Ser presidente del imperio
Seg¨²n la mitolog¨ªa popular norteamericana, todo reci¨¦n nacido en territorio de Estados Unidos llega al planeta con una rec¨®ndita y firme voluntad: la de llegar a ser presidente del pa¨ªs de su nacimiento. Un escritor humorista espa?ol, m¨¢s olvidado hoy de lo que merece, Julio Camba, daba una versi¨®n muy monetaria del secreto y cong¨¦nito deseo de los beb¨¦s norteamericanos: quieren ser presidentes para, una vez acabado su mandato, ganar un mill¨®n de d¨®lares con sus memorias. A este objetivo pecuniario ya no puede d¨¢rsele el valor exclusivo que le atribu¨ªa Julio Camba, ya que hasta los subsecretarios (sobre todo si son de Hacienda) reciben sumas que superan el mill¨®n de d¨®lares por relatos que no llegan verdaderamente a la categor¨ªa de memorias. Es m¨¢s, ministros y altos funcionarios son contratados por grandes editoriales, al empezar a ocupar sus cargos, para entregarles sus recuerdos de los a?os gubernamentales que les toque vivir. La ambici¨®n presidencial aludida por Camba no es, pues, ya un m¨®vil exclusivo que explique el emprender la larga y agotadora carrera que concluye en la Casa Blanca. ?Qu¨¦ lleva, pues, a un n¨²mero creciente de norteamericanos a someterse cada cuatro a?os a engullir con ancha sonrisa un descomunal n¨²mero de sapos en el camino de Washington? Propongo una simple respuesta: el poder casi absoluto del presidente norteamericano para intentar realizar los variados (a veces grandes) designios de sus compatriotas.Conviene tener presente que el mandato presidencial norteamericano se extiende de hecho a ocho a?os, ya que la reelecci¨®n est¨¢ usualmente: asegurada (aunque limitada a una sola ocasi¨®n). Esto es, la segunda contienda electoral ?le un presidente es, para ¨¦l, muy inferior a la primera en gastos de todo g¨¦nero (f¨ªsicos y mentales, adem¨¢s de monetarios), aunque puede decirse que las segundas elecciones empiezan a prepararse en la Casa Blanca el mismo d¨ªa de la toma die posesi¨®n,, el 20 de enero del a?o primero del mandato inicial. Y no ser¨ªa perad¨®jico, ni humor¨ªstico a lo Camba, sugerir que los aspirantes a presidente cuentan con la seguridad del doble mandato. De ah¨ª tambi¨¦n que tengan tanta importancia para el pueblo norteamericano las elecciones presidenciales, en sentido positivo (realizaci¨®n de un gran designio) o negativo (par¨¢lisis del ¨¢nimo colectivo). Esto es particularmente visible en estos mismos d¨ªas, cuando se ventilan cuestiones decisivas para el futuro de Estados Unidos y, en verdad, del mundo entero en los infinitos debates de los candidatos principales. En resumen, el enorme poder de la Casa Blanca se ejerce, pr¨¢cticamente ahora, durante unos ocho a?os.
Las elecciones presidenciales actuales (tras los episodios que han mostrado un patente desorden interior reciente) cobran una excepcional importancia en la historia de Estados Unidos porque afectar¨¢n a la vida colectiva de casi una d¨¦cada. Y el n¨²mero de asistentes a los debates entre los candidatos presidenciales de los dos partidos ha sido muy elevado. Tambi¨¦n ha sido muy alta la cifra de los ausentes y de los que podr¨ªamos llamar c¨ªnicos. Y aqu¨ª entramos en la espinosa cuesti¨®n que tanto se ha debatido en Estados Unidos: la reducida participaci¨®n del electorado en las elecciones presidenciales (en contraste, por ejemplo, con las municipales). No podemos, por supuesto, considerar, ni siquiera sucintamente, los muy diversos aspectos del problema planteado por la escasa participaci¨®n en las elecciones presidenciales de los ciudadanos norteamericanos con derecho a voto. Hay que recordar, sin embargo, que en muchos Estados se ha dificultado el ejercicio de tal derecho, y se ha utilizado, en cambio, a los muertos para asegurar una victoria. Una an¨¦cdota tejana de la ¨¦poca del presidente Johnson relataba c¨®mo un tejano-mexicano lloraba al saber que su difunto padre hab¨ªa acudido a votar en favor de Johnson, pero no hab¨ªa ido a visitar a su hijo. Es de notar tambi¨¦n que el Congreso norteamericano se ha resistido tradicionalmente a intervenir en los Estados donde hab¨ªa notorias desigualdades de los derechos electorales. En suma, que todav¨ªa hoy (pese a la legislaci¨®n favorable a la poblaci¨®n negra e hisp¨¢nica) hay millones de norteamericanos pobres que no pueden verdaderamente participar en las elecciones presidenciales.
Son, de todos modos, dichas elecciones el espect¨¢culo pol¨ªtico m¨¢s fascinante del mundo entero que revela las complejidades de la sociedad m¨¢s poderosa del planeta. Los apuntes que aqu¨ª se esbozan son, por tanto, los de un espectador que no cesa de maravillarse ante un pa¨ªs que de pronto ofrece su verdadera faz. O puesto en otros t¨¦rminos: las elecciones presidenciales hacen hablar, de veras, a los norteamericanos, pueblo m¨¢s bien lac¨®nico. Se descubre as¨ª que el vecino es muy conservador, de una nueva modalidad, los llamados conservadores evang¨¦licos. Lo cual significa que se considera dentro del campo republicano, y as¨ª lo declara. Porque en las elecciones presidenciales, dos tercios, m¨¢s o menos, manifiestan su pertenencia a uno de los dos partidos principales, pero en forma muy diferente a las filiaciones pol¨ªticas europeas. Porque en Estados Unidos no hay carn¨¦s ni otros instrumentos que muestren la condici¨®n pol¨ªtica e ideol¨®gica del ciudadano. Y las elecciones presidenciales permiten establecer el mapa pol¨ªtico del pa¨ªs y la distribuci¨®n geogr¨¢fica y demogr¨¢fica de los partidos. Por otra parte, la generalidad de los norteamericanos no se ven a s¨ª mismos como partidarios, porque el vocablo partido trae a la memoria hist¨®rica las corruptelas del pasado y el llamado sistema de sinecuras, en el cual el partido victorioso recompensaba con canonj¨ªas variadas a sus afiliados m¨¢s fieles y activos en las elecciones. Este car¨¢cter maloliente del vocablo (y del concepto de) partido se encuentra tambi¨¦n en las primeras ¨¦pocas de las democracias de otros continentes, pero en Estados Unidos guarda todav¨ªa su significado peyorativo. Por eso millones de norteamericanos se inscriben en los censos electorales con la designaci¨®n de independientes, aunque de hecho se sientan identificados con uno de los dos partidos principales, usualmente el Republicano, a la hora de las elecciones presidenciales. Y estos autodenominados independientes (en general, pertenecientes a la clase social pudiente) no siempre ejercen su derecho de voto, como si el acudir a las urnas mermara, en cierto grado, su independencia pol¨ªtica. Pero tambi¨¦n, en ciertas ocasiones, constituyen un factor decisivo en algunos Estados donde est¨¢n empatados dem¨®cratas y republicanos.
Otro rasgo singular del ciudadano norteamericano es su fuerte resistencia a considerarse liberal o conservador como expresi¨®n de una orientaci¨®n ideol¨®gica. Le mueve, en cambio, una cuesti¨®n local, o vastos problemas relacionados con el enorme poder de Estados Unidos y su condici¨®n de democra -
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Ser presidente del imperio
Viene de la p¨¢gina anteriorcia imperial Sin embargo, una novedad de Reagan fue el prop¨®sito de dar nuevo curso al t¨¦rmino conservador como un s¨ªmbolo congregador de masas ajenas hasta entonces a todo inter¨¦s pol¨ªtico, y, sin duda, tuvo marcado ¨¦xito la operaci¨®n verbal que evitaba el empleo de vocablos pol¨ªticos neutros como el de los independientes y daba fuerte carga ideol¨®gica a la campa?a electoral. Pero entre ,los actuales candidatos republicanos se ha atenuado considerablemente el uso del t¨¦rmino conservador, y han realzado su relaci¨®n con una muy vaga derecha, sin apenas pronunciar el vocablo. Es decir, las actuales elecciones presidenciales (en sus fases preliminares de con tiendas entre los diversos candidatos de los dos partidos principales) han vuelto a difuminar considerablemente todo lo que pueda parecer ideol¨®gico y a recalcar las cuestiones m¨¢s concretas de la actual situaci¨®n de Estados Unidos. As¨ª, por ejemplo, el estado lamentable de la ense?anza secundaria; la situaci¨®n angustiosa de los agricultores, que pierden creciente mente tierras en posesi¨®n de sus familias desde hace a veces siglos, y mil cuestiones m¨¢s de la encrucijada que es hoy la vida norteamericana. Y, en verdad, hasta ahora ning¨²n candidato ha ofrecido programas o ideas nuevos: han empleado sus energ¨ªas pol¨ªticas en tratar de eliminar a sus adversarios, sobre todo los de sus propios partidos.
Finalmente, el pr¨®ximo verano empezar¨¢n verdaderamente las elecciones presidenciales al celebrarse las Ramadas convenciones de los dos partidos principales. ?Pocos espect¨¢culos m¨¢s peculiarmente norteamericanos! Unos cuantos miles de delegados, marcadamente provincianos en sus modales e ideas, extra?os los unos a los otros en su mayor¨ªa, se reunir¨¢n un os pocos d¨ªas para votar sobre cuestiones fundamentales para el mundo entero, y principalmente (y aparentemente) para elegir al candidato. presidencial. Todo ello en medio de un ruido ensordecedor y con la presencia de centenares de personas e instrumentos de los medios de comunicaci¨®n. Ser¨ªa muy ingenuo creer que el candidato elegido lo ha sido democr¨¢ticamente. Se trata m¨¢s bien de un descomunal destape (empleando el vocablo mexicano) dirigido por los viejitos de los respectivos partidos, que ma?osamente orientan a las delegaciones estatales. Los dos candidatos presidenciales (y vicepresidenciales) son as¨ª los representantes de unos expertos caciques, muy conscientes del papel imperial de Estados Unidos, m¨¢s que de unos delegados de mentalidad rural. Mas todo depende, en ¨²ltima instancia, del electorado norteamericano, que crecientemente tiende a dividir (split) su papeleta, votando por todos los candidatos de su partido menos por los dos presidenciales. ?Podr¨ªamos concluir que para el ciudadano norteamericano (a pesar de lo arriba indicado), las elecciones presidenciales ofrecen una preciada (y real) oportunidad de participar individual y libremente en la direcci¨®n de la historia universal de nuestro tiempo?
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