¦n sumergido en la mar imperial. Las ma?anas lluviosas en el litoral duraban lo que un invierno noruego, y eran largas tambi¨¦n, como la negra serpiente de los seminaristas en asueto hacia el faro, las faldillas de los ba?adores femeninos, las sacralizadas horas de la digesti¨®n, las victorias hiperb¨®licas del Eje y las laber¨ªnticas ceremonias de un noviazgo de verano. De pronto, el tiempo se mov¨ªa como rabo de lagartija reci¨¦n cortado. Y es que el dictador se mudaba de ciudad a ciudad, y en el ritual de la despedida y de la bienvenida, entre cachalote y cachalote, se sent¨ªa la falsa brisa oto?al del ecuador del verano. Hasta el Gobierno se reun¨ªa, como si el pueblo necesitase ser gobernado.
En las ciudades de la indolencia y el bochorno s¨®lo qued¨¢bamos los pobres y los vagos, multitudes en camiseta. Durante aquellos meses milenarios, la m¨¢s apasionante actualidad nacional que publicaban los diarios eran los 26 puntos de la Falange. ?nicamente un astr¨®nomo pod¨ªa calcular la duraci¨®n de un domingo de agosto, y hab¨ªa quien, en ese tiempo eviterno de un domingo de agosto, se le¨ªa ¨ªntegro El Critic¨®n, de Graci¨¢n, creyendo por el t¨ªtulo haber encontrado un oasis de discrepancia.
De todas las colas diarias que el madrile?o cumpl¨ªa, la m¨¢s esperanzadora era la siempre concurrida cola ante la taquilla de una estaci¨®n del metro; y la m¨¢s estimulante, la cola a pleno sol frente a la camioneta de las barras de hielo. Quiz¨¢ naci¨® entonces la leyenda de que el lugar m¨¢s fresco de la patria son las estaciones de la l¨ªnea Tetu¨¢n-Vallecas. Y, desde luego, en aquella ¨¦poca tuvo su origen la escuela gastron¨®mica madrile?a, que todo, hasta las aspirinas y los huevos fritos, lo come y lo bebe con hielo. Por las noches ol¨ªa a botijo, y en los patios de vecindad (que el fatal paso del tiempo llenar¨ªa del zumbido de los acondicionadores de aire) cencerreaban el parte y la flamenquer¨ªa coplera de una menegilda soprano. A la madrugada, en las breves horas en que el m¨²sculo dorm¨ªa y la ambici¨®n (de garbanzos) descansaba, sonaban campanas.
Pero ?as¨ª fue entonces? A quienes vivimos aquellos veranos descomedidos de la posguerra nos resulta m¨¢s inconcebible que penoso recordar la duraci¨®n que entonces ten¨ªa el tiempo. Aquel tiempo inm¨®vil contribu¨ªa a cimentar esa sensaci¨®n de inmortalidad (esa falta de percepci¨®n de la mortalidad), que se llama juventud. Porque, a pesar de tanta piojer¨ªa, no s¨®lo fuimos j¨®venes (creedme, muchachos), sino que, empantanados en el fluir viscoso de aquel tiempo, supusimos que continu¨¢bamos si¨¦ndolo mucho despu¨¦s de que hubi¨¦semos dejado de serlo. Cuando despert¨¢semos, all¨¢ por las edades aurorales de los planes de desarrollo, en los d¨ªas en que el ministro de Hacienda de turno hac¨ªa ya turno de tarde, habr¨ªamos de encontrarnos at¨®nitos y estafados. Nuestra juventud hab¨ªa acabado y, aunque ignor¨¢bamos cuando, resultaba, evidente que hab¨ªa mucho.
La narrativa aleg¨®rica suministra ejemplos de este fen¨®meno de no verlas venir. Hay quien encanece de la noche a la ma?ana; hay quien descubre que es su nieta la chica que le ha gui?ado desde la ventanilla de un autom¨®vil; hay el monje que se detiene, a escuchar el silbido de un mirlo, y cuando da el siguiente paso han transcurrido dos siglos. Sin embargo, la narrativa aleg¨®rica ha trabajado menos ese otro fen¨®meno de consultar el reloj y comprobar que, sin aparente soluci¨®n de continuidad, se ha pasado de la ignorancia al pasmo, del odio arrebatado a, la convivencia pac¨ªfica con el odio, de la inmortalidad al tiempo de la nostalgia.
As¨ª fue entonces. Ahora, esa verg¨¹enza que produce la nostalgia se duplica, al a?orar una juventud indisolublemente unida al hedor del estercolero de aquella dictadura. Por supuesto que nadie que haya sobrevivido a los d¨ªas de Carlos II, por mucho que lo pretenda, puede olvidar. La tiniebla y la mugre, la gelidez del tiempo yerto, se adhieren incluso al olvido. Incluso si se quiere recordar que la juventud fue larga, inconcebiblemente larga, y hermosa, la memoria nos repetir¨¢, con la tozuda monoton¨ªa de aquellos a?os, que fuimos felices en tiempos de oprobio.
Agosto dura ahora un mes, tanto para los que huyen como para los que, m¨¢s holgados, nos quedamos tan c¨¢lida, y ricamente en la ciudad. Obviamente es agosto el que ha emigrado de la duraci¨®n ilimitada a la precipitaci¨®n ef¨ªmera del calendario. Aquellos agostos nos han dejado, junto al legado de la sucia nostalgia, la herencia de esa inmadurez del que vivi¨® atemporalizado y recibi¨® tal susto, al escuchar cantar al gallo y mirar el reloj, que por siempre qued¨® incapacitado para ser lo m¨¢s congruente que, en democracia, en verano y a nuestra edad, toda persona sensata debe ser: un viejo verde.
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