La ¨²ltima muerte de Libertv Valance
Era Lee Marvin un genio en el arte del bien matar y del buen morir. Es dif¨ªcil saber cual de las dos cosas hac¨ªa mejor delante de una c¨¢mara, pues era insuperable en ambas. Muri¨® en la pantalla casi tantas veces como pel¨ªculas hizo. Y envi¨® al otro mundo a muchos m¨¢s contendientes, pues hay filmes -como Doce del pat¨ªbulo, de Aldrich, y Los sobornados, de Lang- en los que las v¨ªctimas de la espectacular furia homicida de Marvin superaron con creces el n¨²mero de pel¨ªculas en que intervino.La m¨¢s legendaria de sus muertes ocurri¨® en 1962, el a?o en que John Wayne se convirti¨®, a costa del buen saber morir de Marvin, en El hombre que mat¨® a Liberty Valance. Fue ¨¦ste un suceso cinematogr¨¢fico raro e inolvidable, pues en ¨¦l un actor secundario -como fue Lee Marvin hasta que gan¨® un Oscar por su histri¨®nica actuaci¨®n en la mediocre Cat Ballou de Elliot Silverstein- alcanz¨®, sin dejar de ser actor de segunda fila, la fama universal reservada a las estrellas.
Y ah¨ª est¨¢ la gran paradoja de este actor: lo mejor de su singular carrera hay que buscarlo en la sombra de sus peque?as creaciones iniciales y no m¨¢s tarde, cuando la fortuna le hizo saltar a las cabeceras de los repartos. Si grande era la superestrella de Los profesionales y de La leyenda de la ciudad sin nombre, mucho m¨¢s grande era el oscuro e inquietante prodigio en letra peque?a que llen¨® de energ¨ªa e iron¨ªa a las im¨¢genes de Ataque, de Robert Aldrich; de A quemarropa, de John Boorman; de Los asesinos, de Don Siegel; de Siete hombres para la horca, de Boetticher; de S¨¢bado violento, de Richard Fleischer; y de La taberna del irland¨¦s, de Ford.
De ah¨ª que Lee Marvin, aunque siempre inundaba de un impetuoso chorro de electricidad humana a todo el celuloide que atrapaba su rostro, sea y ser¨¢ siempre recordado m¨¢s por sus humildes comienzos que por su encumbrado final de carrera. Un cuarto de siglo despu¨¦s, el Lee Marvin que prest¨® su cuerpo a Liberty Valance es quien sigue obstinadamente pegado a la memoria del cine. Nueva paradoja digna de ¨¦l: Lee Marvin vivir¨¢ siempre a causa de sus muertes.
Era un actor intuitivo, sin escuela, con un endiablado instinto para apoyar sus composiciones en su, a veces aparatoso, aparato gestual. Mal dirigido, tend¨ªa a sobreactuar; pero, cuando la c¨¢mara le frenaba y matizaba la arrogancia de sus recursos, Lee Marvin era impar en su terreno. Y su terreno, lo que le convirti¨® en un actor incatalogable, es esa su an¨¢rquica y estrepitosa mescolanza, entre el furor y el humor, que le permiti¨® mantener en pie, e incluso hacer perfectamente cre¨ªbles, a personajes tan extremados como el inconcebible Vince Stone, aquel fren¨¦tico g¨¢rster sic¨®pata que interpret¨® en Los sobornados, de Fritz Lang.
Es esta una creaci¨®n que, como la del personaje fordiano Liberty Valance, pese a ser secundaria o tal vez por el hecho de serlo, hay que situar, pcr su terrible y casi insostenible: intensidad, en la demarcaci¨®n del genio de la transfiguraci¨®n humana. Ese era el secreto del arte de Marvin: la transfiguraci¨®n. Convenc¨ªa por una especie de decreto de su presencia y por la inminencia de que algo inesperado pod¨ªa saltar repentinamente de ella, un giro vertiginoso, una r¨¦plica gestual tan violenta y tan veloz, que entraba en la l¨®gica de lo imprevisible, de lo m¨¢gico.
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