Te adoro
Le dije que le ense?ar¨ªa la ciudad. -?De veras, Alex, lo har¨¢s? ?Lo har¨¢s? -pregunt¨® entusiasmada, y de un brinco salt¨® a mi lado, estamp¨¢ndome un sonoro beso en la frente. Era muy alta. Demasiado alta para sus 19 a?os, y demasiado atractiva para m¨ª. No estaba acostumbrado a lidiar con mujeres tan j¨®venes. "?Crees que seguir¨¦ creciendo?", me hab¨ªa preguntado esa ma?ana, con un rictus de preocupaci¨®n en la cara. Por ese rictus yo era capaz de crearle m¨¢s preocupaciones que la altura, los estudios, su carrera universitaria y el incierto porvenir de una actriz en ciernes. "Seg¨²n las ¨²ltimas investigaciones biol¨®gicas sobre el desarrollo del homo sapiens, se puede estimar que muchos adolescentes crecer¨¢n hasta los 25 a?os, sus huesos se estirar¨¢n por lo menos dos cent¨ªmetros al a?o, esto siempre que est¨¦n bien alimentados (no ocurrir¨¢ lo mismo en el Tercer Mundo, por supuesto). Pero si tenemos en cuenta", agregu¨¦, "que en tu caso se trata de una encantadora f¨¦mina sapiens, me inclino a pensar que de aqu¨ª a los pr¨®ximos seis a?os, que son los que te faltan para llegar a la horrible edad de 25, no crecer¨¢s ni un solo cent¨ªmetro m¨¢s, porque, aun siendo alta, hay en tus proporciones una admirable armon¨ªa -algo ambigua, todo sea dicho-, y ser¨ªa un acto contranatura -a prop¨®sito, debes leer A rebours-, de Huysmanns- arruinar esta magn¨ªfica estructura con un par de cent¨ªmetros que no te hacen falta".
La respuesta me hab¨ªa valido dos besos en la boca, m¨¢s un r¨¢pido aleteo de lengua, mientras me dec¨ªa con radiante expresi¨®n de felicidad: "Te adoro. Adoro tus discursos. Adoro c¨®mo me hablas. Adoro que me ense?es cosas".
Cada vez que le propon¨ªa algo, y en las ¨²ltimas 24 horas -que eran, por lo dem¨¢s, todas las que llev¨¢bamos juntos- le hab¨ªa propuesto diversas cosas: un viaje -"Podr¨ªamos ir a Par¨ªs. ?Te gusta Par¨ªs?", dijo, con admirable ingenuidad. "Adoro Par¨ªs", ment¨ª como un enano-, dos libros -"?Es cierto que los escritores, cuando se enamoran escriben diferente?", me hab¨ªa preguntado, hojeando uno de mis libros. "?A qui¨¦n amabas cuando escribiste ¨¦ste?". "No la conoces", ment¨ª. "Me gustar¨ªa saber si escribir¨ªas tambi¨¦n sobre m¨ª", agreg¨®. "Mi amor", le dije, "uno no escribe sobre lo que est¨¢, sino sobre lo que no est¨¢". "?Tendr¨ªa que irme para que escribieras acerca de m¨ª?".
El di¨¢logo me parec¨ªa detestable, pero estaba dispuesto a continuarlo otras 24 horas m¨¢s, o 24 meses, o 24 siglos. Desde que la hab¨ªa visto no hac¨ªamos m¨¢s que conversar, y cuando nos met¨ªamos en la cama no pod¨ªamos concentrarnos en las caricias o en los besos, porque los dos quer¨ªamos hablar, seguir hablando, y nos entusiasm¨¢bamos hasta tal punto que, semidesnudos, nos pon¨ªamos en pie, ¨ªbamos a la cocina, abr¨ªamos la heladera, sac¨¢bamos una coca-cola o un zumo de naranja, me encend¨ªa los cigarrillos en su propia, arrebatadora boca; yo me estaba orinando, pero no consegu¨ªa llegar al ba?o: a medio camino me acordaba de algo que todav¨ªa no le hab¨ªa dicho, reanudaba la marcha, ahora era ella la que ven¨ªa corriendo y me besaba en la nuca, entonces yo me volv¨ªa y la abrazaba: "?C¨®mo me dijiste que se llama esa novela de Huysmanns que tengo que leer?". "A rebours", dec¨ªa yo, a punto de entrar en el ba?o. "Tengo que leer much¨ªsimas cosas. El tiempo no me alcanza. S¨®lo le¨ª medio libro tuyo. Y adem¨¢s, en verano hago de azafata en Swissair". Sorpresivamente se me ocurri¨® que pod¨ªa empezar a viajar en Swissair los veranos, fuera donde fuera, pero yo detestaba los aviones.
Adem¨¢s de un viaje, dos libros, una excursi¨®n a la costa, una pel¨ªcula que ella no hab¨ªa visto, una cena en un restaurante honolul¨², la pesca submarina (en seguida me arrepent¨ª: yo no sab¨ªa nadar), la lectura de la mitolog¨ªa celta, una visita al Museo de Paleontolog¨ªa, ayudarle a hacer los deberes de la universidad, escuchar a Kiri Te Kanawa interpretando los ¨²ltimos lieder de Strauss ("No sab¨ªa que a los le japoneses les gustara la ¨®pera". "No, mi amor, es australiana. Y canta como los dioses". "Cre¨ª que en Australia s¨®lo se dedicaban a criar canguros". "Siempre se aprende algo nuevo", coment¨¦ miserablemente) en las ¨²ltimas 24 horas, que eran, por lo dem¨¢s, todas las que llev¨¢bamos juntos, le hab¨ªa propuesto un viaje a Trieste ("?Por qu¨¦ Trieste?". "Me gusta la palabra"), ense?arle franc¨¦s, contarle la II Guerra Mundial, jugar al ajedrez, coleccionar cer¨¢mica precolombina y armar un puzzle de 5.000 piezas. Mi ¨²ltima propuesta consisti¨® en hacer el amor escuchando el 'Aria de amor y muerte' de Trist¨¢n e Isolda. " ?Lo has hecho alguna vez de esa manera?", le pregunt¨¦. "Me parece que no", me contest¨® encantadoramente dubitativa, "si escucho m¨²sica no puedo concentrarme". "?Concentrarte en qu¨¦?", pregunt¨¦ confuso. "En hacer el amor, tonto", me dijo. "?Te concentras con facilidad?". Dud¨¦ un instante. Deb¨ªa estar desfasado, como un mapa antiguo. "Creo que nunca me lo he planteado en esos t¨¦rminos", le dije. "?Quieres decir que vas muy r¨¢pido?", sigui¨®. "A m¨ª me gusta m¨¢s bien lento". "En fin, ver¨¢s", farfull¨¦, "en realidad, no me lo planteo en t¨¦rminos automovil¨ªsticos. La primera marcha, la segunda, todo eso". Sent¨ª que me hund¨ªa en un pozo irremediable. "Quiero decir: seg¨²n el caso", respir¨¦, aliviado. "De todos modos", dijo ella, "no creo que me gustara hacer el amor escuchando ¨®pera". "A m¨ª no me resulta imprescindible", dije, est¨²pidamente. "Lo que no soporto es el rock", agregu¨¦, a la defensiva. "Es estupendo para bailar. ?T¨² no eres de la ¨¦poca de Elvis Presley?". "Coraz¨®n", le dije, "soy de una ¨¦poca remot¨ªsima, antidiluviana digamos; la ¨¦poca del psicoan¨¢lisis, el existencialismo, la radicalidad y de haga el amor, no la guerra. Despu¨¦s, vino el diluvio", especifiqu¨¦. Me hund¨ª, semidesnudo, en el sof¨¢.
Pens¨¦ que en cualquier momento iba a tener verg¨¹enza de mi torso, de mis ojos azules, de contraer enfermedades, de ser sensible al polen, la bomba at¨®mica, la contaminaci¨®n, las pesadillas, los microbios y de ser muy sensible a algunas mujeres. Sin embargo, ella se ri¨®. Era as¨ª: se re¨ªa espl¨¦ndidamente en cualquier momento. "Te adoro", me dijo. "Eres un tipo estupendo. Me encantas". "T¨² a m¨ª tambi¨¦n", le dije, con una voz demasiado profunda. No estaba seguro de que estimara en algo la profundidad. Adem¨¢s, le hab¨ªa propuesto un gato, los sellos de la reina Victoria con filigrana de doble corona, un caleidoscopio helicoidal y dejarla ganar al Trivial Pursuit. Estaba dispuesto a cualquier cosa en los pr¨®ximos dos siglos. "No me gusta que me quiten la ropa", dijo en seguida, aunque hac¨ªa rato que estaba desnuda. "A m¨ª tampoco", coment¨¦ recordando que nos hab¨ªamos desnudado al borde de la cama, como dos atletas antes de la ducha. "?D¨®nde est¨¢ tu mujer?", me pregunt¨®, mientras yo luchaba indecorosamente con los calcetines. "Fue a visitar a su hijo a 100 kil¨®metros de aqu¨ª", contest¨¦ yo. "Es mi profesora de griego", me inform¨® amablemente, mientras se desprend¨ªa del sujetador. Yo hubiera preferido que se quitara el sujetador m¨¢s lentamente, que no fuera su alumna en la universidad, no llevar calcetines, tocarle los senos con la yema h¨²meda de los dedos, que el tel¨¦fono no sonara. "Mejor atiendes", dijo, "puede ser tu mujer". No era mi mujer. -Alex -dijo una voz turbia al otro lado del tubo. -S¨ª -contest¨¦ yo, y le hice una se?al para que se quedara tranquila. Sonri¨® y empez¨® a lamerme una rodilla. -Me he enamorado de ella, Alex -afirm¨® la voz opaca de un hombre que no pod¨ªa dormir.- Es rid¨ªculo, ya lo s¨¦, no me lo digas.
-No te he dicho nada -observ¨¦ lac¨®nicamente.
-Ya lo s¨¦. A mi edad es completamente est¨²pido. Estas cosas no debieran pasar a partir de los 40 a?os. Y tengo 46. No estoy preparado para esto. Me siento rid¨ªculo, fuera de lugar. Me pongo autocompasivo. No quiero que nadie lo sepa.
-Me lo est¨¢s diciendo a m¨ª -apunt¨¦, resignadamente. Ahora me estaba lamiendo el pecho, y me buscaba las cosquillas. Detesto las cosquillas tanto como la palabra cosquillas. Hubiera preferido que me acariciara las piernas con su vulva. En cambio, vulva es sombr¨ªa como el umbral. Me pregunt¨¦ si sabr¨ªa que ten¨ªa vulva, o c¨®mo la llamar¨ªa. Soy hipersensible a los nombres.
-Pero a ti no me averg¨¹enza dec¨ªrtelo. Estoy enamorado, Alex. Tengo unas terribles fantas¨ªas...
-Sexuales -complet¨¦ casi sin darme cuenta.
-A mi edad. Pensaba que a los 46 a?os uno estaba libre de esas cosas. ?Crees que hay pastillas para esto?
-Tranquil¨ªzate -dije, en vano. Hab¨ªa descubierto mi lunar en la ¨²ltima costilla, a mano izquierda, y parec¨ªa muy entretenida en averiguar su ¨ªndole.
-No puedo estar tranquilo, Alex. No como. No duermo. Doy unas clases aborrecibles. No me renovar¨¢n el contrato. ?C¨®mo voy a estar hablando de romanticismo alem¨¢n si s¨®lo pienso en su culo? Ayer dije 10 veces la palabra sexo en clase. Y eso a prop¨®sito de aquel verso de Goethe "como una viaje melod¨ªa, algo olvidada".
-?C¨®mo sabes que dijiste eso? -pregunt¨¦, mientras ella me exploraba el pubis. Me sent¨ª como un babuino en el laboratorio.
-Me lo dijo ella. Ella misma. Me esper¨® a la salida de la clase. Estaba divertida, arrebatadora. Me dijo: "?Qu¨¦ te pasa?". Le pregunt¨¦: "?Por qu¨¦?". "Has dicho la palabra sexo 10 veces en la clase de hoy". Y se hab¨ªa dado cuenta.
-?Por qu¨¦ te tutea? -No lo s¨¦, Alex. T¨² no sabes lo que es esto de dar clases de romanticismo alem¨¢n mientras tienes fuego en la entrepierna. Todo el mundo se tutea. Preg¨²ntale a Marga. ?D¨®nde est¨¢?
-Se fue a ver a su hijo -respond¨ª. -No quiero que nadie se e tere. Estoy destrozado, Alex. Coquetea conmigo todo el tiempo. Cuando estamos juntos...
-?Por qu¨¦ no te vas de viaje? -le interrump¨ª bruscamente.
-No seas est¨²pido, Alex. No puedo dejar el curso por la mitad. Tengo que dar de comer mis hijos. Creo que quiero casarme con ella. Irme de viaje con ella, casarme, divorciarme, ense?arle Roma, Babilonia, P¨¦rgamo... Me ha pedido que le ense?e alem¨¢n. Y a sacar fotograf¨ªas. Quiere tener su propio taller de revelado. Le voy a ense?ar todo lo que quiera. Para eso tengo 25 a?os m¨¢s que ella. ?Te das cuenta? Un cuarto de siglo. Tiene la edad de mi hija mayor.
Me gustaba que me acariciara, pero no consegu¨ªa detenerla y me estaba babeando junto al tubo del tel¨¦fono.
-Preferir¨ªa que me lo contaras todo ma?ana, en un caf¨¦ Ahora, tranquil¨ªzate. No tiene nada que decidir. C¨¢lmate y lee algo. ?Por qu¨¦ no te vas a dar una vuelta por ah¨ª?
-No quiero encontrarla.
-No la encontrar¨¢s.
-Siempre me la encuentro. No s¨¦ si ella me encuentra a m¨ª o yo a ella. Y cuando me la en.cuentro, siempre est¨¢ con otro o con otra. Es as¨ª. Le gusta todo el mundo. Cree que el mundo est¨¢ lleno de gente encantadora. Su profesor de alem¨¢n, su entrenador de gimnasia, el periodista de arriba, la locutora de la tercera cadena, los extras y los recogebalones.
-Tranquil¨ªzate -repet¨ª. Consegu¨ª sujetarla por la nuca y la sub¨ª a mis rodillas. Se ri¨® tan fuerte que tuve que tapar el tubo con mi mano. No me gusta mucho la gente que se r¨ªe en estas ocasiones. No me parece divertido el deseo de empalar a alguien. Lo haga uno o no lo haga.
-Esta historia no te conviene -le dije, con voz glacial.
-Necesito ayuda, Alex.
-Ma?ana hablaremos -intent¨¦ cortar. No era muy c¨®moda la posici¨®n en que est¨¢bamos, su sexo, mojado, se escurr¨ªa entre mis muslos.
-No s¨¦ qu¨¦ quiere decir ma?ana -me respondi¨® la voz.
-Te est¨¢s poniendo hist¨¦rico -le dije.
-Me excita como nadie en el mundo -murmur¨®, medio borracho.
-Siempre ocurre lo mismo -intent¨¦ disuadirle.
-No me acuerdo de otras veces. Todo es presente.-De acuerdo. Entonces, olv¨ªdalo.
-No puedo.
-No te quiere, lo sabes. A esa edad no se quiere a nadie No se puede querer. No ser¨ªa espont¨¢neo. A esa edad ni siquiera se desea. Y t¨² te hundir¨¢s mientras ella descubre la aparente variedad del mundo. Un d¨ªa estar¨¢ asombrada con la poes¨ªa, otro con la navegaci¨®n espacial, se dejar¨¢ seducir por un director de cine, un guionista, un piloto noruego., un filatelista belga y un rockero berlin¨¦s. Quiz¨¢, por alguna pintora corsa tambi¨¦n. Te guardar¨¢ una cierta gratitud, es cierto, porque, en el fondo, los j¨®venes tienen buen coraz¨®n. Pero t¨² no quieres gratitud. Te vaciar¨¢s para llenarla, como si fuera un molde.
Eso era lo que yo quer¨ªa hacer: vaciarme en ella. Pero algo la molest¨®, y de pronto se desprendi¨® de m¨ª. Creo que fue un ruido. Era el ascensor del edificio, y ya se hab¨ªa alejado.
- Con ese ruido no puedo concentrarme -coment¨®, molesta, mirando hacia la puerta.
-?Con qui¨¦n hablas? -me pregunt¨®, alterada, la voz al otro lado del tubo- ?No me dijiste que Marga no est¨¢? Oye, no me gustar¨ªa que alguien se enterara de esto... Me dijiste que no hab¨ªa nadie.
-Marga no est¨¢, tranquil¨ªzate. Fue la portera.
-?Est¨¢s seguro?
-Claro que s¨ª.
Ahora hab¨ªa encendido un cigarrillo y se paseaba, desnuda y moh¨ªna, por la habitaci¨®n. Fuma poco. Se cuida la salud.
-Creo que tienes raz¨®n, Alex -reflexion¨® mi interlocutor-. Estoy loco. Tengo que controlarme. Es que despierta mis fantas¨ªas m¨¢s...
-Antiguas -complet¨¦.
-S¨ª. Creo que en realidad quiero ser su padre.
-Su hermano.
-S¨ª. Padre y hermano incestuosos.
-Pero ella no quiere.
-No, no quiere. ?Sabes? Tiene muy poco morbo.-Piensa en otra cosa.
-Estoy obsesionado.
-Haz footing o algo as¨ª.
-Tengo un soplo al coraz¨®n.
-Entonces, t¨®mate dos Valium. Empez¨® a vestirse. Es as¨ª: le gusta vestirse y desvertirse sola. Aut¨®nomamente. Trieste. ?Por qu¨¦ no Trieste?
-Du¨¦rmete y descansa. Ma?ana...
-Gracias, Alex. Y por favor, no le digas nada a Marga...
-No est¨¢. Tranquil¨ªzate.
-No me gustar¨ªa que Marga... Somos colegas...
Colgu¨¦ suavemente. S¨®lo se hab¨ªa puesto la trusa, y me gustaba mirarla as¨ª, alta, con los senos duros al aire, el cabello corto, la espalda con la espina dorsal algo sobresaliente.
-?Qu¨¦ miras? -me pregunt¨®, volvi¨¦ndose.
-Tu espalda -dije-. Hay una escultura de Pradier... En el Louvre. Es N¨ªobe, herida por una flecha.
Me acerqu¨¦ a ella. Cerr¨¦ mi mano suavemente sobre su nuca. "As¨ª...", le dije, y procur¨¦ muy lentamente que su cuerpo se torneara como la figura de Pradier. Se ri¨®.
-?Iremos a verla? -me dijo festiva.
-S¨ª -respond¨ª con voz demasiado profunda.
-Si me tocas, que sea suavemente -me dijo.
-No pensaba hacerlo de otra manera -ment¨ª.
-Te adoro -declar¨®, y se abalanz¨® sobre m¨ª. Ca¨ª sobre la cama. Hundi¨® su lengua dentro de m¨ª boca. Se separ¨® en seguida.
-?Con qui¨¦n hablabas? -me pregunt¨®.
-Con tu profesor de Letras.
Solt¨® una carcajada.
-Me lo imagin¨¦ -dijo- Es un tipo fenomenal. Sabe much¨ªsimo de romanticismo alem¨¢n. Y de pintura. Adem¨¢s le gusta el jazz. Le adoro. Lo paso muy bien con ¨¦l.
-Creo que le has seducido -coment¨¦ ambiguamente.
-?S¨ª? ?T¨² crees? -me pregunt¨® con aparente o real inocencia. Nunca se sabe. Yo no sab¨ªa. ?l no sab¨ªa. ?Ella sab¨ªa?
Aprovech¨¦ su instante de vacilaci¨®n para cambiar de posici¨®n en la cama. Soy un escritor tradicional: escribo con m¨¢quina manual, y prefiero hacer el amor como es debido. Yo arriba y ella abajo. Por lo menos la primera vez. Hasta estar seguro. No creo que ella tuviera esa clase de principios.-Me parece que t¨² seduces a todo el mundo -coment¨¦, mientras le acariciaba los brazos procurando que los mantuviera altos.
-?Lo dices por Marga? -me pregunt¨® mientras me besaba el l¨®bulo de la oreja. ?Qu¨¦ pasaba en la ¨²ltima media hora, que todo el mundo me preguntaba por mi mujer? M¨ª mujer estaba de viaje. Hab¨ªa ido a ver a su hijo.
-?Qu¨¦ tiene que ver Marga? -le dije, pasando un dedo h¨²medo por la l¨ªnea esbelta de su cuello.
-Es mi profesora de griego.
-Ya lo s¨¦ -dije con resignaci¨®n.
-Es una mujer formidable -agreg¨®.
-Cierto.
-T¨² tambi¨¦n.
-Cierto.
-Y muy atractiva.
-Cierto.
-Me acost¨¦ con ella algunas veces -dijo, y se puso de lado. En realidad, la adoro.
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