El uso del idioma
Nunca est¨¢ de m¨¢s partir de lo t¨®pico y consabido. Y cuando aquello de que se va a tratar es el uso del idioma, nada m¨¢s t¨®pico y m¨¢s consabido que llamar al hombre animal racional, saber que la raz¨®n a que se refiere el adjetivo racional es la ratio latina y tener noticia de que el t¨¦rmino logos, del cual es traducci¨®n esa ratio, significa a la vez palabra y raz¨®n. As¨ª definido, el hombre es un animal dotado de habla; el hecho de hablar es lo que mejor especifica su gen¨¦rica condici¨®n animal. "?C¨®mo est¨¢ usted?", preguntaban a un espa?ol, difunto ya, tan amigo de los placeres del cuerpo como de la amigable charla. Y muy aristot¨¦lico, respond¨ªa el hombre: "Ya ve. Tan animal y tan racional como siempre".Alguien dir¨¢: "Y el callar en determinadas ocasiones, ?no es algo tan humano como el hablar?". Es cierto. En abono de esa aguda objeci¨®n, citar¨¦ -otras veces lo he hecho- un suculento texto de Ortega: "Y luego habr¨¢ quien diga: 'Vamos a hablar en serio de tal cosa'. ?Como si eso fuera posible! ?Como si hablar fuese algo que se pueda hacer con ¨²ltima y radical seriedad, y no con la conciencia dolorida de que se est¨¢ ejecutando una farsa -farsa a veces noble, bien intencionada, inclusive santa-, pero, a la postre, farsa! Si se quiere de verdad hacer algo en serio, lo primero que hay que hacer es callarse". Hace no pocos a?os, algo escrib¨ª yo acerca del silencio ante las situaciones en que, como suele decirse, "no tenemos palabras". Pero el silencio es, en definitiva, humano -no es el del pez o el de la piedra- cuando con ¨¦l dice un hombre lo que con palabras no puede o no quiere decir. Hablar, decir, es lo que hace hombre al hombre.
Pues bien: si el idioma es el c¨®digo de las se?ales sonoras y gr¨¢ficas con que un pueblo mejor manifiesta su identidad -esto es: el hecho de ser hombres y de serlo de un modo peculiar los individuos que lo componen-, ?no ser¨¢ uno de sus primer¨ªsimos deberes procurar que sea correcto y, en la medida de lo posible, rico y elegante, el uso del idioma que le identifica? Muy conscientes de ello, as¨ª proceden el Estado y la sociedad en los pa¨ªses m¨¢s conscientes de su dignidad hist¨®rica.
En Espa?a cuidan -deben cuidar- de ello las instituciones educativas y la Real Academia Espa?ola. ?En medida suficiente? Tratemos de verlo.
Ense?ar a hablar y a escribir correctamente, procurar que todos los habitantes de Espa?a sepan expresar con propiedad y decoro, tanto con la palabra hablada como mediante la palabra escrita, su condici¨®n de hombres y su condici¨®n de espa?oles, deber¨ªa ser, seg¨²n lo dicho, empe?o permanente de todas sus instituciones educativas, desde la escuela primaria hasta el aula universitaria. Ense?ar a leer textos de los buenos prosistas, a escribir una carta, la descripci¨®n de un paisaje o el curso de un suceso, a componer aceptablemente los documentos m¨¢s propios de la profesi¨®n para que uno se forma -el m¨¦dico, una historia cl¨ªnica; el abogado, un dictamen jur¨ªdico; el f¨ªsico, el comentario de un texto cient¨ªfico-, tendr¨ªa que ser y no es preocupaci¨®n general y constante de los educadores. ?Atienden los planes de estudios al remedio de tal menester? Mi larga experiencia de calificador de ex¨¢menes escritos me fuerza a responder negativamente.
Instituciones educativas deben ser tambi¨¦n los medios de comunicaci¨®n social. Un peri¨®dico, una radio y una televisi¨®n que se estimen no deben limitarse a informar, divertir e interpretar con acierto lo que pasa en el mundo; deben tambi¨¦n ense?ar el buen uso del idioma, practic¨¢ndolo ellos y, por a?adidura, educando en tal sentido a sus lectores y oyentes. En Espa?a, ?lo hacen en medida suficiente? (Un par¨¦ntesis. La Academia Espa?ola quiso disponer de un breve espacio televisivo para comentar con prop¨®sito de amenidad los bueno y los malos usos del habla actual. No lo consigui¨®.)
El contenido de este par¨¦ntesis me lleva de la mano a exponer sumarianiente lo que a este respecto hace y se propone hacer la Academia Espa?ola. Las tres primeras l¨ªneas de sus estatutos -establecidos por Isabel II en 1858, reformados y actualizados por Juan Carlos I en 1977- dicen as¨ª: "La Academia Espa?ola tiene por instituto velar por la pureza, propiedad y esplendor de la lengua castellana"; y, por tanto, a?ado yo, de su uso social. Todo lo discutibles y todos los perfectibles que se quiera -vengan cr¨ªticas fundadas a unos y a otras-, ¨¦se es el fin que la Academia se propone y que en buena medida alcanza con sus diccionarios y sus gram¨¢ticas. Sabe la Academia que es valioso lo que hasta ahora en ese sentido viene haciendo, pero no est¨¢ satisfecha con ello, aspira a m¨¢s. Y puesto que, como t¨¦rmino ad quem de tantas empresas, tanto se habla ahora del a?o 1992, todo lo posible va a hacer para que en esa fecha se hallen difundidos por toda la extensi¨®n de nuestro idioma un diccionario y una gram¨¢tica de nuestra lengua a la altura de lo que la lexicograf¨ªa y la ling¨¹¨ªstica exigen en este cabo final del siglo XX.
No es bastante, sin embargo. En todos los ¨®rdenes de la vida, la sociedad exige que dialoguen abiertamente con ella quienes en una u otra forma intentan dirigirla. Por una parte, exponiendo seria y lealmente los problemas respecto de los cuales ella tiene que adoptar actitud y conducta. ?Con qu¨¦ autoridad, si no, puede pedirse de ella un voto, si se trata de asuntos pol¨ªticos, o un modo de conducirse, si es una, reforma de sus h¨¢bitos lo que se pretende? Por otro lado, oy¨¦ndola con abierta voluntad de comprensi¨®n y teniendo en cuenta su sentir.
Con plena conciencia de este deber, la Academia acaba de crear en su propia casa la instituci¨®n que desde hace meses, nonnata todav¨ªa, en sus sesiones viene siendo llamada Aula de la Real Academia Espa?ola. Una vez al mes ser¨¢n autorizadamente expuestos, discutidos en ella ante el p¨²blico madrile?o -y, a trav¨¦s de ¨¦l, ante el p¨²blico de Espa?a entera- los diversos y acuciantes problemas con que para su vigencia y su buena salud tiene que debatirse hoy nuestro idioma: su mal uso, donde quiera que ¨¦ste se halle; las dificultades que para su general y correcto empleo pueda crear el biling¨¹ismo, en las comunidades aut¨®nomas donde el biling¨¹ismo haya de ser la regla; su situaci¨®n y sus necesidades en los pa¨ªses, los Estados y las ciudades en que se lucha por su permanencia (Puerto Rico) o debe lucharse por ella (ciertos Estados norteamericanos, la ciudad de Nueva York); la conservaci¨®n del ladino en Israel y del castellano en Filipinas; el agobiante reto que nos lanza la penetraci¨®n de los tecnicismos anglosajones; la ineludible relaci¨®n con el mundo de la inform¨¢tica... Y pasando del idioma en cuanto tal a lo que con ¨¦l se escribe, la ocasional utilizaci¨®n de esta reci¨¦n nacida aula para que alg¨²n acad¨¦mico hable de su obra literaria. De todo ello ser¨¢ digno p¨®rtico la conferencia que en ella va a pronunciar hoy mismo el gran fil¨®logo y ling¨¹ista Rafael Lapesa.
Una nobil¨ªsima empresa hist¨®rica, el buen uso y el perfeccionamiento de nuestro idioma -que no s¨®lo es el de Cervantes, Lope y Quevedo, que es tambi¨¦n el de Cajal, Unamuno y Ortega, y el de cuantos m¨¢s all¨¢ del mar sean a ellos equiparables- nos est¨¢ llamando a todos: gobernantes y gobernados, acad¨¦micos y antiacad¨¦micos, educadores y educandos, escritores, y lectores, empresarios y obreros. En este incierto y revuelto mundo, ?lograremos entre todos que las palabras alma, aire, mar, libertad y todas las que en nuestros diccionarios las acompa?an, conserven y aun aumenten su vigencia y su prestigio? Con frase que uno de los nuestros emplea con frecuencia, los acad¨¦micos de la calle de Felipe IV decimos: "Por nosotros, no quedar¨¢".
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