Conmoci¨®n en Francia por los experimentos m¨¦dicos con enfermos en coma irreversible
El Palacio de Justicia de Poitiers, instalado en un viejo edificio g¨®tico, vive desde hace 15 d¨ªas horas excepcionales. Hubo que acondicionar una inmensa nave coronada por arcos ogivados como sala de audiencias, instalar tel¨¦fonos y t¨¦lex y preparar acreditaciones para un proceso que se anunciaba sonado. Pero a los pocos d¨ªas el proceso de Poitiers se ha convertido ya en el juicio del siglo, desbordado por circunstancias capaces de arrumbar en el segundo plano de la actualidad los juicios contra el grupo terrorista Acci¨®n Directa y la campa?a electoral francesa o de proyectar a las nubes del olvido el proceso del siglo m¨¢s reciente contra el nazi Ktaus Barbie.
Los hechos que se juzgan pertenecen a la sucia realidad de la muerte cotidiana y an¨®nima, una muerte sobrevenida en una mesa de quir¨®fano, por un descuido, por la impericia de un anestesista o por un sabotaje producto de los celos y de las rencillas profesionales. Nada que ver con la historia en may¨²sculas que surge inevitablemente en los grandes procesos contra el nazismo o contra los terroristas.Sin embargo, una secreta fibra de la naturaleza humana vibra estos d¨ªas en el transcurrir del proceso de Poitiers, donde se juzga a tres anestesistas por homicidio en distintos grados. Una de las pruebas aportadas a mitad del proceso ha contribuido a ello. En un hospital de Amiens, mientras se celebraban las primeras sesiones del juicio, Alain Milhaud, un famoso anestesista especialmente interesado en la legalizaci¨®n de la experimentaci¨®n sobre enfermos en coma irreversible, realizaba una extra?a experiencia, en las fronteras entre la vida y la muerte, sin autorizaci¨®n de la familia ni de las autoridades cl¨ªnicas.
Su servicio cuidaba con especial esmero el mantenimiento mec¨¢nico de un joven de 24 a?os en coma irreversible. Su familia recib¨ªa extra?ada la noticia de que, en contra de toda costumbre de la medicina moderna, sus ¨®rganos no servir¨ªan para trasplantes.
Milhaud guardaba este cuerpo vivo, pero cl¨ªnicamente muerto, para realizar una prueba destinada a proyectar su nombre sobre las primeras p¨¢ginas de los peri¨®dicos.
Con la obligada presencia de una c¨¢mara de v¨ªdeo, Milhaud recre¨® sobre el joven las circunstancias de la muerte de Nicole Berneron, la v¨ªctima de los anestesistas de Poitiers, insuflando en sus pulmones prot¨®xido de nitr¨®geno y constatando despu¨¦s la ca¨ªda de la presi¨®n sangu¨ªnea y la ausencia de signos de asfixia.
La prueba, realizada sobre un cobaya humano, serv¨ªa para reforzar la hip¨®tesis de un sabotaje (alguien habr¨ªa invertido los dos tubos de la reanimaci¨®n, el del ox¨ªgeno y el del gas), pero provocaba inmediatamente la destituci¨®n de Milhaud, la apertura de una investigaci¨®n y, lo m¨¢s importante, la reaparici¨®n de una vieja pol¨¦mica, en la que el anestesista de Amiens ha sido pionero, sobre la legitimidad de los experimentos sobre enfermos en coma irreversible.
Muertos-vivos
Milhaud y otros m¨¦dicos franceses propugnan la utilizaci¨®n de estos cuerpos, que sit¨²an "entre el hombre y el animal", para la realizaci¨®n de experiencias inviables sobre seres humanos vivos. La profanaci¨®n de cad¨¢veres o la imagen alucinante de unos laboratorios y facultades de Medicina llenos de muertos-vivos, cad¨¢veres que respiran, con un coraz¨®n que late, con sangre que circula, debe estar en el origen de la exclamaci¨®n de horror que arranc¨® de la sala la explicaci¨®n de la experiencia.Todas las figuras del terror m¨¦dico e incluso cient¨ªfico parecen haber sido convocadas por el fantasma de Nicole Berneron, la mujer que dej¨® su vida en el quir¨®fano n¨²mero dos del hospital regional universitario de Poitiers el 30 de octubre de 1984: primero, el m¨¦dico que mata a un enfermo para atribuir el fallecimiento a la incompetencia de su rival y el m¨¦dico que intenta tapar su incompetencia atribuyendo la muerte a un sabotaje, una y otra confrontadas como tesis de la acusaci¨®n y de la defensa respectivamente, y a mitad del proceso el m¨¦dico que experimenta con un enfermo en coma irreversible para aportar un peritaje al juicio.
Otras im¨¢genes, en las que no se juega directamente entre la vida y la muerte, contribuyen a convertir el juicio de Poitiers en un inquietante revelador de la chapuza generalizada que los franceses descubren d¨ªa a d¨ªa en las propias instituciones que rodean la administraci¨®n de justicia.
No es ¨²nicamente la medicina y sus hospitales p¨²blicos lo que s¨²bitamente aparecen iluminados con la luz del horror. Toda la investigaci¨®n sobre la muerte de Nicole Bemeron aparece plagada de torpezas y contradicciones: una autopsia mal hecha que no tiene ning¨²n efecto probatorio; los primeros interrogatorios, propios de polic¨ªas con ensue?os de inspector Maigret, pero capaces de los mayores fallos; detenciones y autos de prisi¨®n precipitados, siempre a punto de hallar al asesino, que someten a varias personas a la verg¨¹enza p¨²blica; y para terminar, la aparici¨®n de una prueba no solicitada, capaz de hacer olvidar el propio crimen.
Pero lo m¨¢s grave de todo: el sumario, a fin de cuentas, parece vac¨ªo. S¨®lo est¨¢ construido por presunciones indemostradas. Ni la investigaci¨®n policial ni la instrucci¨®n han conseguido aportar pruebas y testigos definitivos para confirmar la terrible sospecha que pesa sobre los doctores Bakari Diallo y Denis Archambeau: sabotaje del respirador utilizado para anestesiar y reanimar a la paciente mediante la inversi¨®n de los tubos de suministro de ox¨ªgeno y de prot¨®xido de nitr¨®geno.
Seg¨²n la defensa de estos dos anestesistas, la polic¨ªa y la justicia parecen haber seguido desde el primer d¨ªa las hip¨®tesis del jefe de los anestesistas, Pierre M¨¦riel, un m¨¦dico sobre cuya capacidad profesional dudan muchos de sus colegas, prototipo del mandar¨ªn universitario. El comisario que empez¨® las pesquisas, un polic¨ªa duro, cuando compareci¨® a prestar testimonio ante el tribunal, se desmay¨® como una princesa enamorada.
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