Los miedos del s¨ªnodo
El s¨ªnodo de obispos que acaba de celebrarse en Roma sobre el papel de los seglares en la Iglesia cat¨®lica ha sido el s¨ªnodo del miedo. Sobre ¨¦l han aleteado los fantasmas negros: la mujer y la prensa.Coincid¨ªan las bodas de plata de la proclamaci¨®n del Concilio Vaticano II, el de la apertura a la esperanza, convocado por un Papa que excomulg¨® a los "profetas de desventuras" y reconcili¨® a la Iglesia con el mundo moderno. Y por vez primera los medios de comunicaci¨®n social hab¨ªan podido penetrar en los secretos debates conciliares.
En vez de festejos del 25? aniversario del hecho m¨¢s explosivo de este siglo en la Iglesia cat¨®lica, estos d¨ªas ha habido silencio, casi un funeral por parte del papa Wojtyla y del s¨ªnodo. Ha sido como un borr¨®n y cuenta nueva. Y como postre, se ha hecho coincidir con esta fecha gloriosa el retorno a la Iglesia, sin condiciones, del anticonciliar por antonomasia, el arzobispo rebelde franc¨¦s Marcel Lefevbre, suspendido a divinis por Pablo VI por sus insultos al concilio.
El s¨ªnodo discuti¨® uno de los problemas que fueron cruciales en el concilio: el de la colocaci¨®n en la Iglesia de los seglares, cosa que supon¨ªa un cambio radical en la concepci¨®n piramidal y jerarquizada de la Iglesia de Roma tras la recuperacion del concepto de pueblo de Dios como sujeto primordial de la Iglesia de Jesucristo.
Al s¨ªnodo han asistido 60 seglares. Algunos, muy pocos, lograron levantar su voz. Los m¨¢s siguieron las consignas de Roma, que los hab¨ªa elegido. Ninguno pudo votar. Debi¨® haber habido pol¨¦mica dentro del aula sinodal sobre el tema de la mujer y de los movimientos crisitianos modernos que no gustan demasiado a los obispos por varias razones, sin excluir el que los consideran poco obedientes a la di¨®cesis. Tuvo que haber pelea si no fue posible al final llegar a la redacci¨®n de un documento com¨²n y definitivo, y se ha declinado en el Papa dicho papel, y si la excusa que se dio, al silencio informativo fue que la Prensa deb¨ªa conocer "s¨®lo los elementos de comuni¨®n" de las discusiones e intervenciones. ?Cu¨¢les fueron los elementos de no comuni¨®n?
Se filtr¨® s¨®lo que los obispos de Canad¨¢ -y probablemente no s¨®lo ellos- llegaron a poner en tela de juicio la persuasi¨®n personal de Juan Pablo II de que el tema del sacerdocio de la mujer est¨¢ ya zanjado teol¨®gicamente y no se puede ni discutir. A ellos les pareci¨®, al rev¨¦s, que "no existen argumentos convincentes" para excluir a la mujer de los ministerios sacerdotales.
Hubo miedo no s¨®lo de decidir algo -cosa que puso en crisis a algunos obispos norteamericanos que exclamaron: "Y ahora, ?c¨®mo decimos a nuestros feligreses que, tras un mes de debate, no hemos aprobado nada de concreto?"-, sino tambi¨¦n miedo de "seguir investigando". Miedo de que la Prensa supiera y miedo a deso¨ªr las consignas de la curia romana. Por vez primera los obispos no entregaron, ni a los periodistas de sus respectivos pa¨ªses, el texto oficial de sus intervenciones y no se conoci¨® ni la direcci¨®n ni los tel¨¦fonos de los padres sinodales. Se les prohibi¨® conversar con los medios de comunicaci¨®n. As¨ª, los espa?oles esta vez se quedaron, por ejemplo, sin conocer el texto original del discurso del arzobispo D¨ªaz Merch¨¢n que, al parecer, fue interesante y abierto.
Alguien se escandaliz¨® cuando hace unos meses, desde este mismo diario, denunci¨¦ el "miedo de Dios" que a¨²n anida en una parte de la Iglesia oficial. Creo que hoy ser¨¢ m¨¢s dif¨ªcil a todos negar que el ¨²ltimo s¨ªnodo ha sido un en¨¦simo ejemplo de dicho miedo.
Cristo predicaba, discut¨ªa, se airaba, amenazaba, insultaba y curaba en publico, en plazas y calles, a la luz del sol. Y dec¨ªa que la Palabra hab¨ªa que gritarla "hasta desde los techos de las casas". No ten¨ªa secretos con la Prensa. No temi¨® contaminarse con el tema. de la mujer, que entonces s¨ª era tab¨² para la Iglesia de su tiempo, y hasta peligroso. Rompi¨® con todos los tab¨²es que le amordazaban. En su comitiva apost¨®lica estaban siempre las mujeres. Y fue a una mujer, la samaritana, "que hab¨ªa tenido cinco hombres", no una virgen, que hab¨ªa coqueteado con ¨¦l mientras recog¨ªa agua del pozo, a quien envi¨® como nuncio para prepararle el terreno entre los ateos samaritanos que no lo quer¨ªan recibir.
Se escandalizaron -lo dice el Evangelio- hasta los ap¨®stoles. Porque la mujer entonces era un cero a la izquierda en la sociedad jud¨ªa. No se le pod¨ªa ense?ar la escritura, no pod¨ªa hablar en p¨²blico, no pod¨ªa saludar ni a su marido si lo encontraba por la. calle. No era testigo cre¨ªble en un juicio. Se la pod¨ªa repudiar.
A casi dos mil a?os de distancia, y cuando ya la sociedad civil ha acabado en gran parte del mundo con el odioso racismo femenino, al haber sancionado la total igualdad jur¨ªdica entre ambos sexos, la Iglesia de Roma y un s¨ªnodo universal han tenido miedo hasta de permitirle a la mujer "ser monaguillo". La mujer sigue siendo as¨ª pecado para la Iglesia. Por eso no debe acercarse demasiado al altar, lugar de lo sagrado y del misterio. El sexo femenino sigue dando miedo a Roma. La mujer, a quien ya algunos santos padres hab¨ªan puesto en tela de juicio que tuviera alma, sigue siendo hoy una minusv¨¢lida para las funciones del, ministerio sacerdotal.
El peligro, seg¨²n r¨ªo pocos, es que la Iglesia, que con el Concilio hab¨ªa recuperado buena parte del tiempo perdido en su di¨¢logo con el mundo contempor¨¢neo, vuelva a perder hoy el tren de la historia. Alguien llega a pensar en una especie de "maldici¨®n oculta" que empuja siempre a la Iglesia a llegar tarde a las citas importantes de la historia real de los hombres.
Y la historia acaba a veces burl¨¢ndose de ella. Me ha contado un prelado franc¨¦s, despu¨¦s del s¨ªnodo, que en Francia casi en todas las iglesias las ni?as hacen ya de monaguillos. Y no por rebeld¨ªa a Roma, sino sencillamente porque, explic¨®, "los varones ya no quieren ayudar a misa".
Tambi¨¦n, por lo que se refiere a la negaci¨®n de Roma para que la mujer pueda llegar al sacerdocio real, el peligro es, dec¨ªan las mujeres cat¨®licas canadienses durante el viaje del papa Wojtyla a aquel pa¨ªs, que la Iglesia se decida a abrir su mano cuando "ya los hombres no quieran ser sacerdotes". Y a?ad¨ªan: "Y entonces nosotras diremos tambi¨¦n que no".
El te¨®logo italiano Ernesto Balducci, escolapio, suele decir que la Iglesia permitir¨¢ el matrimonio de los sacerdotes cuando "los seglares no quieran casarse por la Iglesia al no creer en la indisolubilidad eterna del matrimonio", alegando entonces, a?ade, "que los curas deber¨¢n dar ejemplo de buenos esposos, fieles hasta la muerte".
Mucho me temo que no sean en el fondo las razones teol¨®gicas lo que mantiene en la Iglesia el miedo a la mujer y al matrimonio de los sacerdotes. Alguien las ha llamado "razones econ¨®micas". Lo que s¨ª es cierto es que las puertas que hab¨ªa abierto el Concilio han empezado a cerrarse alarmantemente, como acaba de denunciar la obra Traici¨®n del Concilio, escrita por varios autores, editada por CIaudiana, y de la que el te¨®logo espa?ol Gonz¨¢lez Ruiz ha comentado que es lo mejor que se ha publicado en los ¨²ltimos tiempos.
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