Del caballo
"?rase un caballo que ten¨ªa de la poes¨ªa el mismo concepto que su padre", escribi¨® una vez el pintor Caneja. Hay que reconocer que es una frase sobre la que se puede pensar bastante sin llegar a parte alguna, y eso siempre es una ventaja para las frases. Se dir¨ªa que cuando las frases aspiran a merecer cierta consideraci¨®n, lo mejor que pueden hacer es no cruzar la p¨¢lida frontera de la ambig¨¹edad y permanecer inescrutables como el enigma de la Esfinge, con el fin de enredar lo m¨¢s posible y dar que hablar a las generaciones venideras. La frase de Caneja podr¨ªa aludir, por ejemplo, a los tiempos en que los centauros se echaron al monte huyendo de los lapitas, pues en esas edades no hab¨ªa dios ni semidi¨®s que no tuviera sus opiniones sobre lo que deb¨ªa ser un hex¨¢metro bien hecho, y es sabido que en sociedad se encontraba elegante mantener conversaciones gramaticales y opiniones firmes sobre sufijos y verbos contractos. Acaso alguna teor¨ªa de asimilaci¨®n o ciertas nociones de m¨¦trica cent¨¢urica acertaron a resbalar por los o¨ªdos de un caballo -algo pariente-, que las inculc¨® en su prole, marc¨¢ndola para siempre con una huella maligna que a la saz¨®n les obliga a preferir a Juan Ram¨®n Jim¨¦nez entre todos los poetas contempor¨¢neos, aunque alg¨²n despistado insista en que se inclinan m¨¢s hacia Pessoa. En cualquier caso, la frase de Caneja es tan perfecta que por una vez ser¨ªa preciso obedecer al poeta y no tocarla m¨¢s, aun a sabiendas de que es mucho m¨¢s digna de glosa que la de ¨¦ste, quien probablemente ten¨ªa de la poes¨ªa el mismo concepto que la se?ora Mantec¨®n, su madre, dama honorabil¨ªsima y que tanto dinero se gast¨® en darle una educaci¨®n. Una cantidad muy inferior fue la que invirti¨® mi abuela Mar¨ªa en educar a una yegua de su propiedad, y as¨ª nos fueron las cosas. En honor a su belleza irrepetible, la yegua era conocida por el nombre de Gilda, aunque al cabo se repiti¨® varias veces multiplic¨¢ndose en unos potros cl¨®nicos de su mismo color y de muy parecidas costumbres, hasta crear una estirpe de cabareteras de pata enguantada, ojos profundos y no menos profunda inestabilidad ps¨ªquica. Para ser sinceros, la Gilda ten¨ªa en nuestra vida una funci¨®n meramente suntuaria, puesto que no serv¨ªa para lo que se supone debe servir una cabalgadura. Sol¨ªa devolver a su jinete al suelo como si conociera por instinto hasta los m¨¢s rec¨®nditos pasajes de la ley de la gravedad. Le bastaba con levantar una pata y girar determinado m¨²sculo del lomo, concluyendo la operaci¨®n con una mirada burlona donde pod¨ªa leerse todo un tratado de malicia y coqueter¨ªa, para que el jinete en cuesti¨®n le jurara odio eterno y propusiera la venta inmediata de aquel monstruo. Mi abuela Mar¨ªa, una mujer de esp¨ªritu, pero no por ello menos dotada de un extravagante sentido pr¨¢ctico, consideraba que la Gilda era una alhaja, y parece que se sent¨ªa reconfortada cada vez que ten¨ªa noticias de sus felon¨ªas, en especial cuando alg¨²n miembro de los m¨¢s insoportables de la parentela, despu¨¦s de acicalarse como para correr en un hip¨®dromo y no en aquel cenagal, terminaba in loco parentis perfumado con un inconfundible aroma a bosta.La yegua ten¨ªa por costumbre aligerarse de su carga humana al llegar a un recodo donde al parecer se colmaban sus esperanzas, que eran ambiciosas, en materia de fango pestilencial; pero mi familia, siempre arredrada por peque?eces, es en las causas imposibles donde suele emplear toda su obstinaci¨®n y contumacia, por lo cual no era dif¨ªcil encontrar alg¨²n demente dispuesto a no dar cuartel y a montar sobre la Gilda para volver a caer una y otra vez, como un nuevo S¨ªsifo. Una vez pasado el recodo, el animal trotaba en libertad unos kil¨®metros hasta llegar a un puente de piedra, donde frenaba en seco. Desde aquel lugar aguardaba al acecho, con las riendas desmayadas y las orejas ojivales hacia atr¨¢s, sin perder de vista la cercana v¨ªa f¨¦rrea hasta que el guardav¨ªas se decid¨ªa a bajar las barreras. Si el ¨²ltimo tren hab¨ªa pasado por all¨ª poco antes y a¨²n faltaban unas horas para el pr¨®ximo, la bestia no se permit¨ªa la menor veleidad. Permanec¨ªa impasible, con aire de notario y de centinela, mientras se iban formando corros de gente a su alrededor que ella parec¨ªa no ver. Cuando por fin la m¨¢quina se acercaba silbando en despreocupado comp¨¢s de dos por cuatro y ya asomaba su perfil por la primera curva, la yegua romp¨ªa a galopar con un movimiento uniformemente acelerado igual que un mensajero del zar en misi¨®n especial, los ollares dilatados a lo Miguel Strogoff y las crines como una banderola roja, hasta saltar alegremente las barreras. Cruzaba tan en el ¨²ltimo momento y a tan escasa distancia del tren que cortaba la respiraci¨®n. Los maquinistas que frecuentaban aquel trayecto viv¨ªan a base de Valium y Trasilium, pues estos n¨²meros h¨ªpicos hab¨ªan destruido para siempre sus nervios, apoder¨¢ndose de sus sue?os en forma de pesadillas. Alguno lleg¨® a querellarse y a exigir que mi familia le pagara la factura del antipsiquiatra, pleito que afortunadamente a¨²n nos dura.
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