Un coche bomba en la Nochebuena de 1800
En la tarde del 24 de diciembre del a?o 1800 estallaba en Par¨ªs un artefacto del tipo de lo que muchos a?os despu¨¦s ser¨ªa conocido como coche bomba, pero al que las cr¨®nicas de la ¨¦poca denominaron "m¨¢quina infernal".Napole¨®n, a¨²n primer c¨®nsul de la Rep¨²blica y objetivo de la acci¨®n, salvaba su vida por un retraso en la combusti¨®n de la mecha y a la destreza de su r¨¢pido cochero, acostumbrado a conducir a su amo a enorme velocidad por las estrechas callejuelas del centro de Par¨ªs. La de San Nicasio, donde se produjo el atentado, ya no existe: es comprensible que Napole¨®n no lamentara su desaparici¨®n cuando orden¨® la remodelaci¨®n de la plaza del Carrousel, de la que era una de las salidas naturales.
Un barril cargado con p¨®lvora y metralla, que simulaba ser una cuba de agua, colocado sobre un carro tirado por un caballo -que los terroristas confiaron, cosa incomprensible, a una ni?a de 15 a?os que result¨® despedazada en la explosi¨®n- en un estrechamiento de la tortuosa calle por la que la presunta v¨ªctima sol¨ªa pasar con frecuencia, fue el instrumento utilizado. Se produjeron 20 muertos y una cincuentena de heridos, y m¨¢s de 40 viviendas quedaron deterioradas.
A pesar de que posteriormente fueron descubiertos los autores, que resultaron ser conspiradores mon¨¢rquicos, apoyados por Inglaterra -dos de los cuales, aprehendidos, fueron ajusticiados-, Napole¨®n se aprovech¨® del estado pasional creado por tan sangriento incidente, y h¨¢bilmente manipulado por ¨¦l, para deportar de inmediato a m¨¢s de un centenar de personas con antecedentes revolucionarios o izquierdistas, que indudablemente le resultaban molestas para sus futuros proyectos personales. Para conseguirlo tuvo incluso que enfrentarse con dureza a su jefe de, polic¨ªa, el eficaz Fouch¨¦, quien ten¨ªa razones sobradas para sospechar que los asesinos eran realistas y no jacobinos, y a quien los hechos pronto iban a dar la raz¨®n.
Arguyendo que ¨¦l, su vida y su persona, eran la ¨²nica garant¨ªa de la paz y el orden en Francia, el que hab¨ªa de ser decidido impulsor del C¨®digo Civil no vacil¨® en perpetrar una hiriente injusticia -a la que salvo raras excepciones accedieron casi todas las personalidades pol¨ªticas implicadas en su tramitaci¨®n, temerosas de destacarse en sus exigencias de justicia si con ello peligraba su proximidad al poder- y los de portados estuvieron a punto de ser linchados varias veces, en su recorrido de Par¨ªs a Nantes, don de por fin fueron embarcados hacia ultramar. Hay que recordar no obstante, que algunos de ellos, a causa de la intercesi¨®n de personas influyentes, pudieron salvarse del destierro. Los de m¨¢s, no tambien relacionados, a ¨¦l partieron sin remedio. Se a?adi¨® as¨ª la ignominia al desafuero
Una o dos moralejas
Pero el fallido magnicidio sirvi¨® para despejar el panorama pol¨ªtico, debilitando a la oposici¨®n en sus dos extremos (realistas y revolucionarios) y creando en el pueblo una vinculaci¨®n paternofilial con quien se hab¨ªa hecho identificar con la misma Francia El camino hacia el consulado vitalicio primero y hacia el imperio despu¨¦s, empezaba a despejarse. Dado el ingenio natural del corso, no parece l¨ªcito dudar que, de haberlo planeado ¨¦l todo, no le hubiera salido mejor. O, dicho de otra forma, que salvado el riesgo fisico -del que, por otra parte, dio sobradas pruebas en combate de no preocuparse muchoquiz¨¢ incluso agradecer¨ªa en su fuero interno a los terroristas el impulso que prestaron a su cada vez m¨¢s irresistible ascensi¨®n hacia el poder total.
No ser¨ªa moraleja suficiente la que de este relato hist¨®rico podr¨ªa extraerse, si se limitara a constatar que los coches bomba, en casi dos siglos, no han evolu cionado mucho: se han limitado a pasar de la insegura p¨®lvora al poderoso amonal, y de las me chas humeantes a los pulcros detonadores accionados a distancia. Poco m¨¢s. Por el contrario, la sangre de sus v¨ªctimas es siempre desoladoramente id¨¦ntica y rabiosamente roja.
Tampoco bastar¨ªa, aunque implicar¨ªa una mayor profundizaci¨®n en los fen¨®menos, deducir que quienes desean ascender en la conquista del -poder suelen aprovechar siempre cualquier vicisitud, por adversa que sea., si con ello se contribuye a fanatizar al pueblo, fomentando en ¨¦l los m¨¢s primarios reflejos, y a revestirse a s¨ª mismos con el manto excelso del carisma. Aunque esto tampoco sea nada nuevo.
Resultar¨ªa, sin embargo, rn¨¢s perspicaz, pero tambi¨¦n m¨¢s desalentador, comprobar que, a menudo, la justicia es un valor supremo mientras sirva, mientras pueda ser instrumento d¨®cil al servicio del poder. Y que parece conveniente soslayarla cuando obstaculiza la acci¨®n del poder, que es el que siempre ostenta la suprema raz¨®n. Para ¨¦l s¨®lo el ¨¦xito es el patr¨®n v¨¢lido de medida. No es estimulante comprobar que son muchos los hombres que as¨ª piensan.
Pero, esperanzadoramente, tambi¨¦n hay otros. A ellos, a los hombres y las mujeres que en las cinco partes del mundo luchan d¨ªa a d¨ªa por la verdadera justicia, y mueren a menudo por ella, todo esto les es de sobra conocido. Lo saben y, a pesar de todo, siguen en su empe?o. Los dem¨¢s, sin embargo, har¨ªamos bien en recordarlo, aunque s¨®lo fuera alguna que otra Nochebuena.
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