Un cad¨¢ver de pavo en la nevera
La Nochebuena de 1965, el abuelo y la abuela volvieron a re?ir. O mejor: la abuela y el abuelo. Que, como no pod¨ªa ser menos, la que empez¨® fue ella.La abuela y el abuelo ten¨ªan por costumbre discutir todas las Nochebuenas. Pero s¨®lo ese d¨ªa. Los 364 d¨ªas restantes se los pasaban sin hablarse, encerrado d¨ªa y noche el abuelo en su despacho, escuchando habaneras y haciendo crucigramas, y la abuela deambulando y dando ¨®rdenes, de la noche a la ma?ana, por la casa.
Mis recuerdos del abuelo y de la casa alcanzan justamente hasta aquella Nochebuena. El abuelo Gusendo -de su imagen lejana recuerdo ¨²nicamente sus anteojos redondos y sus estrafalarias pajaritas de lunares- hab¨ªa emigrado a Cuba a los 14 a?os, y all¨ª, sin moverse de, La Habana y sin lograr ahorrar un solo peso en todo el tiempo, hab¨ªa permanecido otros 40, hasta que, desenga?ado de la vida o herido al fin por la pasi¨®n de la nostalgia, decidi¨® regresar a un pueblo y a un pa¨ªs que apenas ya siquiera recordaba. En realidad, el abuelo Gusendo siempre consider¨® aquella decisi¨®n equivocada. Al fin y al cabo -sol¨ªa decir ¨¦l-, ya nadie le esperaba de este lado del Atl¨¢ntico, y, del otro, tampoco ten¨ªa nada que perder, ni aun cuando le hubiera sorprendido all¨ª la llegada al poder de Fidel Castro. Pero se vino. Igual que tantos otros. Con la leyenda del indiano a sus espaldas, aunque sin m¨¢s fortuna por delante que la que, el d¨ªa en que se fue, aqu¨ª se hab¨ªa dejado.
A?os despu¨¦s, muerta ya tambi¨¦n la abuela, tuve la oportunidad, con ocasi¨®n de un viaje a Cuba, de conocer, por fin, a lo que mi venerable abuelo all¨ª se hab¨ªa dedicado. Un viejo camarero del hotel a¨²n le recordaba.
-?Berrueta? ?Con anteojos redondos? ?Gordito ¨¦l y un poco calvo? ?Gusendo Berrueta? -antes de proseguir, el hombre me mir¨® de arriba a abajo-. S¨ª, hombre, s¨ª. ?C¨®mo no voy a acordarme! Gusendo fue un tipo inolvidable.
Lo que escuch¨¦ a continuaci¨®n me hel¨® la sangre. Acodado en la barra frente a un daiquiri helado, mientras en el piano un negro cuarter¨®n interpretaba una tras otra, con melanc¨®lica indolencia, las viejas habaneras que el abuelo sol¨ªa o¨ªr encerrado en su despacho, fui conociendo poco a poco, de labios de aquel viejo camarero, los recuerdos m¨¢s notables de su paso por La Habana: su intervenci¨®n en alg¨²n turbio negocio de tr¨¢fico de armas, sus conexiones con la prostituci¨®n y con el hampa, sus cuatro o cinco a?os en la c¨¢rcel -por contrabando de tabaco- y su afici¨®n irrefrenable a las mulatas.
-Si las habitaciones de este hotel hablaran -concluy¨® el camarero su relato-, m¨¢s de uno y m¨¢s de dos habr¨ªan cogido el barco para buscar a Gusendo en el ¨²ltimo rinc¨®n de Espa?a.
CRUCIGRAMAS
Pero, como dec¨ªa, eso tard¨¦ en saberlo todav¨ªa varios a?os. Cuando yo le conoc¨ª, el abuelo era, al contrario -al menos, para m¨ª-, un anciano apacible y bondadoso, amante de sus nietos y de los crucigramas, que sufr¨ªa d¨ªa a d¨ªa, con imp¨¢vida paciencia, la f¨¦rrea e insoportable tiran¨ªa de la abuela. Se hab¨ªa casado con ella al poco de volver, con su sombrero de paja y sus botines blancos -as¨ª, al menos, pos¨¦ para la fotograf¨ªa de la boda-, en la ermita del valle, un domingo de mayo, entre la decepci¨®n de todas las mujeres casaderas de la zona y la contrariedad del bisabuelo Maximino, que, a la diferencia de edad -el abuelo le sacaba a la abuela 30 a?os- y a la ignorancia de su pasado americano, un¨ªa la sospecha, sin duda bien fundada, de que el hombre del que su ¨²nica hija se hab¨ªa enamorado locamente era un simple candidato al braguetazo.
A¨²n hoy me resulta imposible imaginarme a la abuela Beatriz enamorada. A aquella vieja d¨¦spota, a aquella caprichosa y mani¨¢tica beata que se pasaba los d¨ªas revisando las cuentas y repartiendo admoniciones entre el servicio de la casa, uno puede imagin¨¢rsela de todas las maneras menos enamorada. Yo m¨¢s bien creo -aunque, evidentemente, no puedo demostrarlo- que nunca lleg¨® a estarlo; que, pese a la expresi¨®n bobalicona y desmayada de sus ojos en la fotograf¨ªa de la boda que presid¨ªa en el sal¨®n las cenas y reuniones familiares, todo fue, en realidad, un medido arrebato que le dur¨® solamente el tiempo estrictamente necesario para lograr que el indiano estampase su firma en el libro de familia del juzgado. Al fin y al cabo, ?qu¨¦ m¨¢s pod¨ªa desear aquella p¨¢lida e insulsa muchachita cuyo ¨²nico encanto visible era la f¨¢brica de mantequilla de su padre?
Lo que est¨¢ claro es que al abuelo -si, como parece m¨¢s que demostrado, lo ¨²nico que de verdad buscaba en esa boda era la mantequilla de la f¨¢brica y un lugar apacible donde acabar sus d¨ªas de modo bonancible y sosegado- el tiro le sali¨® por la culata. En cuanto puso sus botines en la casa, aquella p¨¢lida e insulsa muchachita del retrato perdi¨® al instante su expresi¨®n bobalicona y su dulce mirada enamorada y se convirti¨® de pronto, inesperadamente, en una aut¨¦ntica alima?a. Lo que ocurri¨® a continuaci¨®n no es dif¨ªcil tratar de imaginarlo. Seguramente el abuelo Gusendo intent¨® en un principio sostener su figura y su triste aureola aventurera apelando a los recursos psicol¨®gicos que tantos ¨¦xitos le dieran con las mulatas de La Habana. Seguramente, incluso, viendo ya su situaci¨®n desesperada, intent¨® forzar m¨¢s tarde la lucha cuerpo a cuerpo con la abuela, aunque sin recurrir en ning¨²n caso a los m¨¦todos extremos que sin duda debi¨® de practicar en sus a?os de hamp¨®n y traficante. Pero, evidentemente, no le sirvi¨® de nada. Poco a poco, con precisi¨®n de cirujano, la abuela Beatriz fue cort¨¢ndole las alas hasta que el abuelo opt¨® por una honrosa e inteligente retirada a su despacho.
Cuando yo le conoc¨ª apenas sal¨ªa ya de all¨ª, salvo para subir al ba?o o para estirar las piernas por el huerto de la casa. Com¨ªa, incluso, en el despacho. Y como, por otra parte, la abuela y ¨¦l ten¨ªan dormitorios separados, se pasaban los d¨ªas y los meses sin hablarse, hasta que, por Nochebuena, lleg¨¢bamos toda la familia a visitarles.
MALETAS
Entonces la vida de la casa, siempre tan silenciosa, siempre tan ordenada, se revolucionaba. Era aquella una cita puntual e inexcusable, una costumbre antigua que todos respetaban, porque, entre otras cosas, todos estaban esperando heredar alg¨²n d¨ªa la f¨¢brica y la casa. Comenz¨¢bamos a llegar por la ma?ana, desde puntos distintos, con los coches atestados de maletas y ni?os: t¨ªo Ferm¨ªn y t¨ªa Patro, t¨ªo Julio y t¨ªa Isabel, t¨ªo Claudio y t¨ªa Felisa, con mis padres, y, luego ya, en el tren de la tarde, t¨ªo Gel¨ªn, el soltero. Ese d¨ªa el abuelo hac¨ªa una excepci¨®n y sal¨ªa a recibimos a la puerta. Y como la abuela estaba atareada dirigiendo la distribuci¨®n de las habitaciones y la subida de los distintos equipajes, se quedaba ya toda la tarde jugando con los ni?os en la sala.
Hasta la hora de la cena, nada sol¨ªa alterar la explosi¨®n de infantil felicidad que, con nuestra llegada, se hab¨ªa apoderado de la casa. Los t¨ªos iban y ven¨ªan hablando y d¨¢ndose palmadas en la espalda, y las criadas se multiplicaban para atender las instrucciones que la abuela, sin cesar, les iba dando. Incluso durante la cena, que esa noche se serv¨ªa en la mesa del viejo comedor, presidida a ambos extremos por la abuela y el abuelo, bajo la enorme l¨¢mpara de plata que el bisabuelo Maximino se hab¨ªa hecho traer desde Par¨ªs, todo sol¨ªa transcurrir sin incidentes de importancia, en un clima de forzada y familiar cordialidad. Era justo al acabar la cena, cuando el champa?a hab¨ªa empezado ya a confundir las voces y las conversaciones y a extremar visiblemente la ya habitual locuacidad de t¨ªo Gel¨ªn, cuando la abuela buscaba la mirada del abuelo al otro extremo de la mesa y, sin aviso previo, despu¨¦s de un a?o entero sin hablarse, empezaban a re?ir.
-Este a?o vas. ?Me oyes, Gusendo? Este a?o vas.
-Ir¨¦ si no vas t¨².
-T¨² ir¨¢s donde te manden.
-?Por qu¨¦ no me lo dices en franc¨¦s?
A lo largo de 35 a?os de casados, la abuela hab¨ªa conseguido del abuelo todo lo que se hab¨ªa propuesto, salvo que la acompa?ase los domingos a la iglesia. No es que el abuelo fuese un agn¨®stico confeso ni que tuviera nada contra la religi¨®n. En realidad, deb¨ªa de darle igual ir que no ir, y, de hecho, las ¨²nicas visitas que consent¨ªa en recibir en su despacho eran las del pobre don Benito, el p¨¢rroco del pueblo, que, azuzado por la abuela, intentaba, con est¨®lida paciencia y sin ning¨²n ¨¦xito visible, atraerle a su reba?o entre habanera y habanera y partida y partida de chinch¨®n. Yo tengo la sospecha de que aquella negativa del abuelo a acudir los domingos a la iglesia era s¨®lo la manera que ten¨ªa de vengarse de las muchas e infinitas vejaciones que, en 35 a?os de casado, hab¨ªa recibido de la abuela Beatriz. ?sta, despu¨¦s de much¨ªsimas disputas, no hab¨ªa tenido otro remedio que rendirse a la evidencia y aceptar que el abuelo no quisiera acompa?arla los domingos a la iglesia igual que siempre hab¨ªa hecho con su madre el bisabuelo Maximino. Pero lo que, pese a los a?os transcurridos, la abuela todav¨ªa no hab¨ªa conseguido asimilar es que el abuelo tambi¨¦n se negase a acompa?arnos a toda la familia a la Misa del Gallo, el d¨ªa de Nochebuena, despu¨¦s de acabada la cena familiar.
La Nochebuena de 1965, sin
embargo, la discusi¨®n entre la abuela y el abuelo fue mucho m¨¢s feroz de lo habitual. Yo no s¨¦ todav¨ªa si fue por lo del pavo o si, simplemente, fue algo que alg¨²n d¨ªa, m¨¢s tarde o m¨¢s temprano, ten¨ªa que ocurrir.
CEREMONIA
Para la Navidad, la abuela ten¨ªa por costumbre comprarle un pavo a alg¨²n vecino, y el d¨ªa de Nochebuena, por la tarde, antes de que lo mataran, lo emborrachaba con an¨ªs con el fin de que la carne del ave se impregnara del aroma y del sabor de ese licor. La ceremonia era seguida siempre por todos los presentes, incluidas las criadas, que se re¨ªan con grandes aspavientos al ver al pavo ir poco a poco mare¨¢ndose y empezar a dar tumbos de borracho por el patio. Aquel a?o, sin embargo, cuando todo estaba preparado y el pavo ya esperaba en un caj¨®n, apareci¨® de pronto t¨ªo Gel¨ªn, que ven¨ªa con retraso -al parecer, el tren se hab¨ªa quedado bloqueado varias horas por la nieve-, y todos acudimos en tropel a rec¨ªbirle. Fue justo ¨¦se el momento que el abuelo aprovech¨®. Mientras los dem¨¢s ayud¨¢bamos a t¨ªo Gel¨ªn a meter el equipaje y la abuela y las criadas sub¨ªan a disponer su habitaci¨®n, el abuelo se qued¨® solo en el patio con el pavo, y los dos, a partes iguales, se bebieron entera la botella de an¨ªs. Cuando volvimos, a la abuela estuvo a punto de darle un nuevo infarto. Recuerdo incluso que t¨ªo Julio tuvo que sostenerla unos instantes. La verdad es que el descubrimiento bien hubiera merecido un buen desmayo. All¨ª, por entre los rosales y el estanque, como dos buenos amigos que volvieran de una noche tormentosa, el abuelo y el pavo daban pasos de baile por el patio, mientras aqu¨¦l cantaba con pasi¨®n inigualable el sabroso estribillo de un fren¨¦tico bay¨®n:
-?La mulata es la perla del Edeee¨¦n! ?La mulata es bonita y baila bieeen! ?La mulata es la perla del Edeee¨¦n! ?La mulata es bonita y lo hace bieeeen!
La cena de esa noche fue una cena inolvidable. La abuela en un extremo, circunspecta y callada, con la mirada delatando la ira contenida, y el abuelo en el otro, cada vez m¨¢s borracho, tamborileando cada poco con el cuchillo el plato y cantando en voz baja aquel sabroso y fren¨¦tico estribillo. En el medio, todos los dem¨¢s, mayores y peque?os, procur¨¢bamos concentrar la atenci¨®n y las miradas en el plato, sin que nadie -ni siquiera t¨ªo Gel¨ªn- se atreviese en toda la cena a hacer un solo comentario. Esa noche, la abuela ni siquiera se entretuvo en preguntarle al abuelo si pensaba acompa?arnos a la Misa del Gallo. Era evidente que no pensaba hacerlo y que, por otra parte, vista su situaci¨®n, mejor era no tentarle, no fuera a cambiar de parecer precisamente ese a?o. S¨®lo acabada la cena y cuando ya nos dispon¨ªamos a salir hacia la iglesia, la abuela se volvi¨® desde la puerta hacia el abuelo, que todav¨ªa segu¨ªa sentado cantando el estribillo y tamborileando el plato:
-?Sabes una cosa, Gusendo? Que te acabo de tirar el tocadiscos por la ventana.Y, luego, muy digna, a los dem¨¢s:
-Vamos.
Nevaba fuertemente camino de la iglesia y de regreso a casa. Recuerdo que en la misa me dorm¨ª, y del serm¨®n de don Benito, obviamente, ya no recuerdo nada. Pero todo lo dem¨¢s, hasta el m¨¢s m¨ªnimo detalle, lo tengo muy grabado. Recuerdo que esa vez fue t¨ªa Isabel la que se desmay¨® en el acto. Y recuerdo tambi¨¦n que, a partir de ese instante, todos, empezando por mi padre, comenzaron a dar gritos y a abrazarse mientras mi madre y t¨ªa Felisa nos cog¨ªan a los ni?os y, en medio de una gran agitaci¨®n, sin dejarnos siquiera quitarnos los abrigos, nos met¨ªan en una habitaci¨®n dici¨¦ndonos que no sali¨¦ramos de all¨ª y que rez¨¢semos. Pero a pesar de todo, a pesar de los a?os y de la rapidez con la que en realidad debi¨® de ocurrir todo, a¨²n conservo fijamente en mi memoria, lo mismo que si fuera una imagen congelada, lo que entrev¨ª al pasar frente a la puerta. All¨ª, en mitad del comedor, encima de la mesa en la que apenas horas antes est¨¢bamos cenando, el abuelo y el pavo se balanceaban suavemente, colgados de la l¨¢mpara, uno de cada brazo, como si fueran dos regalos navide?os. Antes de colgarse, el abuelo se hab¨ªa puesto, como si otra vez fuera a casarse, el sombrero de paja de Cuba y los botines blancos.
Lo que ocurri¨® a partir de aquel instante s¨®lo pude saberlo a?os m¨¢s tarde: aquella misma noche, a los ni?os nos llevaron a dormir a la casa del guarda de la f¨¢brica. Seg¨²n mi padre -que s¨®lo consinti¨® en cont¨¢rmelo, pese a mis insistencias, cuando ya la abuela estaba muerta y la casa hab¨ªa sido subastada y vendida a unos frailes que la usan desde entonces como albergue de verano-, fue la abuela la que, en un principio al menos, con mayor entereza sobrellev¨® la desgracia, hasta el punto de ordenar a t¨ªo Ferm¨ªn, cuando estaban descolgando el cad¨¢ver del abuelo de la l¨¢mpara, que hiciese lo propio con el pavo y lo metiese en la nevera para comerlo al d¨ªa siguiente como estaba planeado.
-?l se ir¨¢ al cementerio -parece ser que dijo-, pero no con el pavo.
VELATORIO
Pero la entereza de la abuela se quebr¨® por la ma?ana, en pleno velatorio, mientras don Benito echaba el ¨²ltimo responso previo a la salida del entierro. Primero fue lo de t¨ªo Gel¨ªn. Le mandaron que bajara a la estaci¨®n a por la corona f¨²nebre, que hab¨ªan encargado por tel¨¦fono y llegaba en el primer tren de la ma?ana. Pero el tren lleg¨® con retraso, igual que el del d¨ªa antes, y, mientras lo esperaba, t¨ªo Gel¨ªn entr¨® en la fonda de Pedrito y, no s¨¦ si por ahogar la pena que ten¨ªa por la muerte de su padre o por espantar un poco el fr¨ªo de la helada, el caso es que empez¨® a beber co?¨¢, una copa y otra copa, hasta que agarr¨® tal borrachera que cuando entr¨® en el velatorio lo hizo dando tumbos y agarr¨¢ndose a la puerta, igual que el pavo, y con la corona al cuello, como si acabara de ganarla en una prueba de atletismo. Luego, lo de t¨ªa Laura. De repente, le dio un ataque de nervios y se abraz¨® desesperadamente a don Benito, llorando y llen¨¢ndole de babas la sotana, mientras le llamaba, con neur¨®tica insistencia, don Bonito (con o), lo cual, curiosamente, cuadraba mucho m¨¢s que el verdadero nombre a los ojos de at¨²n que ten¨ªa el p¨¢rroco. Pero cuando definitivamente la abuela Beatriz se vino abajo, cuando definitivamente perdi¨® la compostura y la entereza y abandon¨® la habitaci¨®n del velatorio dando un portazo y diciendo que no s¨®lo no pensaba ir al cementerio, sino que, si por ella fuera, el abuelo seguir¨ªa todav¨ªa colgado de la l¨¢mpara, fue cuando, de repente, pasado ya el incidente de t¨ªa Laura y reducido t¨ªo Gel¨ªn por varios hombres en alguna habitaci¨®n de al lado, Soledad, la cocinera, abri¨® la puerta y, con su habitual discreci¨®n, le pregunt¨® en voz alta:
-Se?ora, ?saco ya el cad¨¢ver del pavo de la nevera?
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