Un predicador incr¨¦dulo
Hace un par de d¨¦cadas, los cin¨¦filos de aqu¨ª y de todas partes con patente de exquisitos sol¨ªan tratar a patadas a John Huston. Por lo visto no era un cineasta lo bastante refinado para ellos. De ah¨ª que su tosquedad, que como adjetivo de su estilo no deja de ser una observaci¨®n en parte cierta, envolviera a todos cuantos signos pod¨ªan extraerse de su obra, por poderosos y singulares que estos fueran. Y lo que era una justa calificaci¨®n se convirti¨® as¨ª en una injusta descalificaci¨®n.En la etapa final de su carrera, sobre todo a partir de la creciente audiencia de Reflejos en un ojo dorado, el tosco John Huston parece que se ha ganado a trancas y barrancas, con su ciertamente rudimentario estilo a cuestas, el lugar en el Olimpo de los cineastas elegidos que antes le negaban los confeccionadores de listas de ingresos en el reino de San Griffith y San Stroheim. Y a su antigua tosquedad se le ha rebautizado, con aires de coartada, con el nombre comod¨ªn de eficacia.
Pero Huston fue mucho, much¨ªsimo m¨¢s que un cineasta simplemente eficaz. Era por lo pronto un guionista de genio. Cre¨®, o contribuy¨® decisivamente a crear, g¨¦neros como el thriller. Su El halc¨®n malt¨¦s y, sobre todo, La jungla de asfalto son considerados hoy universalmente como dos prodigios de estilo negro. Ahond¨® en otros g¨¦neros, como el melodrama y el western, donde su El tesoro de Sierra Madre, El c¨ªrculo rojo del valor, Los que no perdonan, Vidas rebeldes y El juez de la horca son monumentos de iron¨ªa, intensidad y originalidad.
Hizo, junto a algunas mediocres, otras pel¨ªculas no menos conmovedoras -por ejemplo Sangre sabia y La noche de la iguana- algunas de ellas aut¨¦nticos pu?etazos de celuloide. Se preocup¨® poco de cribar su lenguaje de imperfecciones, pero su personalidad y su imaginaci¨®n eran tan poderosas que hasta esas sus imperfecciones eran en ¨¦l parte inseparable de la distinci¨®n de su estilo.
John Huston, cineasta poco amigo de los matices, tuvo el m¨¦rito de acu?ar, trago a trago, una extra?a sabidur¨ªa para hacer minituras con brochas gordas. No se met¨ªa en bordados. Tej¨ªa espartos, pero de un tir¨®n era capaz de definir un tipo e incluso una situaci¨®n y vaciar con un s¨®lo plano lo que muchos almibarados no alcanzaban ni tan siquiera a enunciar en una secuencia. Su arma no era la caligraf¨ªa, sino el grano.
Siempre fue, tal vez por esto, una especie de moralista al rev¨¦s. No un juez, sino algo muy distinto, una especie de predicador a pesar suyo. Y lo atractivo de esta su inclinaci¨®n es que predicaba a nadie y desde ninguna parte, ni siquiera desde s¨ª mismo. Como todos los incr¨¦dulos profundos, era de la estirpe de los que aman intensamente la vida y de los que tienen como ¨²nica fe la idea de que el destino de los hombres humanos pasa inevitablemente por el abandono de toda fe. Fue por ello una especie rara de optimista desesperado.
Un francotirador
John Huston fue uno de los escasos ateos consistentes que ha dado el cine, arte poco propicio para albergar teolog¨ªas del derecho o del rev¨¦s. Fue, con maneras rudas, un materialista tierno y esc¨¦ptico, enamorado de las debilidades humanas. Amaba los gestos. Le entusiasmaban los seres grandilocuentes que no tienen nada que decir; los andariegos condenados a vivir sentados; los pusil¨¢nimes obligados a ponerse contra su voluntad en movimiento. Le enternecieron las contradiciones humanas hasta tal punto, que extrajo de ellas algunas de las pocas Joyas, que el cine ha proporcionado a la historia del conocimiento de los hombreas. Sab¨ªa crear armon¨ªa con retales chirriantes y era capaz de amar lo feo y destapar el lado odioso de lo bello.
Su muerte es la de uno, tal vez el ¨²ltimo, de los grandes cineastas de la generaci¨®n perdida norteamericana, aquella que naci¨® bajo la sombra de Franklin Delano Roosevelt en los a?os de entreguerras y pereci¨® o supervivi¨® -lo que viene a ser lo mismo- en las sordas batallas de la guerra fr¨ªa, en la segunda posguerra mundial. Amante de los solitarios, Huston encontr¨® su camino en la ruta de los francotiradores. Se hizo el sordo, se embuti¨® en sus ojeras de gran bebedor, se atrincher¨® detr¨¢s de su sonrisa de viejo p¨²gil pasado por todos los mamporros, y sigui¨® erguido hasta el final, disfrutando como un ni?o de su oficio y dando con ¨¦l lecciones de eficacia a los estetas. Cre¨® cine y lo pas¨® bien cre¨¢ndolo. No hay que llorar su fin. Ha muerto despu¨¦s de haber vivido, cosa que no se puede decir de muchos.
Babelia
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