El naufragio de los pobres
NO ES cierto, como a veces pretende cierta sabidur¨ªa de la resignaci¨®n popular, que la muerte sea el gran igualador y que llegue igual para pobres y ricos. Muy al contrario, para los pobres llega antes y, sobre todo, m¨¢s. Dos tr¨¢gicos sucesos, ya inscritos en la n¨®mina de los desastres navales de la historia, han servido este a?o para mostrar hasta qu¨¦ punto la muerte tiene un precio y c¨®mo en Occidente la vida humana es mucho m¨¢s cara que en el llamado Tercer Mundo.El transbordador filipino Do?a Paz se hundi¨® en la madrugada del lunes pasado despu¨¦s de haber chocado con un peque?o petrolero en su ruta hacia Manila. No se sabr¨¢ nunca cuantos perecieron exactamente en la cat¨¢strofe, aunque s¨ª que dif¨ªcilmente pod¨ªan ser menos de 2.500. Y no se sabr¨¢ porque las previsiones sobre aforo de estos barcos no se cumplen en Filipinas, ni en la mayor¨ªa de los pa¨ªses del ¨¢rea que viven en el subdesarrollo.
El Do?a Paz hab¨ªa sido dise?ado para albergar unos 600 pasajeros. Al iniciar su fat¨ªdico viaje el armador lo ten¨ªa aforado para 1.493 pasajeros y unos 60 tripulantes, y ese es el parte de p¨¦rdida de vidas -menos 26 supervivientes- que con singular indiferencia da como oficial la San Sulpicio Lines. Nadie ignora, sin embargo, que esa cifra era la de pasajeros que abordaban el barco en origen y que en las sucesivas escalas se acomodaban cuantos pod¨ªan, y que, a mayor abundamiento, los ni?os no, necesitaban pasaje. Se calcula que pod¨ªa haber m¨¢s de mil de ellos al margen de todo control en el Do?a Paz.
El 6 de marzo pasado un transbordador brit¨¢nico que hac¨ªa la l¨ªnea Dover-Zeebrugge sufri¨® un percance de parecida gravedad y en el mismo fallecieron 174 personas. Evidentemente no se trata de comparar desastres por el n¨²mero de los que perdieron la vida. Esa contabilidad no puede nunca tener valor de cambio. Pero s¨ª es cierto que en el Herald of Free Enterprise, con 463 pasajeros a bordo, el derecho de admisi¨®n para la muerte estaba cuidadosamente regulado. Por otra parte, el fallo humano que, lamentablemente, no distingue de rentas per capita, se daba en los dos casos. En el buque filipino parece que un oficial en pr¨¢cticas estaba al mando mientras los titulares holgaban en uno de los puentes; y en el transbordador brit¨¢nico no se hab¨ªan cerrado las compuertas de la bodega, lo que permiti¨® que un golpe de mar la inundara causando la tragedia.
No cabe duda de que la responsabilidad primera de que ocurran cat¨¢strofes perfectamente evitables como las anteriores, reside en las autoridades del pa¨ªs que no establecen reglas de seguridad adecuadas, o, como en el caso filipino, poco hacen para ¨¦stas se observen. Sin embargo, dejar ah¨ª la petici¨®n de responsabilidades ser¨ªa enga?oso. Lo cierto es que en Filipinas, como en gran parte de Asia y en casi toda ?frica, la vida no tiene el mismo valor que en Occidente, porque el Estado y la conciencia p¨²blica del mismo, la capacidad de la sociedad de generar seguridad para sus ciudadanos, es muy inferior a lo que en Europa y Am¨¦rica del Norte se da por descontado.
Sociedades que, como la filipina, han conocido un largo pasado colonial, que luchan por implantar una democracia -y por ello un sistema de responsabilidades- todav¨ªa precaria, que viven en un subdesarrollo en parte atribuible a su absorci¨®n en un sistema de econom¨ªa mundial dirigido por Occidente, son las que generan estos n¨¢ufragos de tercera clase, como les llam¨® el diario franc¨¦s Lib¨¦ration. Esas sociedades tienen derecho a la solidaridad occidental expresada con algo m¨¢s que con huecas palabras de condolencia.
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