Imagen p¨²blica e intimidad
Dos figuras nuevas, o al menos de nuevo perfil y muy acusada acu?aci¨®n, est¨¢n abri¨¦ndose paso en el sistema jur¨ªdico que protege la dignidad del ciudadano particular: el derecho a la intimidad --privacidad, si se acepta el anglicismo que empieza a ser corriente- y el derecho a la propia imagen. Estos dos derechos de la personalidad individual, todav¨ªa no muy definidos en la pr¨¢ctica, parecer¨ªan concurrir para reforzarse rec¨ªprocamente; pero si bien se considera tal vez pueden operar en direcci¨®n opuesta. ?Consistir¨¢ el derecho a la propia imagen en la facultad de reservarla y administrarla de manera exclusiva, eliminando interferencias ajenas? ?En la de impedir o corregir las deturpaciones, intencionadas o no, que de ella puedan perpetrar otros? ?O acaso en la de exigir el acceso a los medios de publicidad para poder afirmar en su ¨¢mbito el propio yo? Porque este acceso a la esfera p¨²blica, y no por cierto el recato, es aspiraci¨®n predominante en nuestro tiempo y muy caracter¨ªstica de la sociedad actual. Recuerdo a prop¨®sito un ensayo que, en tono de mensaje valetudinario, entre acusador y dolido, escribi¨® hace ya bastantes a?os un profesor norteamericano para despedirse de su c¨¢tedra, donde pon¨ªa de relieve algo que hoy resulta, por dem¨¢s, obvio: que el m¨¢ximo galard¨®n a que en nuestra sociedad se aspira no es sino el de la publicidad del propio nombre, degeneraci¨®n lamentable del noble y sempiterno deseo de fama. Pues es claro que deseo tal ha expresado siempre la radical ansia del ser humano por alcanzar la inmortalidad, o siquiera de acercarse algo a ella perviviendo en la memoria del pr¨®jimo. Apretado por tal ansia y preocupado por el problema, lleg¨® a afirmar Unamuno, en referencia a las preguntas y respuestas del consabido catecismo, que Dios cre¨® el mundo para hacerse c¨¦lebre.Claro est¨¢ que el prurito deadquirir fama a cualquier precio y por cualquier motivo, aunque as¨ª resulte mala fama, es en efecto una degeneraci¨®n del noble empe?o; y por los mismos d¨ªas en que el aludido profesor publicaba en sabia revista universitaria su reflexivo ensayo, como para confirmar su aserto un condenado a muerte en la misma ciudad de Nueva York mostraba evidente satisfacci¨®n por la p¨²blica resonancia que tanto sus infames haza?as como el inminente castigo estaban alcanzando en los medios de comunicaci¨®n p¨²blica. Quiz¨¢ no ser¨ªa del todo exacto atribuir la triste vanagloria de aquel infeliz a una peculiaridad de nuestra ¨¦poca, pues siempre ha habido ejemplos de personas que, llegada la ocasi¨®n, procuraron exhibir una buena estampa en el pat¨ªbulo. Lo que s¨ª puede resultar peculiar es la pretensi¨®n de obtener renombre sin base alguna, ni buena ni mala, el fen¨®meno de la notoriedad carente de toda justificaci¨®n, lo que el profeta de la cultura pop, Andy Warhol, tan representativo de los tiempos que corren, expres¨® al declarar que ¨¦l era conocido por ser conocido, boutade muy adecuada a la realidad despu¨¦s de todo, pues ?cu¨¢ntos no son los nombres y las caras que la gente reconoce sin saber de qu¨¦? El mismo Warhol dir¨ªa que cada cual puede hoy ser famoso durante un cuarto de hora, celebridad instant¨¢nea y ef¨ªmera que corresponder¨ªa al derecho a la propia imagen en el ¨²ltimo de los supuestos arriba propuestos: como derecho a ingresar -siquiera fugazmente- en la esfera p¨²blica.
Lo cierto es que quien -no importa por qu¨¦ causa, ocasi¨®n o motivo- haya asomado una vez la jeta a la pantalla de la televisi¨®n disfruta en seguida de esa fugaz aura de popularidad cuya ¨²nica raz¨®n reside en el hecho de haber aparecido en esa pantalla. El saludo o la mirada del portero de casa, de los compa?eros de trabajo, de los vecinos y conocidos, le dar¨¢ a entender en forma inequ¨ªvoca que la sagrada aureola de la fama nimba su frente por ese d¨ªa; y siendo as¨ª, ?qui¨¦n no se despepitar¨¢ por chupar c¨¢mara, como con gr¨¢fica expresi¨®n suele decirse? ?A qui¨¦n no le encantar¨¢ ser admirado por los dem¨¢s, aunque los dem¨¢s no tengan acaso idea de qu¨¦ es lo que ha llevado su imagen a p¨²blica. exposici¨®n, ni ello les preocupe para nada?
Frente a esto, no faltan tampoco personas que, desde?ando el ejercicio del derecho a la propia imagen entendido de tan singular manera, valoran por encima su derecho a la intimidad y -cosa que el vulgo no podr¨¢ entender; cosa incluso que el vulgo encuentra irritante y que, desde luego, muchos profesionales de la publicidad piensan contraria al democr¨¢tico derecho que la comunidad tiene a estar informada de todo, tanto 'como al de ellos mismos a cumplir su misi¨®n de servirle el pasto informativo- hay personas, digo, no muchas por cierto, que se resisten a semejante exhibici¨®n, cuando no es que la procuran, parad¨®jicamente, alegando una intimidad violada. Parecer¨ªa, pues, darse con ello una colisi¨®n de derechos.
El derecho de la comunidad a estar informada, y el de los profesionales de la informaci¨®n a suministr¨¢rsela celosamente, se inserta en el viejo tronco de las libertades cl¨¢sicas de pensamiento y de palabra, que permiten ¨¦l escrutinio de las figuras p¨²blicas, sometidas as¨ª al juicio cr¨ªtico de la sociedad. A¨²n antes de que la Revoluci¨®n Francesa abriese cauce a esas libertades dot¨¢ndolas de protecci¨®n jur¨ªdica, ya la Corte se daba en espect¨¢culo a la Villa, y los actos, palabras y trapicheos de los grandes se prestaban al comentario regocijado, escandalizado
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o admirativo de la gente menuda. Al fin y al cabo, el ejercicio del poder es un juego teatral que, entre la comedia y la tragedia, cautiva, entretiene y divierte la atenci¨®n del pueblo llano. El escenario de la acci¨®n podr¨¢ variar, y de hecho var¨ªa mucho con el tiempo. De la Corte real se traslad¨® con la democracia representativa al hemiciclo parlamentario que, mediante la participaci¨®n de la opini¨®n p¨²blica, incorpora al drama a quienes lo siguen desde la platea. Y, de cualquier modo, el espectador marginal observa desde su anonimato y tal vez comenta con maliciosa curiosidad los movimientos de los actores, tratando de descubrir los entresijos privados que puedan ocultarse tras de los ademanes solemnes, los gestos heroicos y la.s frases sonoras, esto es, lo que constituye la petite histoire.
En la presente sociedad de masas, actores lo somos todos, y el escenario est¨¢ constituido por los medios de comunicaci¨®n p¨²blica, donde -aunqUe de otro modo- se est¨¢ volviendo al tono de frivolidad que, en las postrimer¨ªas del Ancien R¨¦gime, hab¨ªa adoptado la Corite. El pasto con que desde ellos se alimenta hoy la curiosidad de los espectadores consiste, ante todo, en las ?das y venidas de personas que, si bien horras en s¨ª mismas de poder efectivo, disfrutan del prestigio que les confiere el hallarse, por una u otra causa, expuestas a la publicidad, grupo heterog¨¦neo de las celebridades -lo que antes se llamaba el gran mundo-, cuyos triviales trajines contempla el piecolo mondo con la mezcla de admiraci¨®n, envidia y despechado menosprecio con que en el pasado eran mimados los histriones o c¨®micos, a quienes se aplaud¨ªa con admiraci¨®n aunque se les negara luego sagrada sepultura. El ¨²nico t¨ªtulo para ingresar en ese grupo variopinto de beautifulpeople y toda clase de celebridades es que la imagen de uno se halle presente -por los m¨¢sdiversos motivos, quiz¨¢ por pura casualidad, a rega?adientes o con el mayor gusto- en los medios de comunicaci¨®n.
Y esto nos devuelve al problema del derecho a la propia imagen. ?A qui¨¦n pertenece en definitiva esa imagen publicitada? Pues bien sabemos que hay quienes se esfuerzan -aunque algunos sin el necesario celopor hurtar la suya a la avidez de las c¨¢maras, recluy¨¦ndose en el recinto de lo privado, y eso a veces en duras luchas no siempre ganadas (a la se?ora de Kennedy la retrataron con telescopio a incre¨ªble distancia, desnuda y dentro de su hogar); hay quienes aceptan, resignados, lo inevitable, procurando al menos prevenir o subsanar las deformaciones m¨¢s nocivas para su dignidad; hay quienesse someten con buena gracia a lo que estiman ser el veh¨ªculo convene 1 onal 1 ndispensable para actuar hoy d¨ªa en los diversos sectores de la vida p¨²blica; y hay, en fin, quienes viven de ello y, por consiguiente, no vacilan en apelar a toda clase de recursos para mantenerse en candelero. Invocando el derecho a la propia imagen, se la venden -?por qu¨¦ no?; para eso es suya propia- al mejor postor, o participan mediante concesiones exclusivas y aun de modos m¨¢s activos y diligentes en el negocio de fabricar materiales que estimulen y satisfagan el apetito morboso del p¨²blico por enterarse con chismoso anhelo de la vida ajena -una vida que se le pinta como lejana, brillante, deslumbradora...
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